Jugó el Madrid su penúltimo partido que no era como la penúltima copa donde queda un aliciente de noche en la que aún puede suceder algo. En realidad ya no había nada salvo el Madrid que es eterno en sí mismo. Del Madrid siempre se espera algo hasta el punto en que, mientras se certificaba la pérdida, su versión ejemplar de parqué conquistaba la Copa de Europa como si fuera la Casa Club a la que hay que ir a firmar al término de cada recorrido.
Ancelotti ya ausente (del terreno de juego), sin chicle y fumando desde los cielos, era una metáfora, o no. Todo pudo ser y no fue pero será. Todo lo que pudo ser Keylor. O no. La temporada del Madrid ha sido como uno de sus contraataques postreros: un llegar para volverse y vuelta a empezar tocando los trofeos que se le movían sobre el pedestal tembloroso, como en la bandeja de un camarero novato, por el estruendo de sus delanteros.
Uno se acuerda de Bale por la izquierda y siente una nostalgia de náufrago, sentado en la arena observando la inmensidad de un mar que un día cabalgó el galés aprovechando las buenas corrientes. Marcelo también podría haber navegado si no se hubiese empeñado en salir al campo con plomos en los pies, que están bien para parar la pelota si después no hubiese que salir remando con ella a cuestas, algo que hace muy bien el enigma Coentrão (y no se sabe por qué no lo ha hecho), que es como el canalla que patronea los yates de alquiler en un puerto de verano.
Uno ve allí en el horizonte al joven Kroos con su flequillo recortado (antes de que comenzara a crecer casi como una trompa), señor de los pases completados, el mismo que se ha ido retrayendo como un niño que ya no tiene las piernas de su madre (las piernas de Modric) para ocultarse, aquejado quizá de un trauma o mejor de una posición forzada. Decían que Carletto no rotaba como si no hubiera habido experimentos, y casi se podría decir que el italiano, desde su aparente mesura, se ha comportado en repetidas ocasiones como un doctor chiflado sin las muecas de Jerry Lewis, donde tan sólo la ceja le traiciona.
El penúltimo Madrid introducía la novedad de un guardameta que salía de su área con rapidez y seguridad. Hay que volver a esos tiempos y dejar la isla. Uno ya está construyéndose una balsa para salir de ella empujándose con esos zagueros pases clásicos de Bale a Cristiano en el Powerade Stadium. Nada de nuevos juncos para la barca porque aquí no debería desperdiciarse nada.
Benzema da un toque, luego dos y tres y, si no se hace la luz, se queda como desenchufado, paralizado igual que el artista asistiendo al derrumbe de su obra. Hay que buscarle un cargador móvil como el del Chícharo, o ponerles a los dos para que se retroalimenten, uno de pausa y el otro de electricidad, un suponer. Uno tiene la impresión de que casi todo es una cuestión de sitio porque cree que en el Madrid no hay todo terrenos sino prototipos. El Madrid quizá necesite la justicia de Ulpiano y no la paz de Ancelotti. ¿Qué sería de aquella escena con Ramos a principios del año pasado en la que don Corleone sacudía a su ahijado Fontane?
Un ejemplo de esto es el Kroos que no acaba de robar nunca. Parece que sólo pretende molestar al contrario como enviando un mensaje subliminal de que eso es todo lo que está dispuesto a hacer por contrato y con esa clase suya tan desaprovechada. Y Carlo que parece que no lo pilla. O es que a lo mejor no hay nada que pillar. Es curioso que el Madrid se atasque en ese centro donde a principios de temporada había caravana: la autopista del sur de Cortázar. Y entretanto el domingo empeñados en meterse por ahí como si no hubiera vida lejos de la medular.
Karim viene de una lesión y aún debe de encontrarse débil, pobre, pero ha vuelto cargado de influencias artísticas (le ha faltado la melena) para convertir los recortes en trincheras como si tuviera una muñeca por tobillo. Menudo caudal tiene el Madrid que este año ha ido a parar al mar. La apertura de una presa sería Gareth jalando por la izquierda. Dios mío, Dios mío. James gateando con el balón por los alrededores del área, Cristiano perforando las redes desentrañando el misterio del Triángulo de las Bermudas donde han desaparecido los títulos desde enero, ese cementerio de barcos en que se ha convertido la portería rival.
El cuerpo técnico diciéndole a Isco que deje de jugar sin mangas en el barrio, enseñándole a vestirse y a hablar como el profesor Higgins a Eliza Doolitle. Pasarle la pelota a un portero y que no se tiemble ni le abronquen. Uno no quiere tener un conserje en la meta sino asistir cada jornada a Cats, el musical. Se piensa que esto lo puede conseguir Carletto, y si no que venga Andrew Lloyd Webber. Que se marquen goles, que juegue el Madrid. Este Madrid que no se evapore. Que no se pierda. Y que pasen cosas como las que han pasado. Las cosas mágicas de cuando todo parecía posible. Incluso las insignificantes por vanas como esa llamada del penúltimo domingo: “¿Cristiano Asistencia dígame?/ Hola, soy Marcelo, quería marcar un gol”.
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