(Para S.)
Fue un flechazo mutuo. Como todo amor adolescente, fue intenso, pasional y emocionante; como todo amor correspondido, estuvo acompañado inicialmente de una ingenua sensación de felicidad y plenitud; como todo amor verdadero, aún hoy perdura. Se trató, no obstante, de un enamoramiento ajeno a todo componente romántico o sexual, despojado de esas alas de las que hablaba Byron. Fue, sencillamente, amistad a primer vista.
Conocí a S. hace seis Copas de Europa madridistas, en los estertores del siglo pasado. Lo vi por primera vez en unas aulas de nuestro vetusto instituto, sin saber que sería mi compañero de clase los tres años que nos restaban de Educación Secundaria y el primer año de Universidad. Yo, por aquel entonces, era un despreocupado pipiolo de quince años, mientras que él era un venerable anciano de diecinueve –sus circunstancias personales le habían obligado a abandonar el instituto una buena temporada–. Le leí a un escritor, creo que a Paul Auster, que a partir de los veinticinco años todos tenemos la misma edad; no obstante, en la adolescencia cuatro años de diferencia supone vivir en mundos diferentes, entre nosotros se interponía un inmenso océano de tiempo y experiencia. Su aspecto cavernario, caracterizado por una frondosa barba azabache en perfecta armonía cromática con su poderosa mata de pelo (que tiene la indecencia de conservar inalterable a sus cuarenta años) y por una voz que hacía parecer a Morgan Freeman un castrato, acentuaba (exageraba, más bien) esta distancia vital. Aún nos reímos cuando recordamos que aquel día una compañera de clase lo confundió con el profesor. En cuanto su estentórea voz atronó por primera vez en aquel templo del saber, mi compañero de pupitre, V. –otra de mis grandes amistades y un madridista ejemplar, quizás excesivamente nostálgico de la época de Los Galácticos–, lo apodó con buen tino “El troglodita” y dijo con socarronería: “creo que vamos a hacer buenas migas con él”. ¿Cómo iba a imaginar que, más de dos década después de ese comentario de V., el troglodita sería, junto con mi pareja, padres y hermanos, la persona más importante de mi vida y la que más quiero?
Como pronosticaba Kundera, las casualidades volaron hacia el amor desde el primer momento. Nuestro profesor de inglés, A., tenía un asombroso parecido físico con un tío mío que daba clases en otro instituto. Cuando en una conversación con varios compañeros S. reveló que había sido alumno del otro centro, le pregunté si conocía a mi tío (haciendo referencia a la clónica apariencia de A.); estalló en una de sus sonoras carcajadas y me hizo saber que no sólo lo conocía, sino que era su profesor favorito y que había tenido una relación muy especial con él. Esto dio pie a una conversación que seguimos teniendo a día de hoy y que espero que dure toda la vida; al fin y al cabo, la verdadera amistad no es más que una interminable conversación. A los pocos días de esa charla inicial ya estábamos pasando juntos muchas tardes (el tiempo que compartíamos por las mañanas en clase y en los recreos era claramente insuficiente), sesiones de cuatro o cinco horas en las que lo único que hacíamos era hablar mientras devorábamos, sentados en unos bancos de la calle, las viandas de una confitería cercana a nuestro instituto, embriagados por la química misteriosa de las relaciones humanas, hechizados por ese embrujo que consigue unir de forma instantánea e íntima a personas muy diferentes. ¿Cómo iba a imaginar que, varios lustros después de esos días de cruasanes y rosas, viviría en su compañía el partido más hermoso del mundo, la final en la que el Madrid ganaría su duodécima Copa de Europa?
En el fútbol (y en la vida), para mí, no hay nada comparable a la Décima. Sé que para muchos madridistas de mi generación (y, especialmente, de generaciones anteriores) la Séptima es inigualable, la orgásmica, tántrica y descomunal liberación que devolvió al Madrid el orgullo y la gloria; la viví, por supuesto, con muchísima emoción y atesoro recuerdos imborrables de ella, jamás olvidaré que ha sido la única vez que he oído a mi padre gritar de alegría (“¡campeones!”, exclamó con incontenible júbilo cuando el árbitro decretó el final del partido). Sin embargo, en mis afectos, el éxtasis épico y agónico de la Décima no tiene parangón; tampoco lo tuvo la posterior celebración con mi hermano en la que viajamos al fin de la noche –mientras que la Séptima la tengo asociada a mi padre y la Duodécima a S., la Décima, siempre estará indisolublemente vinculada a mi hermano; pocos meses después de que Ramos marcara el gol de nuestras vidas, él emigró a otro país donde su profesión está mejor considerada y remunerada. No pudimos cerrar de manera más hermosa el círculo tras toda una vida (su vida, puesto que él es el menor) conviviendo y viendo fútbol juntos–: baste decir que, producto de la majestuosa ingesta alcohólica, mi hermano bordeó peligrosamente el coma etílico y yo acabé al día siguiente en urgencias con un cólico nefrítico. Fue una noche tan inolvidable que la olvidamos casi por completo. Un amigo que estuvo presente en los festejos (ni siquiera es futbolero, pero quiso aprovechar la coyuntura) me dijo pocos días después: “Fernando, el otro día el Madrid ganó la Décima, pero esa noche nosotros ganamos la Undécima”.
No, la Duodécima no fue la más especial ni la más emocionante ni la más querida, esos honores se lo pueden disputar otras. Simplemente, fue la mejor.
Mis recuerdos tanto de los días anteriores como del partido tienen la textura gelatinosa y deslavazada de los sueños, por una mera razón: fue un sueño. La previa estuvo marcada por la surrealista odisea de un tipo Duro televisivo que se propuso ir de Madrid a Cardiff andando –no puedo evitar reírme cada vez que pienso que inició este arduo y admirable periplo cogiéndose un taxi para ir del Bernabéu a la Cibeles, algo que firmarían los mismísimos hermanos Marx–. Como todo buen pesimista, yo estaba tratando de asimilar por adelantado la dolorosa derrota que nos iban a infligir. El relato de la Juventus era impecable: club grande que lleva más de veinte años sin ganar la Copa de Europa; una leyenda en la portería que, según gran parte de los aficionados, merece levantar por fin el título; un equipo que se ha mostrado inexpugnable, recibiendo sólo tres goles en toda la competición; una exhibición en cuartos de final contra un gigante como el Barça de Messi; un rival saciado que viene de ganar dos Champions recientemente, además de la última Liga, y para el que perder no sería una tragedia… todo parecía peligrosamente preparado para que los blanquinegros se alzaran con la tercera orejona de su historia. Me empeñaba en ignorar con la obcecación de los agoreros una de las grandes características del Madrid europeo: destruye todos los relatos. París, Glasgow, Lisboa, Milán, Cardiff, Kiev… ciudades que el Madrid ha sembrado con los cadáveres de glorias ajenas que debieron ser y nunca fueron.
Ataviado con mi reglamentaria camiseta de Panucci del año 97 (con ella puesta he visto ganar a mi equipo siete finales de Champions), me dispuse a ver el partido con la única compañía de S. Él es uno de esos insensatos madridistas que ignoran que perderse un encuentro de octavos de final de Copa del Rey contra un Segunda B es el fin del mundo. Vive su madridismo de una forma aborreciblemente sana: disfruta las victorias como el que más y no se amarga excesivamente por las derrotas; tampoco suele supeditar sus planes a los caprichos del calendario liguero. No tiene, en definitiva, la implicación y lealtad obsesivas que podemos tener hinchas como mi hermano o yo. Por ello, quizás, pudo permitirse ser optimista hasta un punto que me resultó un poco irritante, pensaba: “¿Por qué no dejas de repetir que el Madrid va a ganar este partido (culminando así la mejor temporada de su historia) cuando está escrito en las estrellas que esta final es para ellos? ¿Acaso ignoras el relato de la Juve?”. Más que un chute de ilusión y esperanza, el primer gol de Cristiano supuso un alivio momentáneo. Lo celebramos con ruido y furia, pero enseguida volví a mi estado de tensión silente. Pese a la ventaja en el marcador, sentía que las oscuras golondrinas seguían revoloteando encima de mi cabeza. El inverosímil gol de Mandžukić confirmó mis peores presagios. Tuve claro en ese momento que el resto del partido iba a ser un largo y sinuoso camino hacia mi primera derrota en una final de Champions.
Empecé a ver el segundo tiempo en un estado de relativa tranquilidad, con la calma que otorgaba la certeza de lo inevitable. Sin esperarlo, una chispa prendió. Casemiro, Kroos, Modric e Isco empezaron a extender su imperio y a someter a los italianos. Los acercamientos al área contraria se sucedían y el juego del equipo púrpura se vistió de blanco satén. Pensé que estaba asistiendo a un bello espejismo que, posteriormente, se haría añicos cruelmente. Entonces sucedió: un extravagante misil del mejor mediocentro defensivo de la historia del Madrid (sé que el redondismo imperante querrá descuartizarme por esta afirmación, todo buen artículo que se precie debe tener su punto de polémica) se deslizó a cámara lenta hacia la red, sin que el legendario portero pudiera atajarlo. Al contrario que en el primer gol, nuestra celebración fue una impúdica explosión de alegría y felicidad, y lo fue por una mera razón: por primera vez ambos tuvimos el convencimiento de que íbamos a ganar. Gritamos y nos abrazamos mientras dábamos brincos arrítmicos y recuerdo que acabé, no sé cómo, rodando por el suelo. La descarga de adrenalina fue tal que S. tuvo que sentarse porque se mareó y creyó que iba a perder el conocimiento. Aún resacosos por los efectos del casemirazo, llegó el segundo gol de Cristiano y con ello lo insólito: el poder disfrutar de una final de Champions. Estos partidos nunca los gozo, por muy bien que pinten las cosas, sólo los sufro; en cambio, esa segunda parte la disfruté. El gol postrero de Asensio puso la rúbrica a la mayor y más hermosa exhibición que ha visto el fútbol moderno de clubes, al partido en que el Madrid de Zidane empequeñeció a un coloso con el mejor fútbol que se ha podido ver en Europa.
–Zinedine Zidane en el Cielo de las leyendas madridistas se sienta a la derecha de Di Stéfano. En mi opinión, sumando su contribución como jugador y entrenador, es, junto con la Saeta, la figura (no directiva) más importante de la historia del Madrid. Muchos madridistas afirman que es un entrenador mediocre que no sabe de táctica (son los que suelen confundir saber de táctica con ser intervencionista y/o charlatán), ignorando que la táctica no es más que la manera en la que dispones de unos medios para lograr un fin (algo que él ha hecho más que ningún otro entrenador); ignorando que logró la tríada imposible; ignorando que bajo su batuta el Madrid hizo la mejor temporada de su historia; ignorando que sus equipos han desplegado por momentos un juego maravilloso (en Cardiff, sin ir más lejos), etc. No sé si en la ignorancia está la felicidad, pero sí sé que allí están la ingratitud y la ceguera–.
S. y yo nos queremos tanto que nunca tenemos la necesidad de decírnoslo. En cuanto terminó el partido volvimos a abrazarnos. Me emocioné hasta las lágrimas porque en ese momento comprendí que, para mí, el Madrid también son los recuerdos y las vivencias compartidas con las personas que más quiero. Fue muy bonito vivir a su lado aquella mágica noche de primavera en la que nos zambullimos en un sueño que ya siempre sería nuestro. Independientemente de lo que nos depare la vida y de los derroteros que vaya a seguir nuestra amistad, a S. y a mí siempre nos quedará Cardiff.
Un amigo culé (sorprendentemente, no es un oxímoron) dice que lo mejor del fútbol son los fichajes de verano y los sorteos. Yo añadiría que lo mejor de las finales de Champions son esos momentos de relax y satisfacción poscoital en los que te sumerges en el móvil para comprobar lo que dicen las personas que te han escrito al WhatsApp, los periódicos digitales y esa masa amorfa, variopinta y terriblemente divertida que es el madridismo tuitero. Ambos estuvimos absortos en nuestros respectivos teléfonos hasta bien entrada la madrugada, cada uno en su propio mundo digital, sin apenas intercambiar palabras: es uno de los lujos que te puedes permitir con las poquísimas personas con las que no existen los silencios incómodos. Después, lo acerqué en coche a su casa (vivimos apenas a diez minutos). Justo antes de que abriera la puerta y se marchara le dije que le quería y que me había encantado haber vivido con él la primera final de Champions que veía sin mi padre y sin mi hermano.
Observé por la ventanilla del coche a mi amigo perderse en lontananza, sin ser consciente de que ya se estaban a empezando a sedimentar en mi memoria y en mi corazón los recuerdos de una de las noches más felices de mi vida.
Fotografías Getty Images.
El Real Madrid une a personas y fortalece relaciones.
Gran artículo, me ha transportado a ese día y a muchos sentimientos que también me transmite el Madrid. Saludos.