Cualquier visita a Madrid es siempre una buena excusa para que un madridista de provincias (a mucha honra) se acerque al Bernabéu, atraído como una viruta de metal a un imponente monolito imantado. Parafraseando a Calamaro, me aplastó ver al gigante, una enorme masa plateada que pincha el sol como un globo al atardecer.
Igual que una catedral gótica cuyos pilares y arcos miran al cielo, este teatro de los sueños (gran calificativo, lástima que alguien se adelantara), este templo, no obstante, nos invita a mirar hacia abajo, al pasto, un césped infinito que acaba siempre en emoción.
La temporada languidece, es hora de guardar nuestras mejores voces para el mejor escenario. Es cierto que los problemas seguirán ahí afuera cuando todo acabe. Pero ese momento, ese preciso instante de gloria metafísica, será solo nuestro, otra vez. Lejos de todo, entre sus muros, nada podrá dañarnos.
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El pasto, el pasto...a ver si se soluciona el problema.