Dudo que, si hoy volviera a tener veinte años, empezara otra vez a sentir interés por el fútbol. Digo veinte porque es más o menos la edad a la que me descubrí gozando con este juego; como ven, una edad algo tardía para lo que ahora se estila. Eso sí, mi madridismo es anterior, pero se lo debo al baloncesto. Y eso imprime carácter.
Para un adolescente del tardofranquismo, el fútbol era tabú a poca conciencia política y estética que se tuviera. Un deporte que salía en el NO-DO declamado por un señor calvo, con bigotito y gafas ahumadas que también comentaba los toros; un deporte al que iba el Generalísimo en persona a entregar su trofeo cada año; un deporte practicado por tipos renegridos, sin gafas ni barba ni otros signos externos de distinción; un deporte ante cuya sola mención las chicas huían; un deporte así no era presentable. Pasada la edad de los cromos, en la que lo que de verdad te importaba de un jugador de fútbol era su número de letras (bendito Betancort, maldito del Sol), hacían falta referencias de mayor estatura, tanto física como de la otra. El baloncesto era perfecto: porque era un deporte universitario, y eso ya lo decía todo; porque venía de un país infinitamente menos triste y más moderno que el nuestro, lleno de democracia, de hippies, de revueltas anti-Vietnam, de buena música y mejor cine; porque tenía el ritmo y la plasticidad de sus inalcanzables estrellas negras y se practicaba en pabellones cubiertos, sobre reluciente parqué, con una equipación que incluía chándal de calentamiento normalmente a dos colores (¿qué fue de ellos?), todo lo cual parecía ser muy del agrado de las chicas. Si además eras alto y lo jugabas bien, en el paso de la EGB al BUP dabas el salto de patio y te convertías al fin en figura del recreo; incluso te quedabas por las tardes a “entrenar” un poco. Habías encontrado tu sitio, tu estilo, tu aquél.
Durante bastante tiempo mi devoción por el Madrid de fútbol fue puramente vicaria de la que sentía por el de baloncesto. Este último no sólo vivía en presente de indicativo una gloria deportiva europea que en el caso del primero quedaba algo atrás, no sólo había acuñado su propia épica en refriegas memorables con equipos italianos, yugoslavos o soviéticos; es que además destilaba un espíritu con el que me identificaba sin remedio y que mi fantasía encarnaba en diferentes jugadores: la inteligencia quirúrgica de Corbalán, la arrogancia indomable de Fernando Martín, el descaro tarambana de Iturriaga, el pundonor sin complejos de Romay, la exquisitez absoluta de Delibasic, la solidez rocosa de Biriukov... Y, como reza el escudo de los Estados Unidos, e pluribus unum. Aquello era un equipo y lo parecía. No era sólo mi fantasía. Hace algún tiempo el Número Uno nos pasó a Dos y Tres el enlace a una entrevista con Biriukov. Hablando de su primera temporada en el Madrid comentaba que, por más posiciones de tiro que se buscaba, Corbalán nunca le daba la asistencia y esperaba otro momento para pasarle la bola y que tuviera que limitarse a prolongar la circulación. Las embocaba, sí, y era medio ruso, también, pero era un recién llegado y todavía tenía que ganarse el derecho a que el doctor confiara en él. Chechu cerraba el relato de la anécdota con una declaración de principios: “¡eso es un base!”
Ay, los principios.
Y si aquello era un equipo, nosotros éramos su afición. Una afición entusiasta, desenfadada, pendiente sólo de divertirse. Por consiguiente, también una afición agradecida; porque nos divertían, y mucho. Todo lo que teníamos que hacer era mirar a la cancha, lo que ocurriera más allá de ella nos traía sin cuidado mientras no nos cortara el rollo, como así era. La sección venía a funcionar dentro del club como una república independiente de la mano de Saporta, un señor que estaba al mando por la nada despreciable razón de que amaba el baloncesto. Pedro Ferrándiz y sus herederos en el banquillo sólo parecían pensar en la perfección y el triunfo, por ese orden (vale decir, en nuestra felicidad). Después de retirados, Emiliano, Brabender, Luyck, Rullán eran joyas de la casa a las que se mantenía provechosamente involucradas... En fin, supongo que idealizo un poco, pero comprendan que no tenía ni veinte años.
La Quinta del Buitre irrumpió entonces cual llamada del destino, como la de Beethoven. Estos señores merecen tratamiento aparte, hoy me limito a dar fe de que me ganaron para la causa. De repente el fútbol podía ser cautivador, irradiar alegría y clase, subirse a las barbas de dios padre y revolucionar el invento. Se habla gratuitamente de un Madrid ye-yé sólo porque algunos jugadores se dejaron el pelo largo allá por los sesenta (las tortuosas relaciones entre fútbol y peluquería vienen de lejos), pero únicamente el Madrid de Hugo, Butragueño, Gallego, Gordillo y compañía admite comparación con lo que los Beatles —o, si vamos a ello, el mencionado Ludwig van— significaron para la música. Además, aquello también era un equipo o a mí me lo parecía. Admito que sigo idealizando, pero comprendan que acababa de cumplir veinte años. Para colmo, a las chicas les hablabas de Míchel, de Martín Vázquez, de Laudrup, y se les iluminaban los ojos. Decididamente, aquel Madrid me iba a convertir en madridista del fútbol.
Un madridista, claro, con marchamo de origen y hábitos consolidados. Me trae al fresco la vida social de los jugadores, con quién hablan por teléfono o qué hacen el día de su cumpleaños, la profesión o incluso el sexo de sus parejas (aunque tanto en una cosa como en la otra parece que tienden a ser bastante monocordes). Mi desinterés por las arengas institucionales, los balances, los chanchullos empresariales y los trapicheos del mercado está blindado a prueba de Florentinos. Las ruedas de prensa de los entrenadores sólo me sirven para saber que se ha terminado el telediario y ya puedo ponerme una peli. De las zarandajas de la prensa ni les hablo, al baloncesto nunca se fue con el periódico leído.
Pero mi hábito más indeleble es un compromiso emocional sin regateos con los jugadores, ya que, vengan de donde vengan, llegados al club asumen la elevada misión de hacerme feliz, y si lo logran yo les bendigo y lo demás es problema de Hacienda. Naturalmente, no me enamoro de todos, uno tiene sus caprichos, pero todos son “de los míos” y estoy de su parte. ¿Les parece pueril? A mí también, pero los que tienen la amabilidad de seguirnos ya saben que para los Faerna el fútbol es mayormente cosa de niños. Como a Número Tres (véase “Tómate en serio tus placeres”), a mí las adhesiones de algunos a presidentes o a técnicos —más aún si jamás jugaron en el equipo, más aún si no saben tener los deditos quietos— me resultan tan inexplicables como si una criatura se sintiera en deuda con el servicio de Correos por haber recibido los regalos que pedía en su carta de Reyes.
Por eso también, y como a Número Uno (léase “La ingle de Illgner”), me pasma el poco respeto que algunos parecen sentir por los huevos de su propia cesta. No es ya que un linchamiento sea una cosa bastante repugnante de ver de por sí, es que va contra mi innegociable lógica infantil madridista el renegar de uno de “mis” jugadores. Menos aún si es el capitán, menos aún si es reconocidamente el mejor que ha defendido jamás esa portería. El capital simbólico acumulado en la figura de Iker era de tal magnitud que lo sucedido con él parece francamente un asunto de diván, pero el psicoanálisis no se me da bien. Tampoco el análisis técnico se me da tan bien como a los que clamaban desde hace tiempo, según parece, por el “declive” del otrora mejor portero del mundo, cosa tan opinable como todo en esta vida y que pronto sabremos si era causa o efecto de los silbidos de esos analistas. Pero una cosa sí tengo clara: los silbidos, cuando se hacen oír ante la simple mención del nombre de un jugador por megafonía, no son un reproche técnico sino una condena, una expulsión del panteón madridista. Palabras mayores.
Los aficionados blancos tenemos justa fama de exigentes, pero como todo hijo de vecino cargamos también con nuestro pequeño historial de injusticias. Por supuesto, nunca nos pondremos de acuerdo en el nombre de las víctimas, cosa que nos hace más entretenidas las conversaciones y evita que el madridismo sea una secta monoteísta. Lo bueno del politeísmo es que, aunque tengas que cargar con toda una familia de dioses, al final no es para tanto porque puedes concentrar tus ofrendas en los que te son más simpáticos sin que los otros la tomen contigo. Y, como hacían los griegos, hasta puedes fichar deidades en el mercado internacional. Llámenme pagano si quieren, pero yo veo a un creyente derribando un ídolo a mazazos y me viene a la cabeza la destrucción del Serapeo. Lástima lo mío con el psicoanálisis, porque lo que dice Freud en Moisés (¿o era Mousés?) y la religión monoteísta seguro que me ayudaría a interpretar mejor la neurosis que aqueja a ese pequeño sector del madridismo iconoclasta, así como la culpa reprimida que sin duda está en su origen. Nosotros los politeístas blancos, como buenos perversos polimorfos, vemos con buenos ojos que hasta Juanito siga en el panteón, cuando no sólo asistimos a su lógico declive sino que, por un fatídico momento, nos avergonzó a todos pisando la cabeza de Matthäus. Dejémoslo ahí.
El caso es que yo tenía veinte años cuando Butragueño debutó en el Castilla y que este año se cumplen veinte desde que El Buitre se retiró. Sigo con mis hábitos de madridista, en eso el tango tiene razón y veinte años no es nada, pero se conoce que con la edad uno ya no idealiza con la misma desenvoltura. De un tiempo a esta parte vengo sintiéndome un poco como Tommy Lee Jones en No es país para viejos, miro alrededor y hay escabechinas que ya no comprendo. Como decía, quizá el veinteañero que hoy sería no vería tantos motivos para cruzar la frontera de la república independiente, y más con lo que acaban de hacer la pasada temporada nuestros chicos del baloncesto. O quizá sólo sea que, por curiosear en los comentarios de La Galerna, descubro ahora perfiles de madridistas para mí nuevos e insospechados, en los que no reconozco el mío. A ellos únicamente les digo que un aficionado desagradecido siempre estará equivocado, o bien en su afición o en su ingratitud. Sea o no santo de tu devoción, no silbes el nombre de un tipo que te ha hecho feliz. Cuestión de principios.
Número Dos
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Todo con buena sintaxis pero no por ello alejado de la realidad del deporte de élite, el fútbol en su máxima exigencia vive en presente continuo y no hay más.
No es comparable a las distintas ramas del arte por ejemplo. Puedes ver decenas de veces una película, escuchar cientos de veces una canción, observar un cuadro y todo permanece. En el deporte no y en el Real Madrid menos, cuando no estás debes saber dar el paso a un lado, tanto el futbolista como los aficionados, ley de vida.
Maravilloso texto y la frase final bien pudiera pasar como corolario. Comparto su visión sobre los silbidos, pero ¿Qué hacer cuándo uno de los tuyos no defiende al resto? ¿Qué hacer cuándo a uno de los tuyos le importa más otro equipo que en el que está? ¿Qué hacer cuándo algunos de sus amigos instigan contra alguno de sus compañeros? ¿Qué hacer cuándo un mito, una leyenda...no se comporta como debiera?
Qué tema tan agotador. A mí Casillas nunca me ha hecho feliz, sino más bien todo lo contrario. La felicidad en el fútbol me la da el Real Madrid. Y creo que esa es la distinción principal entre los que viven (vivimos) el madridismo como una pasión por el club y los que sienten esa pasión desde la identificación personal con jugadores, a menudo en función de algo tan trivial en mi opinión como su nacionalidad.
Usted mismo reconoce que prefiere vivir el fútbol desde una perspectiva más distante. Se hizo futbolero a los veinte años, es más de baloncesto, y poco le importan los balances, las ruedas de prensa y las zarandajas de la prensa. Todo esto me parece bien. Al menos creo que se ahorra usted quebraderos de cabeza seguramente innecesarios. Pero no pretenda comprender un conflicto que ha dividido profundamente a la afición igual de bien que los que han estado a diario en las trincheras.
Los pitos a Casillas no han sido precisamente gratuitos. Han sido la reacción final de una afición hastiada de una división interminable, impotente ante el nefasto estado de forma de su portero, y torturada a diario por una prensa entre la que se encuentran amistades personales del ya por fin ex-capitán. Sí, esas “zarandajas de la prensa” como usted las llama.