No conozco a nadie que no conozca a Fernando Romay. Es más, sospecho que al menos media España ha tenido algún contacto personal con él; y que la otra media lo ha visto en televisión, escuchado en la radio, leído en la prensa y en las redes sociales o lo ha vislumbrado en algún sueño infantil, quizás iniciático. Aun todavía, estoy por afirmar que quien no lo conozca seguro que se lo ha imaginado.
Porque Fernando muy bien podría haber sido —quizás lo sea— un personaje de cuento, una producción quimérica. Nuestro Big Foot, celtibérico y vicevérsico, no por el tamaño —el límite de su estatura mítica coincide con la del paisano: ¡2,13m!—, sino porque, al contrario del huidizo homínido americano, el nuestro corre al encuentro de la especie. Alguien que tuvo una vida real brillante y popular y que después se deslizó —sólo con esa forma de transporte se explica su ubicuidad sobrenatural— por la piel de toro para hacernos felices con su simpatía, sus ocurrencias. Y con esa forma de diversión que es la sorpresa ante lo magnífico, la de quienes se acercan a sus inmensas dimensiones.
Porque Fernando muy bien podría haber sido —quizás lo sea— un personaje de cuento, una producción quimérica. Nuestro Big Foot, celtibérico y vicevérsico
Porque no ha de ser sólo humano quien siempre tiene una sonrisa, una palabra o un chascarrillo a mano y a manos llenas, con las que puso tantos tapones, y que ahora le sirven para abrazar a desconocidos a pares y medir la longitud escasa de algunos que se acercan a pedirle una foto conjunta. Que más que una foto con un personaje, quieren ponerse a su lado para comparar humanidades con las que presumir de su pequeñez.
Fernando es tan risueño que uno sospecha que nació ya riendo en lugar de nacer llorando, como marca el protocolo. Al nacer, pensó que “ya era hora, me aburría ahí dentro tan solo. No es que estuviera mal en el medio hidráulico del líquido amniótico, pero necesitaba hablar con alguien y contarle algún dicho, quizás un chiste de ginecólogo o de la sala de espera. También quiero ser más alto que mi padre, un bigardo para la época”, aunque Fernando es una mezcla de ambos progenitores, formidables en el tamaño y en su bondad.
Una vez nacido, Fernando debió de pensar que “ya que estoy por aquí tendré que jugar al baloncesto. No sé por qué tarda tanto el Real Madrid en reclutarme, que ya tengo tres meses y podría ser pívot en minibasket.” Así que, la espera se le debió hacer tan larga que se despistó, por lo que al llegar por primera vez al Pabellón de la Ciudad Deportiva de la Castellana profanó el banquillo de Pedro Ferrándiz —lugar prohibido, sancta sanctorum en horas concretas— con una sentada a destiempo. Y cuando llegó el mítico entrenador para preguntarle en tono amenazador que quién era el autor de la osadía, Fernando, recién llegado con catorce años y aires gallegos, le contestó con la inocencia del niño que aún lleva dentro que él era Fernando. Y tan campante con su respuesta le lanzó el desafío: ¿y tú? Ante el desparpajo, Pedro sonrío por dentro —no sé si por fuera, porque en aquella época, cuando le veíamos entrenar a los mayores, Vicente Ramos, Luyk, Brabender, etc., era un señor que siempre estaba muy serio, como si se le hubiera atragantado el café. Nos tenía acongojados, por resumir.
Con ser complicado que un humano tan enorme se meta en un seiscientos, con resultar un contraste vivo el tamaño de ambos, persona y cosa, lo más sorprendente es que uno puede contemplar en la foto el mismo carácter de siempre. Al adolescente inquieto de 14 años, al joven de 20 que porfiaba por hacerse un hueco en la vida y su madurez, profunda en la calma, juguetona en público, amante de la juerga sana y de la compañía amiga.
Fernando no tuvo un 600, porque hubiera sido una tortura diaria y porque entonces ya no se fabricaban, si bien, caprichos del destino inverso, le correspondió un 127, un utilitario de dos puertas en el que nuestro admirado y querido protagonista asomaba la cabeza por la ventanilla de atrás cuando se paraba en los semáforos. Como si el coche fuese sin conductor, o como un centauro moderno, mitad pívot, mitad vehículo rodado, capaz de manejarlo con la mirada, tan lejos estaba del volante y los pedales, el resto de los conductores contemplaba atónito la escena, nunca antes vista por las calles de Madrid.
Aún hoy, que ya estamos cerca de la edad de jubilación —percátense del matiz, porque seguimos muy lejos de ella— sigue fiel a sus principios, constante en su encanto, innovador en su perspicacia, rey mago todo el año, amigo todos los días, dispuesto cualquier minuto
Aún hoy, que ya estamos cerca de la edad de jubilación —percátense del matiz, porque seguimos muy lejos de ella— sigue fiel a sus principios, constante en su encanto, innovador en su perspicacia, rey mago todo el año, amigo todos los días, dispuesto cualquier minuto. Y capaz de soportar hordas de fanáticos por la foto, de cansinos históricos, con la disposición de un ser angelical que nunca pierde la compostura ni su fascinante cordialidad.
Un esfuerzo imposible, ciclópeo, para cualquier otra persona de las que conozco, pues Fernando no sólo cumple con los que asaltan, sino que contraataca para adelantarse, una opción sólo al alcance de héroes, de seres de fábula y leyendas de la Antigüedad.
Por eso, insisto, Fernando Romay no es un ser de este mundo.
Qué grande es Romay. Se merece que sea Joe (otro figura) quien escriba un textoa sí sobre él.
Feliz Navidad, madridistas de bien.
Precioso. Qué maravilla. Pero qué requetebién escrito. Ojalá un amigo mío escribiera algo así de bonito de mí alguna vez. Claro, que para eso mi amigo tendría que ser capaz de escribir tan bien como lo ha hecho el Sr. Llorente y, ah, lo más difícil, tendría que ser yo tan digno y merecedor del panegírico como el Sr. Romay. No sé a quién de los dos felicitar más efusivamente, si al escribidor o al escribido. Aunque el premio, en verdad, ha sido para nosotros, los lectores. Gracias por el regalo de Nochebuena.
Dos grandes dentro y fuera de la cancha. Cuanto ganaría el baloncesto con Fernando Romay o Joe Llorente como máximo dirigente de la Euroliga.