Larry Bird había sido elegido tres veces consecutivas el mejor jugador del mundo y yo me lo había perdido. Yo estaba descubriendo por entonces el significado de la NBA. Luego vi jugar a Larry muchos años en los que, sobre todo los primeros, podría haber sido elegido el mejor alguna vez más.
Estaba Magic Johnson, que era como aquella bola de presidiario con grillete que llevaba atada al tobillo el genio de West Baden tal y como decía Truman Capote que llevaban a cuestas los escritores el virus de la literatura. Magic sucedió en los premios individuales a su gran rival, aunque ambos estarían alternándose, al menos en mi corazón, todo el resto de la vida.
Quien llegó después, solapándose, fue Michael Jordan. Bird, Magic y Jordan (rodeados de una generación única que homenajeó, en parte, el Dream Team de Barcelona 92: una fiesta y una locura y una delicia y una emoción) satisficieron todas mis necesidades estéticas. No eran los puntos, ni los rebotes, ni las asistencias. Eran los gestos. El ademán. El estilo.
Larry Bird corría como un anciano, como una señora con falda por los tobillos, pero yo nunca he visto nada más hermoso. Atléticos negros por doquier a los que burlaba sin explicación. No había explicación. La explicación había que buscarla en el estudio. Era el arte por el que uno ve un campo de amapolas y sueña.
Bird jugaba mejor y más bonito que nadie y Magic Johnson hacía dudar de esto a casi todo el mundo. Un base de dos metros y seis centímetros de estatura que pasaba la pelota en carrera mirando al tendido. Una bailarina de Degas que lanzaba a canasta con una mano como si cada vez fuera la primera de su vida.
Sobre todo en el último segundo, como Michael Jordan. A Bird, a Magic y a Jordan el último segundo les serenaba, como a Nadal los puntos de rotura. Si se pudiera calcular un punto de máxima actividad en el interior de esos organismos, el momento de máxima actividad sísmica, el sismógrafo a punto de descuajaringarse, éste sería el último segundo con la efímera posibilidad de un último lanzamiento para ganar el partido.
Larry se pasaba el balón por la nuca (en la nuca nadie podía taponarlo, como si lo hubiera colado en una azotea: allí no llegaba ni Manute Bol con el brazo estirado) y luego lo enviaba bombeado para provocar estallidos de júbilo, estallidos bostonianos, estallidos existencialistas: Emerson y Thoreau removiéndose en sus tumbas de gusto; madres de Beacon Hill desgarrándose sus elegantes camisas verdes.
Magic hacía como si se echara el macuto al hombro. Magic se echaba el macuto al hombro y el balón entraba y el viejo Fórum salía dando botes hasta Malibú para bañarse de noche en el Pacífico con él y Jack Nicholson llevados en volandas entre el público que les copiaba la sonrisa.
La gomina de Pat Riley y el mate limpio, lánguido y respetuoso de Worthy acompañando al tropel mientras Kareem reía como nunca antes. Y en Chicago, suspendido en la helada humedad del lago Michigan, Jordan resolvía los partidos en el aire con la lengua fuera.
Él aguantaba la posición en vuelo como el disparo una primera línea de fusileros en el campo de batalla: "aún no, aún no...". Pasaban las estaciones en ese segundo (el lago Michigan se deshelaba y se volvía a helar), y al final todos esos impresionantes atletas iban cayendo agotados, como plomos en barrena, y entonces Michael disparaba y resonaban de vida los garitos clandestinos y olvidados de los años treinta.
No me miren raro, o bueno, hagan lo que quieran, faltaría más, si les digo que todos estos recuerdos lleva un tiempo despertándomelos Sergio Llull. Han pasado veinticinco años de aquellas gestas y pequeños detalles inolvidables que recuerdo aquí y ni los Bryant, Iverson, Lebron o Curry me han enseñado otra vez el camino, aquellas veredas machadianas, como el base menorquín cuyo madridismo es la bandera siempre ondeante tras la que marchan crecientes regimientos orgullosos.
Llull cada año es mejor. Más fuerte, más técnico, más genial. Llull es la confianza de un segundo de cuatro cuartos. Llull brinca con sus patas de elefante y lanza con sus alas finas y largas de quebrantahuesos. Llull limpia las mesas de un golpe como Kowalsky mientras los rivales se encogen igual que Blanche y Stella.
Pero Llull sólo es un bruto maravilloso cuando sale a la calle como hace apenas unos días para saltar con la afición, que llora, que grita, ¡la alegría de vivir!, o cuando rechaza un contrato de estrella en la NBA para quedarse en los madriles; para hacer el madrileñismo del que hablaba Camba: nada de grandes hoteles sino vida de peón de albañil. Es el gesto. Es el ademán. Es el estilo.
Dentro de Llull está el Bird y el Magic y el Jordan de mis recuerdos de niño. Y también la locura juvenil de aquel primer Jason Williams de Sacramento: "Chocolate blanco". Llull es blanco chocolate barbado. Llull es un Petrovic mediterráneo con los pantalones grandes, declarante de un amor eterno al Real Madrid que debe serle devuelto (yo ya he firmado mi íntima acta matrimonial) con intereses.
¡Cómo me has emocionado, Mario, al leerte! Sergio Llull es inmenso, pero en tus letras mucho más.
Llull es madridismo puro, es entrega, es pasión, es lucha infinita. Y, sobre todo, es alegría y compañerismo. No te vayas nunca Sergio, quédate con nosotros por siempre y sigue llenándonos de alegrías y títulos. Yo te quiero siempre en mi equipo. SIEMPRE.
¡Hala Madrid!
Muy cierto Diosa, LLULL ES INMENSO y D. MARIO LO LLEVA Y ELEVA A LA EXCELENCIA, con su excelente pluma, al igual que al MADRIDISMO lo eleva al INFINITO de corazón con LLULL.
GRANDES!
Magnifico D.MARIO, me ha transportado al pasado y logrado que se me llenasen los ojos de humedad. Gracias una vez más!!!
HALA MADRID!
Que grande es Sergio Llull. Y como demuestra su señorio Madridista. GRANDE
Cada que leo un artículo suyo, señor Mario, se me eriza la piel de forma maravillosa (si es que hay maravilla en ello) jaja Cómo no recordar a Jordan, al Magic, a Bird!! Desde México también seguimos el basquetbol español, sobre todo ahora que está el gran Gustavo Ayón en sus filas, el cual espero que siga algunos años más en el Real Madrid.
Enhorabuena por el artículo. Lo comparto totalmente.