Reconozco que cuando Jesús Bengoechea decidió fastidiarnos el verano a los colaboradores de La Galerna y nos pìdió que nos sometiéramos al mismo suplicio que él (y el resto de ilustres entrevistadores de esta publicación) utiliza para disciplinar a sus entrevistados, urgiéndonos nuestro once histórico del Madrid, algo en mi interior supo que servidor naufragaría en el intento. No sólo porque la playa -el verano es siempre una playa, aunque uno no la pise nunca- ayuda poco a la hora de armarse de valor para practicar las ejecuciones sumarísimas que tal ejercicio exige inexorablemente, y ni siquiera porque a uno siempre le haya resultado imposible elegir entre papá y mamá, o entre Santillana y Raúl, que para el caso es lo mismo. El obstáculo insalvable, el que habría de llevarme de cabeza al fracaso, es mi aversión a amputar miembro alguno de mi salada anatomía. Porque de eso, y no de otra cosa, se trata.
Y es que yo, como sospecho la mayoría -si no todos- de los lectores de La Galerna, soy la mirada dura y victoriosa de Di Stéfano, ésa que nunca vi pero que siempre he sentido, ese liderazgo porteño, seco y de aluvión a un tiempo, echándose el equipo y las Copas de Europa a la espalda. Yo he sido y aún soy Gento conquistando una y otra vez el mundo desde la banda sin salir de la bahía de Santander, coleccionando orejonas como quien colecciona sellos. Yo soy Puskas y soy su barriga, y soy el fútbol en estado puro, y soy ése -nos lo dijo don Paco- que obra el milagro cotidiano de la transmutación, convirtiendo en gol cualquier balón en el área. Yo soy la clase inmensa de Velázquez, la leyenda inmortal de Zamora. Yo soy la sonrisa socarrona de Miguel Muñoz en la banda y soy Luis Molowny agitando las mangas, y mire vuestra merced que aquellos que allí se parecen no son molinos de viento, sino gigantes.
Yo soy Pirri sosteniendo el mundo, incapaz de encogerse de hombros, y soy el ardor guerrero de Camacho, soldado de infantería bajo su melena de Sansón, y soy la determinación callada de Santillana, ese vuelo improbable impulsado por la voluntad en el que echó el ancla mi madridismo. Yo soy el espíritu irreductible de Stielike exudando madridismo por cada poro de su piel y por cada pelo de su bigote, y soy un niño llamado Juanito que se inventa el italiano y se inventaría el sánscrito si fuera preciso para llevar al equipo a la victoria, y que da saltitos de alegría incontenible tras remontar al Mönchengladbach.
Yo soy Butragueño remontándole al Anderlecht en un vetusto campo de tierra, o en el Bernabéu, no recuerdo bien esos detalles insignificantes porque la emoción todo lo nubla y todo lo anega. Yo soy Chendo disparando muy serio a las escopetas y volviendo el mundo del revés hasta que Messi volvió a instaurar el orden universal disparando a los pajaritos en aquel penalti de la final de la Copa América. Yo soy Hierro con sus charreteras doradas y su mando en plaza, y soy yo el que respondió airado porque ya no saben cómo jodennos. Yo soy Raúl superando obstáculos y adversarios a fuerza de superarse a sí mismo, y soy la fe inquebrantable que lo alimenta y la inextinguible hambre de gloria que lo empuja.
Yo soy la gracia infinita de Zidane emulando a Fred Astaire sobre la alfombra verde, y soy Cristiano Ronaldo convirtiendo el estadio en la pradera que tiembla bajo su propia estampida, y soy Lucas Vázquez jugueteando con el balón mientras se dispone a tirar un penalti en el recreo ante la mirada de mil millones de espectadores.
Yo, como todo madridista, no soy del Real Madrid sino que soy el Real Madrid. Yo no recuerdo haber visto jugar a ninguno de esos jugadores: yo recuerdo haber sido todos los jugadores que han vestido la camiseta blanca, porque todos ellos me hicieron vibrar y, con ello, me hicieron vivir. Porque no los vi jugar ni leí sobre ellos con la distancia del espectador, sino que fui yo el que calzó sus botas, el que compartió sus sueños y su ambición, el que vivió sus alegrías y sus decepciones, el que sintió palpitar en su interior el corazón que les movía.
Así que, querido editor, disculpa que no te haya enviado mi once histórico. Intenté pergeñar alguno, pero acabó trasconejado entre un mar de emociones. Y, en todo caso, el ejercicio era demasiado doloroso.
Don John Falstaff, me levanto para ovacionarlo.
(Debería prodigarse más por estos lares, se le echa mucho de menos).
Por favor, por favor ¡quiero más¡. Por Dios, por Dios ¡Qué bien escribes¡