El Conde de Montecristo era un tipo de natural valiente, bravo, alegre, animoso y al que la vida le sonreía. Tenía joie de vivre, todo le marchaba a las mil maravillas. Se iba a casar, estaba enamorado. Era, por así decirlo, un hombre con estrella. Tanto que ni siquiera necesitaba llamarse Conde de Montecristo. Eso vendría después, en el transcurso de sus memorables avatares y desgracias, tragedias e infortunios que le agriaron el carácter y lo transformaron en un ser mezquino domeñado por el odio. Acabando 2015 yo me sentía un poco así: madridista camino de la anacoresis, a punto de desistir y abandonarlo todo, de no ver siquiera al Madrid; incapaz de procesar emocionalmente la debacle de un año nefando cuyo epílogo era Benítez. Benítez, Cádiz y sus circunstancias.
De hecho llegué a quejarme amargamente de un panorama que me parecía inexplicable. Lamentaba haber transcurrido tan sólo un año de la gran victoria en Marrakech frente a San Lorenzo, haber pasado solamente un año del champán de 2014. Todo parecía tan lejano entonces. Llegó la muerte y tenía los ojos de 2015, ojos oscuros, ojos azulgranas, ojos de otro triplete hincado en mi corazón con frío acero. El despido de Ancelotti y la llegada de Benítez se me infundían además algo mucho peor. Me parecía la cesión final de Florentino, su reconocimiento tácito de la derrota, del fin de un proyecto que grosso modo había comenzado con la llegada de Mourinho en el verano de 2010.
Pero una de las enseñanzas del genio de Dumas en El Conde de Montecristo es que dos son los verbos que custodian el secreto de la vida: confiar y esperar. Pasó la Navidad de 2015 y antes de Reyes Baltasar ya había depositado bajo mi árbol el regalo más hermoso: un calvo espigado de perfil berberisco y mirada penetrante que traía mi infancia colgando de una mochila blanca. Zidane.
Zidane confirmó que la apuesta por Benítez constituía un ominoso paréntesis. Un arrepentimiento, una vacilación del geómetra del universo madridista que es Florentino Pérez, cuyos caminos, como los de Dios, parecen torcidos a veces, inescrutables, misteriosos. En el misterio, dice el Papa de Sorrentino, está la devoción, el éxtasis, y el misterio es un elemento inherente a Zidane, encarnación del florentinismo. Representación concreta de éste. Zidane llegó al banquillo del Madrid la noche de Reyes envuelto en celofán y con pinta de all in definitivo del presidente Pérez. La jugada se confirmó maestra al anunciar la megafonía del Bernabéu su nombre por primera vez, antes de jugar contra el Deportivo. Tronó el estadio. El madridista había regresado eufórico de su cueva en la montaña.
Dudé del carácter ganador, de la competitividad natural de estos jugadores. En esta tribuna, en sus archivos, está escrito y scriptum, scriptum est. Tal fue el calamitoso estado de excitación nerviosa de aquel 2015 cuya proyección gráfica puede compararse a la de la economía nacional desde 2007 a 2010: del cénit, es decir, del Mundialito marroquí y las esperanzas doradas, a la catástrofe administrativa de Cádiz, nadir de la ilusión madridista. 2016 ha supuesto el recorrido inverso, en fabulosa demostración de que la vida es una maravillosa entropía. Con Zidane, el técnico inexperto; con Zidane, el entrenador novel, de resultados discretos en el Castilla; con Zidane, el niño bonito de Florentino Pérez, el Madrid ha completado 11 meses en los que ha ganado más títulos que partidos ha perdido.
Confiar y esperar, escribía Dumas. Casi siempre, por más que intente convencerse de lo contrario, el papel del aficionado al fútbol, del hincha, es el de mero espectador de unos acontecimientos sobre los que no tiene ni el más remoto control. En ese sentido, el hincha es el individuo atenazado por las formidables fuerzas del cosmos, que moldean su vida, la configuran, sin otorgarle más que el papel de actorcillo secundario y pagador de un choque atómico anárquico, arbitrario, del cual sólo le cabe quejarse. Confiar y esperar. Zidane cogió un equipo hundido en la miseria deportiva y la amargura moral y en menos de un año lo ha vuelto campeón, seguro, confiado, convencido de su poder. Ha demostrado a partes iguales inexperiencia táctica, arranques de genio y un profundo conocimiento del ethos que mueve la institución para la que trabaja. El Conde de Montecristo tenía razón: al final todo se reduce a no perder los nervios, no chillar, ponerse en manos de la inteligencia ciega y dársela al que sabe.
¿ Quién no ha dudado alguna vez? Hasta Santo Tomás tuvo que meter la mano en el costado. El caso es que en el fútbol, al final y por muy grave que parezca la cosa, nunca pasa nada.
CONFIAR Y ESPERAR
A mí me pasó exactamente lo mismo hasta que Zidane nos rescató
Se están formando un "cacao"con las opiniones de toda la prensa deportiva,que ya nadie se aclara.Con el estribillo de que "el Madrid,no juega a nada"ya se lo creen hasta los más madridistas.Y yo me pregunto¿a que juega el Barcelona actual de Luis Enrique?Prácticamente Messi,esta jugando de media punta,más organizando que atacando,sobre todo,cuando no ha estado Iniesta,o sea que de 4.3.3.nada y lo del Tiki-Taka,nada de nada.Juega con 4 defensas,como el Madrid,pero nuestros centrales son mejores y goleadores y nuestros laterales son más atacantes que lo de ellos.El centro del campo,tienen un Stoper,Busquets,que hace la misma funcion que nuestro Casemiro y dos centrocampistas similares a los nuestros,Raquític e Iniesta hacen igual labor,que Kross y Modric.Y terminamos,con tres delanteros,que los 6,la BBC y la MSN,son los mejores del mundo.Y ambos equipos juegan a lo mismo,con jugadores muy similares,y juegan a GANAR,predominando el juego de ataque sobre el defensivo,y por ahora,el mejor que lo esta haciendo,es el Madrid.
En resumen, el Madrid,si sabe a lo que juega y para que juega,sencillamente,PARA GANAR, y nada más.