Dijo el poeta que todas las muertes son la misma muerte. Lo mismo puede decirse de los parones de selecciones: son todos el mismo aunque las fechas traten de mover a equívoco. A fin de entretenernos en este nuevo y nefando parón —que es el de siempre—, emprendemos esta serie titulada “El que nunca llegó”, en la que cada autor galernauta ha escogido un gran jugador que le habría gustado ver de blanco y que, a veces a pesar de las especulaciones, nunca llegó a recalar en el Madrid.
Francesco Totti, el octavo rey de Roma
Según la leyenda Roma tuvo siete reyes: Rómulo, el fundador, asesino de su propio hermano, como Caín; Numa Pompilio, que ahora ha abierto un restaurante de moda en Madrid, a donde va a comer Monedero después de las manifas; Tulio Hostilio, Anco Marcio, Lucio Tarquinio Prisco, Servio Tulio y Tarquinio, a quien llamaron el Soberbio. Luego, varios milenios después, vino Totti, que fue rey de Roma por aclamación popular. A Totti lo intentó fichar Florentino sin éxito, pues si existe algo en esta vida con lo que el Madrid todavía no puede competir, es Roma, la caput mundi. Totti es el jugador que más me hubiera gustado ver de blanco, porque Totti es Roma, la encarnación de una ciudad-mundo sobre la que gobierna Dios a través de la luz y de la belleza. Totti en el Madrid habría sido un segundo Cisma de Occidente, robarle como hizo Aviñón, los papas a la capital de Cristo. Sin embargo Dios, que es del Madrid pero también a veces un juez implacable, castigó la desmesura florentinista y en su lugar le impuso la penitencia del año de Queiroz: un Madrid con Figo, Raúl, Roberto Carlos, Zidane, Ronaldo, Beckham y Totti, qué duda cabe, habría relegado la salvaje maravilla del Cinquecento a una anécdota en los libros de Historia del Arte.
Seguramente Totti no llegó tampoco al Madrid porque la Roma se salvó de la quema del Moggigate. En el naufragio del calcio y a pique del colapso financiero, pudo retener a gran parte de aquel equipazo que ganó un Scudetto y encadenó seis subcampeonatos en la primera década del nuevo siglo. Florentino, al fin, con su primer imperio derrumbándose, se trajo, quizá como epítome de toda la cadena de acontecimientos que desembocaron en su dimisión, a Caravaggio en vez de a Rafael: Antonio Cassano, a quien Totti convirtió en su hermano menor cuando aterrizó desde Bari en la Roma de Capello, vino a Madrid con toda su pillería y la poca vergüenza del Mezzogiorno. Se pasó un año y medio comiendo Nutella y probando a todas las camareras del hotel de concentración. Si la serie Gomorra llega a rodarse diez años antes, Cassano habría sido, sin lugar a dudas, uno de los mejores secundarios del clan de los Savastano, con su talento endemoniado, su cara picada de acné juvenil y su encantadora sonrisa de brigante. Madrid, por desgracia, se quedó sin ver a Totti, aquel príncipe romano que con una imaginación del Renacimiento y un talento sudamericano, discutió él sólo, vestido de rojo garibaldino, la hegemonía de los gigantes del norte. Y el mundo asistió al cataclismo de Los Galácticos preguntándose, como cuando se recuerda la película de Napoleón que quiso rodar Kubrick, qué superproducción fastuosa se perdió para siempre.
Totti nunca fichó por el Madrid, ni por ningún otro equipo. Su vida está marcada por la negativa a los dos clubes más grandes de Europa. Como buen romano, salir del nido es una odisea terrible para la que hay que tener mucho valor, pues cuando se tiene de madre a una loba y de padre a Dios, la fábula del hijo pródigo puede terminar siendo un cuento de terror. Totti prefirió no separarse de las mujeres de su vida antes que probar fortuna con las camisetas más gloriosas del fútbol mundial. Una, su madre, rehusó en su nombre los trescientos millones de liras que Berlusconi ponía sobre la mesa para llevárselo al Milan cuando tenía doce años. La otra, claro, su mujer, la madre de sus tres hijos. «Lo pensé, lo pensé mucho, pero la conversación que tuve con mi familia me recordó de qué va la vida: el hogar lo es todo», escribió en 2016 en The Players Tribune. El último fantasista italiano se acabó convirtiendo en una estatua de mármol, «en otro monumento más de Roma», como dice ahora, que está jubilado e intriga, como un tirano griego desterrado de su ciudad en la corte del rey persa, para volver a la Roma «hasta de utillero», que decía Di Stéfano. De casa de sus padres los vecinos robaban asiduamente la alfombrilla de la entrada, por guardar un recuerdo de Il Capitano, un objeto en donde el dios de los ricos y de los pobres, de los patricios y de los plebeyos, hubiera puesto el pie: lo más parecido a la vida de Totti en Roma debió ser la de Maradona en Nápoles.
Sabiendo que no pudo visitar el Coliseo hasta después de retirarse, es normal entender por qué un tipo así no abandonaría jamás su lugar de nacimiento. Sobre todo si es Roma, un sitio donde la adoración por la divinidad se ejerce por costumbre desde hace tres mil años y donde la raya entre lo humano y lo sobrenatural siempre es difusa. Totti, que no habla italiano, sino romanesco, el dialecto que forjaron los habitantes de Roma cogiendo algo de todos los que pasaron por allí a lo largo de los siglos, nació hace 45 años junto a San Juan de Letrán. Letrán fue la primera residencia de los papas por más de mil años, es decir, el ombligo del mundo, se entiende. Con seis años su madre lo llevó a una audiencia de Juan Pablo II y sin que nadie supiera muy bien por qué, Karol Woyjtila se paró delante de él, un chiquillo regordete y rubísimo, tudesco, y lo bendijo. Luego su padre lo llevó un día al Olímpico a ver a la Roma y desde entonces su corazón de romano puro le perteneció a un club nacido de una escisión de la Lazio en los arrabales populares de la ciudad. Club que tiene, además, por lema, «che Dio ve furmini». Y Dios fulminó el primer proyecto de Florentino, cual Moisés bajando con las tablas del Sinaí, cuando el presidente quiso traérselo en el mejor momento de su carrera. Totti tenía 28 años y estaba pleno de talento, carisma y fantasía. El Madrid, que es imperio, lo habría incorporado a su panteón como una de esas exóticas deidades orientales que los romanos importaban de los países lejanos que conquistaban con sus legiones, habría sido por tanto un diosecillo menor, y no Júpiter. Lo rechazó porque ya estaba inmerso en su propio choque de gigantes: quería ganar más títulos con la Roma, quería arrebatarle la gloria al Inter de Ronaldo y Cúper, al Milan de Ancelotti y Shevchenko, a la Juve de Nedved, Buffon y Del Piero. Dos años después, llegó al Mundial de Alemania peleado con su entrenador, con la Roma a punto de quebrar y con el peroné lleno de clavos y arandelas, como escribió Enric González. Había pasado su momento.
En sus Historias del Calcio, González recoge una definición maravillosa de la romanidad, atribuida a Stendhal, famoso por su amor, literario y del otro, por Italia. «Los romanos son católicos descreídos con un sentido innato de la propia impunidad, mentirosos y fascinantes, tenaces en la pereza, orgullosos y carentes de dignidad, amantes de la elegancia, las cuchilladas, el oro y la sangre». Totti fue tan famoso a lo largo de su carrera por sus arranques viscerales como por los regates inverosímiles dentro del área; tanto por sus goles impregnados de una esencia antigua, del misterio genial de lo que no se puede describir, como por tarjetas rojas motivadas por sus súbitos gestos atrabiliarios. Como escupirle a un danés en la Eurocopa de Portugal de 2004, verano en el que Florentino, tras el descalabro, le ofreció «de todo, menos el brazalete de capitán, ni cobrar más que Raúl». Rechazó al Madrid por su mujer pero lo primero que hizo antes de comenzar la nueva temporada fue ir con la camiseta azurra del partido del escupitajo a ofrendársela a la Virgen del Divino Amor de Roma porque la vida de un romano comme il faut es un parpadeo entre tres mujeres: la madre, la esposa y la Virgen. Totti, hombre muy devoto, tanto como puede serlo un hijo de la ciudad que así como invoca al papa-rey, lo desentierra, ultraja y lanza su cadáver al Tíber, quería ser diferente, y en el mundo de lo líquido, la diferencia era quedarse toda la vida en un mismo club. Y se quedó, sacrificando dinero y títulos, aunque convirtiéndolo inevitablemente en su propia satrapía, pues después del papa, en Roma no mandaba nadie más que Totti, y eso lo sabía cualquier entrenador, futbolista o dirigente que se acercase a las instalaciones de Trigoria, donde entrena la Roma.
Totti era un trescuartista puro, un mediapunta, para entendernos, aunque a la Roma la movía como si fuera él mismo un regista, el director, al menos en su primera juventud. No era un genio lánguido, su arrancada era prodigiosa, muscularmente estaba más cerca del Púgil de las Termas que del clásico artista macilento que se agota a los sesenta minutos de partido. La última parte de su carrera, lastrado por las lesiones y por la pérdida de potencia física, se la pasó casi de segunda punta, de falso 9. ¿De qué habría jugado en el Madrid galáctico? Es difícil imaginarlo pues estamos hablando de un equipo que tenía a Guti de pivote y a Beckham de mediocentro organizador. Es decir, de una fantasía tropical que en sí misma era una imposibilidad metafísica, un disparate maravilloso que no podía sostenerse de forma continuada en el tiempo. Seguramente habría jugado más cerca del área, porque su facilidad para marcar goles era prodigiosa: con las dos piernas, con la cabeza, desde dentro del área, desde fuera, regateando, al primer toque, de cualquier manera.
En el Madrid, seguro, habría explotado el duende, eso tan absolutamente taurino que, junto a un carácter tan pasional, puramente latino, lo habría convertido en un niño bonito del Bernabéu. Totti tuvo siempre salidas y desplantes de torero gitano. Como cuando, siendo todavía un desconocido para el mundo, con el 20 a la espalda, en una Italia capitaneada por Maldini y en la que estaban Toldo, Cannavaro, Nesta, Del Piero, Albertini, entrenada nada menos que por el mito viviente, Dino Zoff, no se le ocurre otra cosa que meter a su equipo en la final de la Eurocopa a lo Panenka. Nun te preoccupá, mo je faccio er cucchiaio, le dijo en romanesco cerrado a Maldini. Er cucchiaio. En el Amsterdam Arena. Lleno de holandeses. A Van der Sar. Totti le hizo er cucchiaio a aquel gigante naranja y aunque luego Italia perdió la Eurocopa contra la Francia de Zidane, en la prórroga, gol de oro, también volvió a meter otro penalti capital, seis años después. En Alemania, contra Australia, en el minuto 95 de unos octavos de final más italianos que los spaguetti a la carbonara, metió el penalti perfecto con el mismo pulso con el que había engañado a Van der Sar. Ese Mundial, sin embargo, sí que acabó ganándolo. Y entonces, como tras ganar el Scudetto de 2001, Totti volvió a meter a un millón de personas en el Circo Máximo. Se entiende que, ante la tentación de sacar a bailar siquiera un día a la ciudad más hermosa del mundo, incluso ganar una Copa de Europa con el Madrid sea una idea que palidece.
Fotografías: Imago.
Índice de El que nunca llegó:
Capítulo 1: Futre, el que nunca llegó
Capítulo 2: Dominique Rocheteau, el que nunca llegó
Capítulo 3: Joaquín, el que nunca llegó
De todos los que pudieron haber llegado, este es con diferencia el que más he sentido que no vistiera nuestra camiseta.
Grande Totti.
Artículo churrigueresco y aburridísimo. El primero del señor Valderrama que no consigo leer entero, ni siquiera en diagonal. Aparte de en la propia escritura hay que pensar una poco en el lector y ahorrarle la verborrea
Yo descubría a este futbolista en canal plus con sus goles y cuando se enfrentó al Madrí en champions
Los partidos entre el Madrid y la Roma me ponían nervioso porque sentía que si eliminaban al Madrí no me enfadaría como si fuera otro equipo...
Futbolista que me alegró la vida de estudiante y que me inspiraba para repetir sus goles en el campo de albero en el que jugaba.
Junto a Raúl fue un ejemplo a seguir para mí mientras maduraba como persona
Futbolista que me llamó siempre la atención en Italia junto con Rui Costa por su talento para jugar en la mediapunta