Por su calidad, hemos decidido publicar este cuento participante en nuestro III Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad
El niño entró en el salón y, sin despojarse del todo del mono de escuela, se abalanzó sobre el hombre adormilado bajo el efecto de la felicixina. “¡Abuelo!”, esperó él en vano que le gritara su nieto. Como siempre, sin embargo, escuchó:
—¡Adulto mayor en grado tres a mí coaligado!
—¿Qué quieres, hijo?
El niño aspiró, compuso una mueca de fingida seriedad y adoptó un aire de reconvención.
—Hije, adma, hije. Si te escuchara nuestre formadore…
Con una sonrisa de picardía, tan fingida como la de su nieto, el hombre observó cómo terminaba de desvestirse el niño. Por alguna razón, aquella tarde no terminaba de sentirse feliz. Pero por qué. No me falta de nada, se dijo, con los ojos fijos en aquel tubo que le mantenía eternamente conectado al flujo de felicixina. Cuidan de mí. Por un momento, se preguntó quiénes serían “ellos”. Nadie lo sabía, pero no importaba. Se ocupaban de todo. De todo y de todos.
Mientras miraba a su nieto, decidió que era el mono. No le gustaba. Tan neutro, tan gris, tan ceñido. Tanto como para que se aplanara cualquier rasgo que pudiera llevar a la distorsión del niñe, que pudiera alterarle el juicio, perturbárselo, y hacerle prestar falsos oídos a los aullidos, por lo demás apagados, de lo primitivo. No me acostumbro, se justificó ante su propio e invisible tribunal. Cuando yo era joven…
—¡Adma! —le interrumpió su nieto—. Tienes que ayudarme.
—Claro. ¿Qué te pasa?
—Nada, es que hoy en el Centro de Democracia nuestre formadore nos ha pedido que preguntemos a nuestres mayores por aquellas cosas que os hacían felices en la época predemocrática y las comparemos con aquellas que nos hacen felices a nosotres ahora.
—¡Ah! —exclamó el anciano.
Por un momento, dudó. ¿Había sido su época verdaderamente predemocrática? Sin duda debía de haber sido así, pues así lo afirmaba su nieto y su nieto era un estudiante modelo. Todos lo eran, en realidad. En sus tiempos, había algunos buenos alumnos, por supuesto, pero la mayoría sufría para aprobar y algunos, incluso, suspendían. Por suerte, el Consejo se había ocupado de eso al poco de asumir la pesada carga del poder ciudadano y aquellos recuerdos eran ya tan solo el vestigio de un tiempo pasado y cruel, tan inmisericorde como por fin superado.
—Déjame pensar…
—Piensa, piensa, adma. Yo voy haciendo hueco aquí —dijo, y se frotó la sien para eliminar datos inútiles en la corteza prefrontal.
Menos mal que el Consejo nos controla el almacenaje de información, se alegró en silencio el niño. Luego enseguida, al tratar de imaginar lo difícil que debía de haber sido en la época de su adma manejar todo aquel caudal de conocimiento inservible, se sintió profundamente conmovido.
—Adma, si no tienes ganas ahora…
—No, no, es que no puedo recordar bien cómo se llamaba… —cerró los ojos mientras se masajeaba el hipocampo en sentido inverso al que había descrito su nieto y, a los pocos segundos, gritó de contento—. ¡Eso es! ¡El Real Madrid! ¡El Real Madrid y la Navidad!
—¿El qué?
—El Real Madrid era un equipo de fútbol de antes de que el Consejo asumiera la pesada carga del poder ciudadano. El mejor de todos.
—¿Fútbol? —repitió su nieto con un mohín de asco—. Ay, Adma, en qué mundo viviste… ¿Y la Navidad?
—Para nosotros, el mejor momento del año, hije. Se celebraba el nacimiento de un niño al que algunos consideraban el hijo de dios y eran semanas de alegría, luces y fraternidad. No me mires así. Daba igual creer en aquello o no, de verdad. Ni tu abuela ni yo creíamos, y aun así aquellos días nos inundaban de una felicidad incomparable.
—Pero ahora tienes felicixina todos los días, a todas horas, adma, y no necesitas supersticiones antiguas para ser feliz —y con la posible pena de herir a su abuelo ahogada por la orgullosa seguridad del tiempo nuevo y mejor que le había tocado vivir, le preguntó—: ¿no es esto mucho mejor?
El abuelo tardó un instante en responder. Sabía que era mucho mejor. Sabía también que un compañere del Consejo monitoreaba las conversaciones del bloque y ajustaba la felicixina en función de lo que escuchaba. Te lo agradecemos tanto, compe. Por eso, por todo lo que sabía, inmediatamente se rehízo y respondió:
—Muchísimo.
—Vale, adma. ¡Muchas gracias! Voy a ducharme antes de que lleguen les proges a cenar.
Un beso. Pero no. Cómo se le ocurría ni siquiera desearlo. Los besos llevaban tipificados como microagresión desde los principios del Consejo y había rumores de que pronto pasarían a formar parte del Plan Integral de Reeducación Ciudadana. Pertenecer a la propia familia, agravante. Y cómo no, se dijo. A veces se me va la cabeza. Adónde, adónde se le iba, adónde se te va. Atrás, muy atrás.
Tan atrás como para recordar los días en los que el fútbol —o más bien el Real Madrid— y la Navidad eran los ejes en torno a los que orbitaba lo mejor de su vida. Recordó también cómo, ya en sus primeras horas de asunción de la pesada carga del poder ciudadano, el Consejo, en su desvelo por construir una sociedad mejor y más justa, había establecido los tres criterios en los que cualquier actividad de la vida, pública o privada, se fundamentaría a partir de ahora: diversidad, equidad e inclusión. La triada laica, bromeaba el Consejo. Reíamos: jajajá. Homologuémonos, cantábamos también. ¿Cantábamos? ¿Reíamos?
Palabra del Consejo: “El fútbol, y muy especialmente el Real Madrid, representan los caducos valores de un tiempo masculino, brutal y competitivo, donde la DEI y todos aquellos cuidados que nuestra ciudadanía anhela y requiere se encuentran de todo punto ausentes”. Lo mismo sucedía con la Navidad, afirmaban, promotora y protectora de un tipo único de familia que, con su radical univocidad, ofendía y agraviaba a todas las demás realidades socio-afectivas existentes. Y así era, indudablemente, aunque al principio nadie, tampoco yo, estuviera muy seguro de lo que significaba nada de todo aquello.
Sin embargo, continuó recordando el hombre, pese a las sabias mejoras del Consejo, me acuerdo, por ejemplo, de aquella de retirar el zafio “Real” y sustituirlo por “de la Gente” —¿por qué no le habría gustado eso a él entonces? —, cambiar los rancios himnos de los equipos por inspiradoras batucadas, o ampliar los miembros de la familia divina hasta comprender los treinta y siete géneros sexuales de los que se tenía noticia en el momento —¡que ignorantes éramos! —, la ciudadanía, nosotres, aún lastrada o lastrades por el peso de una tradición incapacitante, perdió, perdimos, el interés. Y en unos pocos años, claro, el recuerdo de aquello, antes incluso de la acertadísima regulación de la memoria impulsada por el Consejo, oh Consejo, se diluyó.
¿Pero por qué lloraba? No me falta de nada. Me cuidan. Se ocupan de mí. No te falta de nada. Te cuidamos. Nos ocupamos de ti. Lo sabía, lo sabía perfectamente. No podía no ser feliz. Y si podía, para eso estaba la felicixina. Sin embargo, por algún motivo oscuro y viejo, en ese momento no notaba los efectos de la droga y, lo que era mucho peor, no quería notarlos. Solo quería llorar, solo quiero llorar. Recordar los tiempos predemocráticos de fútbol, de Navidad, de Real Madrid. Gemía en silencio, temeroso del compañere que escuchaba desde algún lugar, desde todos los lugares. En silencio no, porque el aire se llenó de pronto de un susurro que no era suyo.
—¿Qué te aflige, ciudadane?
—Nada, compañere. Son lágrimas de felicidad —mintió—. No me falta de nada. Me cuidan. Se ocupan de mí.
—Por supuesto, ciudadane. Somos muy afortunades.
—Lo somos —y asustado ante la posibilidad de no poder seguir recordando y llorando, añadió—: por eso no necesito más felicixina. Mi vida es plena, compañere.
—Por supuesto, ciudadane.
Pero el hombre sintió un fogonazo de calor en el brazo. El compañere, por su Bien, había decidido aumentarle la dosis de felicixina. Casi al instante cesaron las lágrimas, cesó el dolor. En el cráneo, hacia donde quedaba el hipocampo, le recorrió un cosquilleo agradable. Alguien, ¿quién?, borraba aquellos tristes recuerdos en la mente del anciano. Pronto no quedaría nada del Real Madrid, del fútbol, ni de la Navidad que pudiera volver a hacerle caer de nuevo en aquel lamentable estado de melancolía. Ellos se ocupaban de todo, le cuidaban, no le faltaba de nada. Lo repetía una y otra vez, a lomos de la felicixina. Era, ciertamente, un tiempo mejor.
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