Yo era un novato universitario, un rookie freshman que dirían en los Estados Unidos. Había días en que una clase de Derecho Romano era tan apetecible como darse un baño purificador en las templadas aguas del Báltico a menos veinte bajo cero. Entonces nos íbamos a la vieja ciudad deportiva del Madrid a ver los entrenamientos. Doscientas pesetas o algo así había que pagar. Luego salíamos a la puerta donde estaba el aparcamiento y donde ponían una verja tras la cual los jugadores firmaban autógrafos a la gente loca por los autógrafos.
El selfi no existía porque no existían los teléfonos móviles. Las cosas se hacían de puño y letra. Con dos cojones. Nosotros no queríamos autógrafos. Al menos a mí, me bastaba con la observación desde una segunda fila, la contemplación cuyas fotografías todavía guardo y guardaré todos los días de mi vida, que es el mismo tiempo, por ejemplo, que querré a mi mujer.
Esto ya lo he contado en alguna parte: yo tengo un balón firmado por todos los futbolistas del Madrid de la época de Otaysa. Allí estaba la Quinta del Buitre al completo, y siempre me llamó la atención especialmente, es curioso, la caligrafía de Tendillo, que es lo más parecido a una caligrafía inglesa. Tendillo es un nombre españolísimo pero su caligrafía era la más inglesa de todas como si muy por debajo de aquella melena agitanada, una melena del Bono del Unforgettable fire, hubiera un verdadero gentleman.
También estaba Gordillo, que me encantaba porque le encantaba a mi padre. Mi padre le llamaba "el patas" y cuando corría por la banda con las medias bajadas como si le picaran se ponía nervioso y me empujaba y me gritaba: "¡el patas, el patas!". Esa es una de las cosas futboleras que más recuerdo de mi padre, fiel lector de La Galerna, esa y aquella de "¡El delirio, hijo, esto es el delirio!", de cuando el doce a uno a Malta y España era España, la mía, y no la roja.
Mi padre me llevó una vez a la tienda de deportes de Juanito, Olimpiada se llamaba, y preguntó por él. Le dijeron que estaba allí y subimos por unas escaleras hasta las oficinas. Juanito llevaba barba y me preguntó si quería ser futbolista y yo le dije que no, que quería ser nadador. Eso le dije a Juanito, que debió de tomárselo bien porque era Juanito.
Tengo todos esos autógrafos y también unos cuantos del Buitre, el jugador que quise ser y que tantas veces fui en el patio del colegio y en otros patios de ensimismamiento; el jugador que hizo posible que, cuando no jugaba, cosa que sucedió muy pocas veces, a mí se me quitaran las ganas de ver al Madrid. No me lo dio él en persona sino su padre, cuya perfumería de la calle Narváez estaba al lado de mi colegio y a menudo íbamos allí a imbuirnos de Butragueño y de sus fragancias como si aquel lugar fuera un templo cercano, saliendo siempre de allí bien provistos de fotografías firmadas como estampas de santo o como orejas de toro.
Pero estaba en la vieja ciudad deportiva de La Castellana, en mi año Freshman decía, escrutando a todos esos tipos famosos que ya no eran mucho más mayores que yo. Jugaba aún Luis Enrique, y Zamorano y Amavisca (que eran uno). Seguía la Quinta, menos Pardeza, y estaba Laudrup y empezaban Raúl y Redondo de la mano de Valdano.
A Redondo decían que, por el peinado, se le parecía un chaval que maravillaba en el Castilla. Yo un día bueno de aquellos de Derecho Romano le vi por primera vez. Lo recuerdo porque entre el tumulto de aficionados, Guti se abría paso con una mochila al hombro, camino del Metro. Lo pararon unas niñas emocionadas, y luego él siguió su camino casi en perfecto anonimato de no ser por ese fenómeno fan de pequeño comité, como el de los escritores.
Igual se nota mucho que he dejado solos a mis dedos que me han traído hasta aquí. Ya van sin ruedines traseros y hemos llegado hasta el tacón de Dios, que es por lo que me sale Guti a saludar al final (probablemente, la del día después, la mejor portada de Marca de toda su historia: la más justa, la más bonita, la más elevada, la más contenida, como el gesto de Yves Montand), y porque aquello sucedió hace seis años por estas fechas, un treinta y uno de enero exactamente (me dice el Youtube), al que me adelanto para decir que habría que recordarlo cada año igual que Bill el Carnicero recordaba la muerte del sacerdote Vallon.
Yo propongo que en nuestra redacción imaginaria de La Galerna reservemos un lugar para ese tacón, para esa portada, como el que reservaba Bill para el retrato del sacerdote, y que en su honor lo celebremos en la pagoda china de nuestros Five points bebiendo agua de fuego y visionando las imágenes una y otra vez en cámara súper lenta y sin sonido, como aquel hombre de DeLillo veía Psicosis, de Hitchcock. Ver aquella estampida de dinosaurios (Guti tenía patas de dinosaurio) cuando el madrileño dejó de ver voluntariamente para abrirnos los ojos casi por primera vez, mostrándonos (eso es el Madrid) el misterio de la vida.
Plas, plas, plas, plas.
Saludos
Pd. Supongo que se entiende la onomatopeya 😉
Absolutamente. Gracias, amigo.
Poder disfrutar de los recuerdos de la vida es vivir dos veces. Lo dijo un poeta....,
y Ud. D.Mario lo es, lo escribe y nos lo recuerda.
Enhorabuena y hasta el final vamos Real!
Eso es bonito. Muchas gracias, Alex. Un abrazo.
Más de las mismas:
Plas, plas, plas, plas...
¡Qué gusto da leerte!
Muchas gracias.
Precioso!
Gracias, Mauro.
Ese taconazo de Guti fue de genio; pero a mi siempre me ha gustado mucho más el que le puso a Zidane, dar un taconazo en esa postura de medio lado, y encima ponerla al hueco (un hueco no muy grande además) para que la culminara otro genio a mi me eriza la piel todavía más.
Cuanto más leo los artículos de la Galerna más me gustan.
En ese maravilloso taconazo, Guti tubo una "desgracia", se imaginan que lo hubiera hecho en la champions ligue en vez de en Riazor? Ahí lo dejo.
Saludos.
Si se ha fijado, en esa portada, todavía se informaba de los goles ilegales concedidos al barça. De unos años a esta parte, esa costumbre se ha perdido, como, por ejemplo, sin ir más lejos, hoy,