Hace un año, el Madrid volaba hacia Marruecos. Allí esperaba la Copa del Mundo de Clubes. Hubo entonces quienes, henchidos de triunfo, ufanos, llenos de ese desdén que muestra siempre el madridista por lo menudo, despreció aquel trofeo. Lo llamó “veraniego”, como si al Mundial de Clubes se llegase todos los años, y como si para jugarlo no hubiera antes que ganar una Copa de Europa.
Hoy, quien ha jugado (y ganado) un Mundialito es el Barcelona. El Madrid pena unos males endémicos a los que nadie encuentra solución, de puro desgaste. Hace un año, el mismo equipo que hoy provoca arcadas a sus aficionados destilaba un fútbol premium, etiqueta negra: balompié Carte D´Or, como los helados, como el Magnum de chocolate que se metía en la boca la modelo aquella del anuncio. Era, en verdad, aquel Madrid, una diva hollywoodiense que tenía el mundo a sus pies.
Del cielo al infierno sólo hay un año. O menos. En eso tenemos experiencia los madridistas. Este equipo nuestro lleva subiéndonos y bajándonos por los raíles de esa montaña rusa durante más de cinco años. Hubo en mayo quien decidió que la catastrófica gestión del triunfo fue culpa exclusiva de Carlo Ancelotti. Pero para darle el timón a Rafael Benítez de un barco tan brillante y frágil como el cristal de Bohemia, había que estar muy fuera de la onda actual.
A fuer de observar con cierta atención la trayectoria de los mejores entrenadores de las últimas dos décadas, puede apreciarse un hecho: los que pertenecen a la élite no duran más de diez temporadas. En plenas facultades, quiero decir. La cumbre quema, al parecer. Es mucha la presión, demasiados los partidos, suficientes las ocasiones en que la mentalidad competitiva, la reputación y el prestigio de estos hombres queda al pairo de la prensa, el albur de los resultados. De sus propios jugadores. De los presidentes. Todos sucumben. Sucumbió Wenger, antes que nadie. Sucumbió Benítez. Está sucumbiendo Mourinho. Le pasará a Guardiola.
Hay otros, los forjados en el tiempo antiguo, que aguantan por su carácter: Del Bosque, Ancelotti, refugiándose en lo que aprendieron quizá de futbolistas. También expuestos a los vaivenes del impetuoso día a día. Pero firmar a Benítez en 2015 era un atrevimiento que sólo un estado catatónico, una distancia considerable con la realidad, podía justificar. Temo que los encargados de tomar estas decisiones en el Real Madrid padezcan ya este mal irremediable.
Hace un año, el Madrid se coronaba emperador. Fue en Marrakech. La plantilla parecía, por fin, liberada de sus propias ataduras morales. De una vez por todas, presta a explotar todo su potencial, largo tiempo oscurecido por la antigua hegemonía barcelonista. Aún más: ¡con James, Bale, Isco, en la segunda línea, reservas jóvenes que asegurarían la continuidad en el triunfo!
Todo se tornó gris y aquella flor se heló. Al Madrid le sobrevino el invierno justo a las puertas del verano. Puedo comprender, que no compartir, las razones por las que alguien pensó en relevar a Ancelotti. Pero apostar por un hombre disminuido para la alta literatura balompédica, que ya en su último año en Liverpool parecía haber perdido ese mojo particular de los entrenadores absolutamente top, cuadraba con los peores escenarios imaginables a seis meses vista. Desgraciadamente, un año después, esas previsiones de un futuro distópico se están demostrando ridículas, en comparación con la realidad. Titulares viejos penetran en la psyque del madridista de hoy, cortándole la digestión cada mañana: conjuras, cenas, autogestión. Ojalá volver, por un instante, al parpadeo imperial de Marrakech, y cambiar lo que pudo ser, por lo que es.
Todo aquello acabó. El anterior entrenador desterró el esfuerzo continuado e instauró el dolce far niente, al que con tanto entusiasmo se apuntaron sus pupilos y ahí seguimos.