Mi querido Luis Alberto de Cuenca, el gran poeta de nuestro tiempo y siempre hombre de bien, por tanto, madridista, escribió hace tiempo La noche blanca, dulcísimo poema que podría estar dedicado al Real Madrid; y, si bien la blancura a la que alude no es precisamente la que exhiben en la camiseta los nuestros, lo bueno de la poesía es que, como en la música, cada uno puede vestirla a su manera. Y eso es exactamente lo que estoy dispuesto a hacer.
“Cuando la sombra cae, se dilatan tus ojos, / se hincha tu pecho joven y tiemblan las aletas / de tu nariz, mordidas por el dulce veneno, / y, terrible y alegre, tu alma se despereza”, que, si te abstraes un instante del universo lírico, podría estar relatando lo que sentimos los madridistas hace unos días, cuando el equipo saltó al campo de un Bernabéu vestido con sus mejores galas de Champions, y desactivó al Bayern de la manera más imprevisible, y en el segundo menos esperado, con el ataque menos pronosticado, el de nuestro Joselu.
Por si hay algún crítico literario escéptico entre mis lectores de hoy, insiste el poeta e insisto yo: “Qué blanca está la noche del placer”, y solo echo en la falta los signos inicial y final de admiración al coronar el cronómetro el tiempo de descuento. Que estaban mis pulsaciones al ritmo de batukada, como si tuviera a Carlinhos Brown dando un concierto de percusión en mitad de la aorta.
La noche fue blanca otra vez. La noche blanca fue una locura. Una blanca locura
Y hay más. Porque, de algún modo, anticipa también el poeta lo que iba a ocurrir tan pronto como el árbitro señalara el final del partido, ese momento en el que todos buscamos con la mirada a Antonio Rüdiger para ver qué locura hace esta vez: “Nieva sobre el espejo de las celebraciones / y la nieve eterniza el festín de tus labios”. ¿Quién no ha besado —o ha sido besado— aleatoria y espontáneamente alguna vez a la más cercana y desconocida tras uno de esos goles-milagro del Real Madrid en las inenarrables eliminatorias europeas? Tengo para mí que grandes matrimonios han surgido con el gol merengue de la clasificación, y tal vez, algún que otro embarazo en plena prórroga; si bien no conservo prueba científica de esto último.
Como sea, en medio de tal orgía futbolística, del aluvión de emociones madridistas, de nuevo acierta Luis Alberto de Cuenca al describir lo que ocurrió tras el pitido final: “Todo es furia y sonido de amor en esta hora / que beatifica besos y canoniza abrazos”; que nada une más que el abrazo a un extraño momentos después de haber presenciado juntos, por enésima vez, otra locura imposible del Real Madrid en Champions.
Al fin, debo pedir públicas disculpas a mi querido Luis Alberto por esta interpretación pelotuda de La noche blanca, aunque algo me dice que no la censurará en exceso, bien por amistad, bien por la pureza de su madridismo. Pero, cómo explicarlo, llevo días dándole vueltas a todo lo ocurrido el pasado miércoles, que últimamente cada gesta madridista en Champions requiere varios días de recuperación, encaje, y asimilación, y no encuentro otra manera de acercarme a tan rico manjar futbolístico que no sea mediante la poesía, que es idioma de dioses, que es jerga de lunáticos, que es brocha fina para los genios que han perdido o hacen perder la cabeza, que es lugar del Olimpo donde se ubica el fútbol, el talento, y la buena fortuna de este Real Madrid.
La noche fue blanca otra vez. La noche blanca fue una locura. Una blanca locura.
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Me gusta . Y añadiría , complementando -que es gerundio-, "malos tiempos para la lírica" (culé) cantaban los Golpes Bajos en la movida madrileña.