Yo podría escribir muchas cosas sobre Arbeloa. Podría explicar que hay jugadores de regadío, que necesitan el riego constante del cariño para romper en una hermosa y delicada flor de primavera, y que hay jugadores de secano, que se agarran con fuerza a la tierra y a la vida, al verde césped que para ellos es el suelo inhóspito donde echar raíces sin más riego que el sudor de su frente y sin más abono que su tenacidad. Podría hablar de la belleza efímera de la rosa y del aroma complejo y eterno del buen vino engendrado por el terreno seco y criado por el roble duro, milagro del tiempo a fuego lento. Podría decir que hay futbolistas ahijados de los dioses y que hay otros heroicos y emocionantes, admirables frutos de la voluntad. Podría añadir que la gloria sonríe a los elegidos pero que está hecha del corazón ambicioso de los mortales, de los esforzados, de los que se abrieron paso sin pedir permiso y dejándose jirones de piel en el camino.
Yo podría acordarme de los futbolistas silenciosos y valientes, de los que juegan sin hacer ruido, de los que tienen la determinación callada y firme, la voluntad insobornable que no precisa de aspavientos ni de portadas de periódico. Podría referirme a la raza de los hombres hechos a sí mismos, de los que sólo conocen el camino recto, de los que aprietan los dientes y tensan los músculos, de los que sólo saben responder al cansancio y a los reveses de la vida con un nuevo esfuerzo. Podría aludir a la actitud encomiable de los que nunca avasallaron ni se dejaron avasallar, de los que siguen su rumbo y sus principios, de los que siempre llevan la frente bien alta, de los que defienden al club con idéntico vigor dentro y fuera del terreno de juego. Podría evocar las gestas épicas y nunca cantadas, el ardor guerrero de quien libra batallas no por heroísmo sino por sentido del deber, sin buscar otra recompensa que la tranquilidad de conciencia. Podría entonar una oda al valor sereno y sordo de los que nunca presumen, de los que nunca se arredran y de los que nunca se rinden.
Yo podría afirmar que Arbeloa, castellano viejo curtido en ese viento duro que es el cierzo, aúna en su juego la austeridad castellana con la reciedumbre aragonesa, y que sobre esas virtudes, tan desprovistas de adornos como el paisaje de su tierra, ha construído su carrera ladrillo a ladrillo hasta alcanzar cotas impensables, hasta forrar sus paredes con la seda del palmarés más exclusivo. Podría relatar cómo día a día, despreciando insultos y motes infames, fue depurando su juego, explotando sus virtudes, que son muchas, y puliendo sus defectos, que no son tantos, en un proceso de decantación lento pero constante y por ello conmovedor. Podría sostener, y no me equivocaría, que Arbeloa es un héroe galdosiano, un Gabrielillo de Araceli que, naciendo pobre y sin futuro, decidió ser dueño de su destino, no con golpes de pecho ni con imprecaciones a la injusticia, sino con rectitud, valor, perseverancia e inteligencia.
Yo podría contar que me admira su abnegación, su generosidad, su altura de miras. Podría ensalzar su condición de jugador de club, su lealtad absoluta a entrenadores y compañeros, su valor para ir siempre de frente. Podría elogiar su profesionalidad intachable y su madridismo de una pieza, su ejemplo elegante y discreto al acoger y apadrinar a un joven canterano que emigró a Alemania y volvió para disputarle el puesto, sabedor de que es inútil luchar contra el paso del tiempo y contra la irrupción imparable de la juventud. Podría detenerme en la sencillez y en la serenidad con la que afronta la salida del club, y podría manifestar mi deseo de que regrese pronto. Podría enumerar, y no acabaría, las veces que se partió la cara por su club, por su entrenador y por sus compañeros en las noches frías del invierno, sin volver la vista atrás para comprobar cuántos le seguían y sin dejarse atemorizar por el brillo en los ojos de las numerosas hienas que acechaban cobardes en la oscuridad.
Yo podría proclamar que Arbeloa comparte sangre y linaje con madridistas preclaros como Santillana, Pirri, Stielike, Camacho y Chendo, y que son hombres como él los que han hecho del fútbol algo tan hermoso, porque la belleza mayor del fútbol no reside en un taconazo improbable y genial, ni siquiera en una volea ciclópea ejecutada por un cisne para ganar la Champions, sino en el ejemplo impagable y emocionante de los que entendieron que el deporte, y con el deporte la vida, es una pelea constante contra las propias limitaciones. Podría glosar su inconformismo inextinguible, su ambición insaciable, su incapacidad para la claudicación, su intolerancia a la injusticia, su espíritu irreductible, su orgullo indomable. Podría aseverar que encarna las virtudes que han hecho grande al madridismo, las que constituyen su esencia, las que provocan el agradecimiento eterno del verdadero madridista. Podría concluir, en fin, que Arbeloa representa lo mejor del Madrid, que pertenece a la estirpe singular de los jugadores que pasaron de jugar en el Real Madrid a ser el Real Madrid.
Yo podría escribir muchas cosas sobre Arbeloa, sí. Pero no hoy. Hoy Arbeloa viste por última vez la camiseta del Real Madrid en el Bernabéu, y a mí solamente me sale una palabra: gracias.
Me estaba haciendo la fuerte; de hecho, había decidido no publicar en mi cuenta de Twitter ninguna despedida, ni fotos de Arbeloa, ni palabras que de alguna manera me hicieran pensar que hasta hoy vestirá nuestra camiseta. No por no ser agradecida, sino por cobardía... Ese miedo que se te instaura en el cuerpo cuando no quieres que suceda algo, y reaccionas tapándote la cara, o viendo a otro lado, o pensando en otras mil cosas, todo con tal de no afrontarlo. Porque sabes que te va a doler, porque sabes que cuando lo afrontes ya nada será igual y te quedará esa herida en el alma... Pero ha sido leerte, querido Falstaff, y llorar y afrontarlo todo a la vez. ¡Qué homenaje tan hermoso! Si es que Arbeloa es todo eso como bien describes, como bien dibujas. Con todo el respeto, tus palabras las hago mías, desde el título hasta el punto final.
Hechi
Es posible que en futuro lejano, cuando quizá ya no se sepa lo que fue el fútbol, un hombre grande como Arbeloa sea recordado por una semblanza modélica como esta tuya, querido Sir John. Felicidades y un fuerte abrazo
Gran artículo.
Una puntualización: Salamanca no es Castilla.