El Madrid, en enero, parece siempre una balada triste de desencanto, pero este Madrid en este enero parece la coda de una canción que habla de hastío e indiferencia. De un amor finiquitado, como dice Ángel del Riego en su crónica en El Confidencial: una civilización en decadencia. En enero, el mes de abril y la idea de la primavera aún quedan lejísimos. El verano es sólo un sueño que apenas podemos retener al despertarnos. La naturaleza está muerta, los árboles no tienen hojas, todo nos desazona con el perfume de lo imposible y todo parece muy difícil. El beneficio de esforzarse se aparece ante los ojos como algo difuso, más aún cuando se viene de hollar la cima del mundo: todo éxito incomparable lleva dentro de sí la certeza de su irrepetibilidad, lo que causa tristeza. Se empieza a entender por qué Casemiro abandonó el jardín del edén en busca de nuevas aventuras, pues es una gran llanura para que la cabalguen los hombres de acción, y el Madrid empieza 2023 habiendo ya revelado todos los misterios.
Todo éxito incomparable lleva dentro de sí la certeza de su irrepetibilidad, lo que causa tristeza. Se empieza a entender por qué Casemiro abandonó el jardín del edén en busca de nuevas aventuras
Para el Barcelona de Xavi, equipo de Europa League que sin embargo lidera el campeonato nacional de liga porque tiene más hambre, la sensación antes del partido era que la final de la Supercopa de España era algo semejante a lo que fue la final de la Copa del Rey del año 2011 para aquel Madrid de Mourinho. Esa sensación se confirmó dramáticamente al final de los noventa minutos en Riad, unos noventa minutos que agrandaron la impresión que da este Madrid de equipo cansado y sin alegría. La alegría la dan la ilusión por ganar y las ganas. El Barcelona es un equipo menor hecho con retales y descartes, un cúmulo de naderías y de promesas infladas por la opinión pública que sin embargo quería arañar la cara del macho alfa como fuera. Tenía sangre en la mirada. Una victoria sobre el Madrid era una forma de legitimarse, de darse seguridad y de creérselo. No en vano, llevaban tres años sin probar un título. Por el camino han perdido a Messi y han descendido un escalón en la cadena trófica de la élite europea.
Pero incluso el Arsenal, en estos tiempos, puede ganar la Premier. ¡Con Ødegaard de capitán!
Nada es inmutable excepto Dios, dice San Agustín. Y el Madrid, con Ancelotti en el banquillo, tiende, otra vez tras un primer año fabuloso, a confiar en la inmutabilidad de su poder. Como institución, la prioridad absoluta es terminar el estadio, que es el eje capital del futuro del Madrid como organización de éxito. A ello se destinan todos los esfuerzos y esa certidumbre, la de que no hay nada más importante para los que mandan, recorre todos los niveles operativos del club, de arriba abajo. Ese mensaje se conjuga al tiempo con una plantilla agotada que lo ha conseguido todo y en la que una parte no despreciable de sus miembros también sabe que no cuenta para nada: jugadores como Odriozola, Vallejo, Mariano o Eden Hazard son los extras de una superproducción, gente que vive a mesa y mantel por hacer bulto cuando la cámara enfoca el banquillo de Carletto. La consecuencia de este cóctel es un campeón que mantiene el empaque deslumbrante pero que muestra una pereza negligente a entrar en combate, quizá porque ya conoce cuál es el final de todos los combates. Un campeón vulnerable, un campeón que no hace mucho por protegerse y cuyos golpes no tienen ya la ferocidad ni la violencia de antes, seguramente porque eso sólo es posible sacarlo de dentro cuando dentro se guardan facturas que cobrar y cuentas pendientes de las que hacen sangrar las heridas.
El Madrid es un campeón que mantiene el empaque deslumbrante pero que muestra una pereza negligente a entrar en combate, quizá porque ya conoce cuál es el final de todos los combates
La cuestión va más allá de una racha de baja forma física o de las malas decisiones del entrenador. Ancelotti no está muy brillante últimamente, pero discutir su talla o su capacidad es cosa de idiotas. Es el mismo Ancelotti que manejó los problemas con maestría la pasada temporada, el mismo que exprimió una plantilla casi tan corta como la de este año y el que encontró soluciones y ventajas frente a rivales más poderosos, más ricos y con recursos superiores a los suyos. Es estúpido achacarle todos los problemas al entrenador o al lateral derecho porque en realidad todo tiene que ver con un estado de ánimo colectivo que, visto desde fuera, se ha apoderado, como decía antes, del Madrid.
Al Madrid es como si le sobrara esta temporada, en realidad todo el año 2023. Después de ganar la 14 en París, el club, desde el presidente al utillero, está en otras cosas: en inaugurar el estadio, en la Superliga, en atisbar el futuro entrecerrando muy fuerte los ojos. Es como si todo se hubiera sumido en un estado de latencia, en una somnolencia, pero la espera del futuro puede ser una cosa muy peligrosa porque además, por el camino, el letargo del emperador alimenta a los tiburones que ansían devorar su cuerpo. En vez de consolidar la supremacía nacional, con el Atlético en fuera de juego y, en general, con el fútbol español de regreso al bipartidismo; en vez de hundir en el morrillo del gran rival la estocada de la depresión moral, el Madrid sigue con su vieja tradición de caballerosa magnanimidad y reanima a un muerto viviente. Estas ensoñaciones acaban siempre, no obstante, en revolución. En los soportales de la conversación pública ya se escuchan retumbar los cascos de los caballos que montan los esbirros mediáticos de toda la vida, además de un puñado de los nuevos: el florentinismo lo soporta todo, menos el escándalo. Lo dice la historia.
Quizá esta sea la catarsis necesaria de todos los años, la purificación, como el 0-4 del mes de marzo, antes de todas las remontadas
El spleen lo acaba impregnando todo. Los viejos vaqueros como Benzema o Modric o Kroos parecen sarmientos resecos, una cepa extenuada. El Mundial, como era de esperar, ha secado el venero del talento. Tampoco se libran los jóvenes. El empeño de los viejos jerarcas la pasada temporada no fue de este mundo, pues abordaron empresas que sólo corresponden a los héroes antiguos. Ahora se arrastran como trastos pesados por un césped que ya no reconoce sus pisadas de gigante. Sin embargo los nuevos también deambulan descarriados y sin dirección, perdidos en tinieblas interiores que no tienen sentido y que enfangan la proyección de sus carreras: Vinicius parece la vaquilla que sueltan en la plaza de Pamplona justo al terminar cada encierro en San Fermín, Rodrigo se amustia poniendo cara de Asensio, Tchouaméni está en una de esas bajas en balnearios del Mar Negro a las que la URSS mandaba a algunos proletarios afortunados y Camavinga chapotea en medio de las aguas agitadas del gran desconcierto.
Los dirigentes están en el futuro y los jugadores, saciados, probablemente sigan en el pasado. Es natural. También lo es que el fútbol es lo que decía Borges en el cuento de La señora mayor: un presente que no tiene ni ayer ni mañana, un presente continuo, dilatado y eterno. La segunda quincena se presenta criminal para el Madrid, según el calendario: Vietnam copero en el campo más difícil de España desde hace un lustro para el Real, Mundialito en el coño de la Bernarda y rivales vascos y hoscos por entre medias, hasta llegar a Liverpool, donde Europa le pondrá el termómetro en la boca al emperador. Quizá esta sea la catarsis necesaria de todos los años, la purificación, como el 0-4 del mes de marzo, antes de todas las remontadas. Quizá, en verdad, al fútbol, que ya debió terminarse el 28 de mayo de 2014, después de la final de Lisboa, hubo que ponerle el rótulo de Fin tras la última Copa de Europa, epítome de todo lo que es y ha sido el Madrid en el mundo. Pero la vida tiene la tonta inercia de continuar a pesar de todo y en el club, repiten hoy los voceros, no quieren repetir el año de 2015. Por suerte, al menos este año Xavi no puede ser campeón de Europa.
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