Alguna escaramuza suelta de la resistencia polaca le daba un aire al principio al Bernabéu de barrio desierto, tomado por los francotiradores, con combatientes de paisano correteando por las calles y asomándose a las cornisas. Barricadas de enseres que destruía el Madrid como Panzers hasta el minuto dieciséis, cuando Bale escribía en gol el comienzo perfecto del Quijote: el movimiento justo, los pasos precisos, el tiro indicado y la colocación exacta. Pocas veces he visto describir a alguien tan bien como a Alonso Quijano. Poco después el segundo: Benzema encabritado por la línea de fondo, dando golpecitos en el atril con su batuta, retrasa para Marcelo que con el interior dispara y el rebote en Czerwinski se mete dentro de la portería. No es el Madrid de Sevilla loco por la feria. Digamos que toca las palmas dentro de su caseta sin el escalofrío de la fiesta y de repente allí, un extraño. Radovic cae en el área y marca su penalti. Hay que tomar más fino y leer más El Quijote. Yo nunca había visto a un serbio mover así de bien las manos. La transmisión nos muestra a unos gordos semidesnudos acampados en las alturas. Es curioso cómo las aficiones visitantes, sobre todo las violentas, enseguida se instalan en los campos ajenos: decoran las paredes, colocan alguna maceta, encienden unas velas, ponen música relajante y hasta cubren las sillas con funditas de perlé.
El Legia no para y puedo sentir las lágrimas de emoción de Paco Jémez, aunque a mí lo que me gusta es ver a Bale correr de puntillas. Yo quiero ir con él de puntillas hasta Cardiff y allí que me hable de su adarga antigua y de su galgo corredor. Veo a Asensio, de veinte años, aguantar al Madrid aprendiendo en los medios al lado de Toni Kroos. Aunque más que aprender yo le veo respetar las jerarquías sin ocultarse, midiéndolo todo, observándolo todo. Enfrente está Guilherme, el Onésimo del Legia, ante el que Varane se limita a ponerle por delante su pie de mastodonte apoyado en el talón. Ahí se acaba el peligro del brasileño como si le apagaran la luz al borde del área donde Asensio, en la contraria, se asoma impaciente de lo contenido que maneja la pelota por atrás como si Toni le advirtiese igual que una madre al niño que va a hacer algo que aún no debe. Danilo va por ahí en su Masai Mara, entre las cebras y los ñus, y se saca un pase precioso para Benzema que cae al borde del área. Ha sido la zancada del antílope y el salto (con tiro incluido) de Sergio García aquella vez que casi le gana el US Open a Tiger Woods después de embocar la bola desde un bosque. Todo el aceite del partido, en cambio, lo tiene el Legia. El Madrid funciona chirriante bajo mínimos pero funciona como en el tres a uno: la para Bale por la derecha una millonésima fracción de segundo y continúa la jugada hacia Danilo por la banda que cayendo se la deja a Cristiano en el recibidor de los varsovianistas. Allí están todos los vecinos y el portugués sólo puede sacarla fuera donde aparece Asensio, que es Tom Sawyer escapado de la tutoría de Kroos, para hacer caer desplomado al portero.
Me deleito en los detalles que sólo en ocasiones son colectivos. Benzema corre bonito, como Bale, y eso es algo parecido a lo que dicen las chicas de que las guapas tienen más oportunidades. El fútbol del francés y del galés es una pasarela bamboleante de las modelos top de los noventa, y sólo nos queda por ver que al final de cualquiera de ellas se pongan las manos en las caderas, miren al frente con los labios entreabiertos y se vuelvan por donde han venido hacia el backstage. La moda del Legia ha traído a Madrid el verde grisáceo militar de la Stasi, de la que parece salir un Radovic experto en escuchas, la vida de los otros, que dirige a ejecutores del tipo de Czerwinski o Hlousek. Para eso el remedio perfecto es Kroos, que se mueve como nadie entre la niebla oriental. Ya a mediados de la segunda parte el Madrid ha perdido el impulso y Zizú resuelve un doble cambio preclaro: se van James y Bale por Lucas Quinto y Morata. Dos minutos después el canterano madrileño, retrasado en su posición, coge un balón por la banda y de un golpe de cadera, otra modelo, se marcha a cuestas con su tonelada de peso y centra por alto al otro lado donde aparece el gallego que la empalma en carrera para marcar el cuarto de la noche con una alegría y una potencia que me levantan de la silla. El talento, cada vez más desinhibido, de Morata y la personalidad, cada vez más desinhibida, de Lucas es algo que me empieza a preocupar por la falta de espacio a la hora de colocar en mis estanterías tanto jugadorazo.
Helguera comenta las jugadas desde un mirador de la costa amalfitana, que es donde yo veo tocar, por ejemplo en la plaza de Ravello, a Lucas de tacón. Sale Kovacic y enseguida empieza a hacer de las suyas en Villa Rufolo (anoche el Bernabéu) que son esas que han aparecido recientemente para gozo del madridismo: un desborde vertiginoso que pronto combina, que busca en movimiento. Kovacic se inclina levemente y luego se endereza. Es un corredor de las trincheras de Gallipoli que entrega los mensajes bajo las bombas y traza cortafuegos entre las líneas enemigas. Uno de ellos encuentra a Cristiano infiltrado que se revuelve grácil, sin perder la compostura, y se la deja a Morata que marca por la izquierda de fuerte disparo por el espacio pequeño. Luego en la medianoche ponían Parque Jurásico y yo me acordé de las renovaciones, de Kovacic y de esos canteranos de blanco mármol de Carrara al volver a escuchar aquello del doctor Malcolm: "La vida se abre camino".
Bravo Mario