Unos seis o siete clientes esperaban pacientemente haciendo cola a la entrada del supermercado. Clientes y clientas de lo más variopinto. Aunque llamaba la atención el caballero de traje y corbata con aspecto de ejecutivo que se apoyaba indolente en su carrito de la compra. A pesar de la mascarilla que llevaba puesta, sus rasgos recordaban a algún personaje conocido. Y si alguien allí presente fuese aficionado al fútbol, no tardaría mucho en chasquear los dedos y decir: "¡Sí! ¡Ya está! ¡Se da un aire a Josep María Bartomeu!".
Unos cuantos clientes salieron del supermercado y fue el turno de entrada de los que estaban afuera. El que se parecía a Bartomeu fue echando un vistazo por los pasillos del establecimiento. De vez en cuando se detenía brevemente ante algún determinado producto y parecía hacer comparaciones mentales de precios y calidades. Pero enseguida reanudaba la marcha y daba la sensación de estar buscando con la mirada algún lugar determinado. Aprovechó que se acercaba en su dirección una empleada del comercio para poder preguntarle.
—Perdone, señorita. ¿Podría indicarme dónde se encuentra la sección de futbolistas?
—Sí, mire; está entre la sección de congelados y la de las galletas.
—Muy amable, moltes gràcies.
El caballero que se daba un aire a Bartomeu ya se dirigía al lugar indicado, cuando la empleada llamó amablemente su atención:
—Perdone, señor, pero es obligatorio el uso de guantes de plástico en todo el recinto. Ahí tiene un expendedor de ellos, si es tan amable.
—¡Oh, disculpe! Ahora mismo me los pongo.
Mientras se colocaba los guantes con cierta dificultad, pensaba en que era una idea excelente la de su uso obligatorio en estos tiempos que corrían. ¡Mientras menos huellas dactilares se fueran dejando por ahí, mejor! Estaría fenomenal que también fuesen obligatorios en el mundo del deporte. Especialmente para sus amigos los árbitros de fútbol y baloncesto...
Por fin llegó a la sección de futbolistas. Sacó su lista de la compra, que consistía en sendos ejemplares de Sport y Mundo Deportivo, y comenzó a buscar jugadores por la sección. Dentro de lo que cabía, no estaba mal la cantidad y la variedad de los allí expuestos. Un cartel advertía de la prohibición de tocarles. Estaban colocados sobre estantes por el riguroso metro y medio de separación entre unos y otros. En algunos, el precio venía especificado en euros por kilogramo. En otros, era precio único por unidad. El hombre que se parecía a Bartomeu fue observando con avidez uno a uno aquellos apetitosos productos de primera necesidad. Apretando un botón de cada estante, los futbolistas giraban, cual modelos de pasarela, para poder ser bien observados por delante y por detrás, y realizaban algunos ejercicios de habilidad con el balón. Tenían allí un Lautaro, un Haaland, un Telles, un Alaba (carísimo, según su opinión), un Jèremi Boga, un Neymar (al que sonrió tímidamente, como si le conociera de algo), un Sané, un Camavinga, un Luiz Felipe, un Aubameyang... ¡Había tanto para elegir! ¡Y la lista de la compra era tan larga!
Le costó decidirse, pero finalmente echó al carro de la compra cuatro o cinco jugadores, junto a medio kilo de cebollas que le había encargado su mujer. Luego esperó impacientemente en la cola de la caja.
Mientras lo hacía, pensaba en si sería bien visto este desembolso económico, con la que estaba cayendo. Envidiaba a los que habían hecho una buena gestión previa a esta inesperada crisis y ahora tenían la cartera bien llena y la conciencia tranquila. Pero era bastante optimista y sabía que el conjunto de la sociedad saldría al rescate, llegados los malos tiempos. La sociedad o papá Estado, que no podría prescindir de seguir ofreciendo un poco de pan y circo a su maltrecho pueblo. Y al final, la parábola del benjamín hijo pródigo se cumpliría de nuevo, ante el desconcierto y el semblante de estafado del laborioso primogénito blanco, cuyo esfuerzo y dedicación de poco le habría servido... El que se daba un aire a Bartomeu sonreía picaronamente con esta ocurrencia suya...
Cuando por fin llegó su turno, fue colocando todos los artículos en la cinta transportadora, mientras la cajera iba sumando los respectivos precios a través del código de barras. El hombre que se parecía a Bartomeu comenzó a sacar monedas del bolsillo de su chaqueta, gesto que advirtió la cajera:
—Para evitar contagios, no se admiten pagos en metálico, señor. Tendrá que usar su tarjeta.
—Oh. Muy bien. Aquí la tengo.
—Son doscientos noventa y ocho millones con cincuenta —le anunció la cajera.
El semejante a Bartomeu tecleó el número secreto de su tarjeta y esperó el resultado de la operación mientras encajaba a los jugadores de la mejor manera en el carrito de la compra para que ocupasen el menor espacio posible.
—Me temo que no dispone de saldo suficiente, señor —le dijo la cajera.
—¡Vaya! —exclamó con fastidio el que se daba un aire a Bartomeu— ¡Qué contrariedad! Pero qué se le va a hacer. Veamos... Tal vez me alcance el dinero si dejo aquí a Telles, a Camavinga y a...
—No me ha entendido, señor. Su saldo es cero. Me temo que no podrá llevarse ninguno.
—Pero ¡esto es ridículo! ¡Son jugadores de primera necesidad para mí! Mire... Le propongo un trueque. Puedo traerle ahora mismo un Coutinho y un Dembelé; y yo me quedo con...
—Lo siento, señor, pero solo admitimos pagos al contado.
El caballero parecido a Bartomeu se quedó pensativo, moviendo la cabeza con resignación ante aquel contratiempo. Tal vez se había excedido un poco últimamente con sus gastos... Tendría que poner remedio a eso en adelante. Pero lo primordial era pensar en el acuciante presente. Lentamente, sacó una moneda de cincuenta céntimos y se la ofreció a la cajera.
—Esta moneda está desinfectada, se lo aseguro. ¿Puedo llevarme al menos las cebollas...?
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