Hubo un día que mi padre me sacó de mi error y me dijo que la calle de Velázquez debía su nombre a un pintor, es así como la realidad va desbaratando las brumas confortables de la infancia. Sin embargo, mi desconcierto no duró mucho. Al llegar a casa me mostró en el compacto volumen de la Enciclopedia Vergara con que solía documentar sus explicaciones la reproducción de un cuadro donde un caballero llamado Ambrosio de Spinola impedía con amable dignidad la humillación de Justino de Nassau en el acto de entregarle las llaves de la ciudad de Breda que acababa de conquistar y todo volvió a su sitio. Así gana el Madrid, dije para mis adentros, y sin duda el pintor del cuadro y el diez de mi equipo son familia y por eso comparten calle.
Hoy, un whatsapp de Jesús Bengoechea me avisa del fallecimiento de Velázquez y vuelve el mismo desconcierto, porque en la naturaleza de los héroes está el ser inmortales. Amancio, Grosso, Velázquez y Gento, recita como una jaculatoria el niño que fui. Un cuarteto donde Pirri hacía el quinto y que valía por un organismo completo. Los niños de entonces lo repetíamos en el patio como papagayos: Pirri, el corazón; Grosso, el pulmón; Velázquez, el cerebro. En aquel fútbol montaraz sin excusas ni contemplaciones, Manolo Velázquez era un jugador de línea clara, como Hergé, como los fondos nítidos, azules y oxigenados de su tío el de las lanzas. Sus compañeros, que lo adoraban, admiraban siempre en las entrevistas su elegancia. El traje le sentaba tan bien como la camiseta blanca y radiante en una época en que los futbolistas de calle parecían sargentos de paisano. Era cuando Dirceu, aquel zurdo brasileño que recaló en el Atleti a finales de los setenta, cifraba la magia del fútbol español en que sus compañeros le devolvían los balones que ponía convertidos en sandías. Para nosotros, ver a Velázquez era como si David Niven apareciera en mitad de una película de Pedro Lazaga. La palabra clave era “clase”. Di Stéfano fue a verlo un día a principios de los sesenta a Vallecas, cuando estaba cedido en el Rayo, y dijo que era el jugador español con más clase que había visto hasta entonces. Muñoz lo rescató del Málaga la temporada de la sexta y llegó a tiempo para dirigir la orquesta como titular en la final de Heysel, Amancio, Grosso, Velázquez y Gento.
A finales de los ochenta yo lo veía a veces en el metro de vuelta del partido en el Bernabéu con algún amigo –¿alguien puede imaginar hoy a una leyenda del fútbol en el metro?–, y pensaba que se sentiría reivindicado por el fútbol de la Quinta del Buitre, él que fue un jugador tan querido pero que también oyó los pitos de Chamartín, nada nuevo bajo el sol.
Porque la importancia de Velázquez no está solo en su extraordinaria carrera (seis ligas, tres copas y la sexta Copa de Europa entre el 65 y el 77), sino en haber fundado una estirpe de las que construyen la identidad madridista. El 24 de agosto de 1977 selló su partido de homenaje contra el Eintrach de Francfort entregándole la camiseta del diez a Vicente Del Bosque, que años después pasaría el testigo a Ricardo Gallego, que dio el relevo a Martín Vázquez, quizá el jugador de hechuras técnicas más parecidas a las de Velázquez que hemos visto después (aunque su particular cóctel de clase y picante textura madridista, a mi juicio, encarna mejor en Míchel, que nunca llevó el diez ni jugaba en su puesto). Di Stéfano estableció el paradigma madridista que reconcilia la devoción por el talento con el compromiso industrial con el trabajo; pero Velázquez inauguró una saga de centrocampistas sabios, elegantes y discutidos, con la vista levantada para otear ese punto remoto del horizonte donde fatalmente van a poner el balón y que está solo al alcance de su óptica de precisión. Una estirpe apolínea de almirantes con periscopio incorporado que el madridismo detecta como un perro trufero. Pero él fue el primero y por eso siempre será el mejor. Por eso y porque, ya retirado, esto dijo cuando un periodista que le entrevistaba le hacía notar cuánto insistía en la necesidad de correr y sacrificarse un jugador de clase como él: “Yo heredé el diez de Puskas. ¿Es que iba a hacer yo olvidar a Puskas? Bastante era que me perdonaran por correr como un desesperado”. A David Niven el frac no se le arruga cuando se remanga.
Excelente artículo, José María. Un bonito y emotivo homenaje a una de nuestras leyendas. No lo vi jugar, pero leyendo todo lo que se ha escrito de él más este texto, viendo algunos vídeos, y las reacciones de tantos madridistas tras su muerte, no me cabe la menor duda de que fue un grande entre los grandes. Y esa frase final de él, con el que cierras tu artículo, lo demuestra perfectamente.
Descanse en paz y un abrazo a su familia, amigos y compañeros veteranos del mejor club del mundo, el Real Madrid, ese que el mismo Manolo hizo grande con su talento y su fútbol.
¡Hala Madrid!
Velázquez fue mi jugador preferido en mi niñez y en mi adolescencia. Sentí como una afrenta personal que le quitaran el 10 para dárselo a Netzer (o como se escriba).
Me vienen a la mente comentarios de mi padre cuando nos enfrentábamos a rivales leñeros, siempre me decía, a la segunda patada que le den a Velázquez se borrará. Es un estilista.
También recuerdo cuando ya se había retirado y alguna vez en los descansos de los partidos nos le encontrábamos comprando bebidas y bocatas, yo le miraba con verdadera admiración y cuando ya nos apartábamos de él mi padre siempre me decía la misma frase (aún la volvió a repetir el otro día cuando se enteró de su fallecimiento) que pena que haya sido tan perro, podría habría sido el mejor jugador español de todos los tiempos y uno de los grandes de la historia del fútbol mundial.
Es cierto q podría haber sido de los más grandes, pero también es cierto que no podemos sustraernos a nuestra personalidad. Hay futbolista aplicados y los hay que solo son genios. Y Velázquez fue lo segundo y yo si tengo que elegir me quedo sin dudarlo con los segundos.
D.E.P. Manolo Velázquez
Saludos