Aparte de para proporcionarme agradables momentos de lectura, a los Faerna, todo un pódium de hermanos, les tengo picando en el interior de mi mina que he descubierto inagotable. Pero no son ellos los que suben luego en el elevador a la superficie tiznados de hollín sino yo mismo. Ellos escriben (pican) y yo aparezco en la boca de la mina con mi casco con linterna y mi ropa sucia justo antes de salir para casa cantando como los Morgan antes de que les bajaran el sueldo.
Ahora mismo, en este preciso instante, allí siguen. Yo los oigo y sé que algo me van a sacar este jueves con lo que volveré contento a casa. Tan contento volví un día, que le dije a mi mujer que me pusiera un barreño en el salón para bañarme exactamente igual que los Morgan antes de cenar, mientras mi hija Candela trataba de repetir su reciente primera carcajada y su madre me ponía la mano en la frente y delante de los ojos una bonita lista de tareas caseras pendientes. Mi mujer es única en el mundo para todo y también para sacarme de mis verdes valles galeses.
Yo me fui la semana pasada a casa pensando en McManaman, al que los Faerna extrajeron de la tierra y me lo pusieron en los brazos igual que al pequeño Huw. Steve tiene algo del protagonista de John Ford, como si después de su convalecencia hubiese acabado jugando en el Madrid al tiempo que nos contaba la historia de su familia y de su valle, porque así recuerdo yo al inglés. Yo veo a Macca aparecer con un bastón y tocado con bombín en lo alto de una colina y al lado de una valla de madera mientras se oye un coro de iglesia, como si todo eso hubiera pasado en mi infancia y eso que mi infancia por entonces hacía una década que había pasado.
Yo soy de los que piensan que la juventud termina cuando los futbolistas tienen la edad de uno. Qué decir cuando esa edad es la de los jugadores retirados. La primera imagen que guardo de McManaman fue viéndole driblarme a mí, que estaba sentado en el sofá de mi casa de Madrid, sobre la hierba de Anfield, lo cual fue fantástico. Yo pensaba en aquel jugador que corría por la playa de St. Andrews (ya lo dijo Número Uno) como una visión lejana, furtiva, algo de otro mundo, algo como las grabaciones borrosas y de sonido defectuoso de los Beatles en el Cavern cuando el batería aún no era Ringo y aparecía por allí Stuart Sutcliffe.
Porque yo no veía fútbol. En realidad nunca lo he visto. Sólo al Madrid. Por eso aquellas imágenes, aquellas jugadas eran casi míticas, el atisbo de que en Inglaterra sucedían cosas nunca vistas, primitivas, auténticas y mejores, y de que McManaman era un sueño.
Estaban Redknapp, James, McAteer y, sobre todo, Fowler. Les llamaban los Spice Boys y nunca ganaron nada (sólo ilusionaron) entre escándalos y bromas, como si Robbie, aquel estibador, aquel gamberro de mi generación, aquel minero de taberna les hubiese enseñado el camino de la verdad. Robbie Fowler marcaba goles igual que aquel día esnifó la línea de banda y Steve, su colega, fue perdiendo la velocidad quizá siguiendo su estela, se diría que casi la juventud lo mismo que si esto implicase hacer ejercicio, madrugar… como decía Wilde que eran las únicas cosas que no estaba dispuesto a hacer para recuperarla.
Yo ya me había olvidado de McManaman cuando fichó por el Madrid. Pero lo sentí como si se hubiera contratado a un Lord. Yo tenía en la mente aquellas imágenes. Ese correcaminos conduciendo un balón con sus patas de cuculiforme que ensayaba regates y goles de borrachera con toga y birrete de Cambridge. Pero en realidad era otro, o al menos no el mismo al que yo había idealizado en aquellos recuerdos. Claro que en el Bernabéu ya no era John Lennon, ni tampoco santo del Piper Club y eso estaba bien. Steve se contuvo igual que una botella de güisqui de cien años en la bodega; y todo el mundo sabía que estaba allí. Y todavía está allí.
Al contrario de lo que decía Camba de los ingleses, el de Liverpool estaba en muy buenas condiciones para la lucha. Tenía solera, clase e inteligencia. Nunca sucumbió por falta de adaptación sin perder su perfecto carácter inglés. Se diría que hasta escribió poemas por los que el público le aplaudía por la calle como a Dylan Thomas después de leerlos en la radio, de quien quizá heredó sus rizos pelirrojos. Dejó de tentar a los defensas con ese bailecito de su pierna derecha, igual que si fuera a poner banderillas, para destaparse solo en el momento menos oportuno, que era siempre el mejor. Algo de Butragueño había en Steve como si hubiese nacido en el barrio de Salamanca.
Fue gregario y estrella a partes iguales. Un antecesor casi en blanco y negro de Beckham sin tatuajes. Un gregario llevando a una estrella sobre los hombros, con lo que pesa. En realidad fue como el joven y brillante, querido y odiado Sherlock Holmes al que seguían todos sus compañeros de internado para encontrar el trofeo, que al final fueron dos copas de Europa. Yo a McManaman le vi en una semifinal contra el Barcelona marcar un gol de absoluto temple como quien corta el cable correcto de una bomba en el último segundo; jugar con la corrección (la corrección, siempre la corrección) de un virtuoso devenido en impecable; fantasear pisando y parando y acelerando dejando coyotes tirados por el campo; o disparar en el aire igual que un niño que juega a ser él mismo y se ríe como si no hubiera hecho nada, como pidiendo perdón por su talento: aquel que antaño me dribló desde Anfield. Yo de ustedes ahora me iría a leer a los Faerna. De hecho, yo mismo voy hacia allí, acompáñenme, y luego regresaré a casa entonando una alegre cancioncilla galesa como si fuera un Morgan.
¡Vaya artículo!
Un auténtico placer.
Gracias.
Mil gracias, amigo.