Eres lo suficientemente joven como para creer todavía en cuentos de hadas. Tocado por la diosa fortuna sonríes como la vida te sonríe. Hoy es la noche mil veces imaginada, el baile que soñaste con la chica que todos desearon y que, tras una gran incertidumbre, por fin te dijo que sí para envidia de todos los demás. Tu padre te ha prestado el coche recién estrenado. Tu madre te ha dado permiso para volver tarde. Te sabes apuesto y con gracia. ¿Qué puede salir mal? Pero justo cuando acudes a rematar tu flequillo, como colofón antes de partir directo hacia la gloria, te das cuenta frente al espejo de que te ha salido un grano en la punta de la nariz.
Aunque, en efecto, esta es la historia de Gareth Bale en el último tramo de la temporada, seríamos injustos si abandonáramos el relato en este punto. La estrella galesa difícilmente podía imaginar que algún día tendría la oportunidad de jugar, defendiendo los colores del equipo más laureado del mundo, una final del trofeo más prestigioso de Europa, un año después de haberse proclamado campeón del mismo y además disputándola en su ciudad, una localidad poco entusiasta con el fútbol, pero que, por estas circunstancias que suceden en los cuentos de hadas, había sido designada como sede de la misma.
Cuando Gareth descubrió aquella apocalíptica protuberancia coronando su napia no se resignó. Se sometió a una intervención quirúrgica. Durante dos meses se ejercitó en sesiones dobles de rehabilitación en Valdebebas. Y hasta se valió de adelantos tecnológicos propios para tomar parte de una misión espacial. La prensa comenzó a barruntar lo complicado que sería para Zidane privar a su estrella de un momento como aquel. Pero cualquiera que haya sobrevivido a la adolescencia sabe que un grano no se supera en unas horas por más que te esfuerces por remediarlo. Finalmente y para sorpresa de todos, Gareth fue honesto con lo que contemplaba en su reflejo. Ya le habían otorgado el alta pero las secuelas, aún evidentes, no le permitían estar a la altura de la ocasión. Y así fue como encaró a su amor platónico para excusarse y librarle de semejante aprieto mientras ella observaba espantada el rastro de la batalla con el furúnculo. La dignidad de las manifestaciones del delantero madridista en el Media Day mereció elogios generalizados de prensa y afición, pero quizás no los suficientes para quien acababa, prácticamente, de renunciar a su noche y a su chica.
Pero como decimos hubo un baile. Fue en Cardiff y merece la pena contar como lo vivió el que iba a ser su protagonista. Como es obvio, Gareth sabía que la función no sería tal y como había esperado. Imaginemos pues al que estaba predestinado para ser el rey de la fiesta de fin de curso apartado en las gradas mientras en una pista, abarrotada, reinaba el entusiasmo. Si la frustración por la oportunidad perdida no era suficiente suplicio, el galés también tenía que soportar ser el foco de todas las miradas que lo observaban con incredulidad.
Pero pronto el baile concitó la atención general, incluida la suya. Allí estaban sus amigos, los camaradas con los que había compartido tantos buenos momentos. Todos ellos disfrutando con pasión del espectáculo. Poco a poco, Gareth fue sumergiéndose en el ambiente, en la danza de cada miembro con su pareja, en las luces de los focos, en un sonido que parecía percutir su corazón. Tan solo fue consciente de que se había incorporado a pie de pista cuando percibió cómo su cuerpo se contorneaba al ritmo de la música. Allí estaba él, ajeno a lo que los demás pensasen, ejercitándose en solitario en un lateral pero con el alma entregada de pleno a la fiesta. Como uno más.
Cuando Cristiano Ronaldo marcó el tercer gol y corrió hacia su posición Gareth no pudo evitar lanzarse con efusividad sobre su compañero. Fue el primero en abrazarle, feliz, con la misma intensidad como si lo hubiese marcado él mismo porque realmente lo había marcado él mismo. Aunque algunos, a posteriori, han podido considerar la participación de Gareth Bale en Cardiff como testimonial, su actuación- antes, durante y después de la final - representó como ninguna otra la esencia de la clave del éxito del equipo de Zinedine Zidane: que todos se sintieran partícipes de los éxitos, fuera cual fuese la cuota individual de participación.
En el minuto 77 el técnico francés le dio entrada como si aquella chica hubiese apercibido, en el lapsus de una canción a otra, que el joven que mostraba su felicidad en una banda y que había renunciado a acompañarla para no arruinarle la velada mereciese mucho la pena. Las últimas serían para él. Gareth entró con ímpetu, tanto que, a los pocos segundos, ante una internada y centro de Cristiano Ronaldo por banda derecha se adelantó a toda la defensa juventina y justo cuando estaba presto para el remate a bocajarro, Bonucci le hizo la cobra y le privó del beso.
Durante el resto del tiempo, apenas se aplicó - aunque con rigor e intensidad - en labores defensivas tapando como interior izquierdo las subidas de Alves. En una ocasión, incluso, llegó a ocupar la posición de central que había quedado despoblada tras un desajuste. Fueron solo unos minutos, pero los suficientes para comprender que aquella noche había sido también la suya. Cuando el árbitro pitó el final Gareth aún sujetaba a la chica por la cintura. Rodeado por una nube de fotógrafos británicos levantó la copa de Europa hacia lo alto y mientras miraba al cielo, a su cielo, volvió a sonreír dichoso. Puede que esa noche no hubiera triunfado como había planeado, pero ahora era consciente de que el triunfo había comenzado muchos años atrás y que aún quedarían muchos otros por celebrar. Y entonces sí, la besó.
Fantástico jugador y compañero ejemplar. Ojalá se quede muchos años en el Madrid. Nos va a dar muchas tardes de gloria.
Caramba, que artículo tan bonito y tan bien escrito. Y además el galés se lo merecía, por su honestidad profesional y por tanta insidia y tanta presión de los ciudadanos periodistas. Felicidades.
Por siempre seré de Gareth Bale.