Alguien pensó que era necesaria una sección para glosar los encantos de aquellos jugadores del Madrid que nunca recibieron cartas de amor, para rescatar a aquellos futbolistas que perecieron en la esquina de la página del periódico a la que nadie llega, para ofrecerles la mano a aquellos que se ahogaron en la orilla.
Si a usted, que enfoca ahora con vista cansada este texto, le pregunto quién es El Muro, probablemente crea que es un integrante de Pink Floyd, un héroe de la reunificación alemana o algo parecido. Sin embargo, un pequeño grupo de irreductibles madridistas todavía resiste a los rigores del olvido. Allá por los primeros dosmiles, El Muro llegó a Barajas, cuando la posición de central en el Real Madrid era algo parecido al cadalso robespierreano, guillotinando perneras mientras la revolución santificaba las orejas de Fernando Hierro. En todas las cosas que no importan, Walter Samuel se parecía al malagueño. Quizá por eso le abrieron el peaje del aeropuerto en dirección a la Ciudad Deportiva. Cuentan que no murmuró una sola palabra en el trayecto, sólo miraba al horizonte con el ceño fruncido y las piernas demasiado flexionadas en el asiento trasero del Audi. Tras varios años en Roma, venir, ver y vencer eran los únicos verbos que contemplaba, aunque finalmente sólo fuese capaz de conjugar uno de ellos.
En una época en la que los pantalones futboleros empezaban a vestirse amplios y holgados, Walter Samuel seguía con los paqueteros, marcando cuádriceps y algo más cuando la sangre irrigaba. Sólo calzaba botas negras, y miraba con desprecio las de colores, moda psicodélica que vino para quedarse. Se agarraba las mangas como Molowny, pero en hortera. No se le conoció palabra alguna pronunciada en su hosquedad. Sólo dos matices atenuaban la rudeza de todos sus rasgos: por un lado, era zocato, como todos los futbolistas elegantes, desconocedor de la maldición que persigue a los centrales zurdos en el Madrid- ninguno triunfa-; y, por otro, se recortaba la barba como aquel viejo ratero que vio merodear por su argentinísima Córdoba natal, distinguido y gallardo en su estilo «Martín Fierro» a la hora de sacar la navaja con siete muelles. En algún momento de la pretemporada, los madridistas sentimos que ese código de honor gauchesco había llegado para protegernos.
Leo en Wikipedia que El Muro jugó treinta y ocho partidos en la única temporada en que vistió la zamarra blanca. Ergo se ganó el puesto con el sudor de su frente, líquido secretado por litros en él, implacable a la hora de segar los campos españoles. Sin embargo, su alma gaucha no supo aceptar esos silbidos que el Bernabéu dedica de vez en cuando más por costumbre que por enfado, y una noche cualquiera de cualquier año cometió una imprudencia fatal. Marcó un gol, nadie sabe a quién, y con chulesco porte le dedicó un gesto a la grada: la mano en la oreja, desafiante. Mientras se encaraba con la grada, pronunció sus primeras palabras conocidas. Un insulto, probablemente, pero ya era demasiado tarde como para que las cámaras de Canal + gastasen tiempo y dinero en descifrar sus movimientos mandibulares. El Muro había dejado de ser uno de los nuestros. Muchos años más tarde, en las largas noches de retiro bonaerense, Samuel observaría el cielo y pensaría en que su fracaso en Madrid se produjo por el más torpe de los motivos: violar los códigos del honor gauchesco.
Madridistas malditos:
1- Fabio Coentrao, el Viriato que fumaba Bisonte
Fotografías Getty Images.
Jajaja me encantan estas glosas de la sección paquetes. Aunque en los años que sufrimos a estos tipos no me hiciera ni pizca de gracia. El Madrid post galáctico es un filón de personajes para el autor, así que espero con impaciencia las glosas de Gravesen el pokerstar y del inclasificable Pablo García.
Abrazos madridistas
Yo he asistido a un partido en el Santiago. Bernabéu , Real Madrid - Albacete ( 6-1 ). Marcó Samuel el gol del empate.
Spasic, merece su artículo también. Freddy rincón, Edwin Congo, Emerson, hay muchas historias que contar