Las mejores firmas madridistas del planeta

Ha pasado un tiempo, pero la sección 'Hijos de la Década' no podía caer en el olvido. No, todavía no. Me permito la bufonada de regresar con uno de los, quizá, más célebres hijos del destino madridista de la primera década del siglo XXI: Thomas Gravesen, nuestro querido mastín danés.

Thomas Gravesen, oriundo de la ciudad danesa de Velje, en Jutlandia, llegó al Madrid a comienzos del 2005 como envuelto en una ola espumosa: euforia, socarronería general y expectación. Tenía 29 años; venía avalado por cinco buenas campañas en la Premier y una actuación de cierta relevancia con Dinamarca en la Eurocopa del verano anterior, en Portugal. Sobre todo, Gravesen era su cara: un cráneo limpio de pelo, unas orejas despegadas, unos maxilares afilados, las cuencas de los ojos hundidas y dos bolas blancas dentro de ellas que parecían ventanucos al Mäelstrom. Daba, ciertamente, algo de miedo, a pesar de su hablar pausado y de su sonrisa perenne. O precisamente por ello.

Gravesen Real Madrid

Todo lo que sé de Dinamarca lo aprendí con Borgen. Porque Gravesen es otro mundo gutural, arcaico, primitivo, hecho de violencia sorda y tejido con los dientes crujidos de las víctimas de todos sus tatarabuelos vikingos puestos en fila. Uno detrás de otro. En los ojos de Gravesen había, cosida a las pupilas, toda la sangre de Groenlandia, de Inglaterra, de Asturias y hasta de Canadá, que derramaron sus ancestros conquistadores y salvajes. Debutó una noche fría de enero de 2005, en un partido que terminó 3-1 contra el Zaragoza. Fue la noche en que Figo destrozó la rodilla y la carrera de César Jiménez, aquel buen hombre. El Bernabéu recibió al danés como Las Ventas saludaría a un bombero torero. Corría estrafalariamente, moviendo las manitas hacia atrás, como una chiquilla. Y sonreía. No paraba nunca de sonreír.

Jugó 35 partidos con el Madrid. Metió un gol. Un buen gol. Un gol que firmaría hoy Toni Kroos. Al Deportivo. Pelota rebotada en la frontal, llega Gravesen, todo el mundo al suelo. Y en vez de sacar el mortero de artillería, dispara con la Glock de porcelana. Plac. Con rosca al palo corto, suave, desmintiendo la apariencia, como si un vikingo saltase del drakkar y al tú agacharte esperando el hachazo, va y te pincha el corazón con un estilete de esgrimidor. Finamente. Lo trajo Vanderlei Luxemburgo, quien había debutado en el partido de siete minutos el día de Reyes, frente a la Real, cuando Ronaldo le hizo la cola de ídem a Labaka y Zidane protagonizó el que sería su tercer regalo de Epifanía, pues aún quedaba un cuarto para el que tendríamos que esperar once años más. En lo que restó de temporada, fue titular.

Gravesen Real Madrid

Gravesen era mediapunta, o lo que por entonces estaba de moda decir: centrocampista llegador, medio adelantado del 4-3-3, pulmones inagotables y acaparador de la segunda línea. Nada más aterrizar en Madrid se le pidió que renunciase a su naturaleza impulsiva: vas a ser stopper, le dijeron, y a Tommy, como se le llamaba en la prensa amarilla deportiva (Cuatro y aquel excelso programa, ya saben, cómo se llamaba) se le cayeron los palos del sombrajo. Tuvo que embridar, durante año y medio, su fuego innato. Su violencia genética, corrosiva, que en el verde se materializaba en entradas duras, tackles constantes, actitud pendenciera y una irrefrenable tendencia a estar en todas partes. A estar bien, me refiero. A que se notara su presencia. En un derby derribó a Torres, y mientras el 9 rojiblanco se quejaba en el suelo, Gravesen se acercó a darle la mano, para levantarlo. Al ir a cogérsela Torres, Tommy se la retiró, burlón, y se marchó descojonándose. Anidaba en Gravesen un espíritu infantil, con todo lo que los niños tienen de cabrones: ese hacer daño gratuita e impunemente, pero sin maldad, que es como la maldad se plasma de verdad en su estado más puro, que es el de la inocencia.

Formó parte del once en la eliminatoria contra la Juve, la del despeje de Raúl Bravo a la frontal, en la prórroga, hacia los pies de Zalayeta. Esos despejes producen en mi cabeza asociaciones de ideas confusas: se me figuran a que debe ser como acostarse en invierno y dejar el gas abierto. La muerte dulce. Gravesen asistió a la penúltima recorrida memorable de Ronaldo Nazario, aquella noche en Delle Alpi, que terminó en el poste de Buffon. Fue titular también en el 4-2 al Barcelona de Ronaldinho, el éxtasis famélico con que acabó esa Liga. Al año siguiente le dio tiempo no más que a fomar parte de la inenarrable medular con que el Real saltó al césped del Gerland de Lyon, de donde saldría con tres agujeros en el pecho y una fama negra perdurable: Gravesen-Pablo García, con Baptista, Robinho y Raúl por delante. Titadine y Goma 2 Eco. Pero mustia.

Gravesen pelea Robinho

Durante la 2005-2006, apenas jugó. Quedó relegado. Aquel año se marchó Florentino, y el Madrid terminó despidiendo a Zidane, eliminado en Highbury Road, entrenado por el actual seleccionador de Omán, y con un interregno donde Matusalén era el presidente. Volvió de vacaciones, y el mastín danés se encontró con Capello en la caseta y con Ramón Calderón en la tribuna de honor: no se tienen noticias de que se cruzara por Valdebebas con Vlade Divac. Gravesen le dio una hostia a Robinho durante la concentración estival en Suiza y Capello lo largó a Glasgow. En el Celtic recuperó la verticalidad de box-to-box, y un fútbol sin duda más apropiado para su condición de corsario de la pelota que el que España podía ofrecerle.

Pero del Celtic también tuvo que irse, de nuevo al Everton. Allí fue incapaz de reverdecer sus laureles de gloria y volvió a Escocia. Con 32 años, sin equipo, dejó en marina seca su bajel pirata, enterró el hacha y desapareció. Se separó de la modelo danesa a la que llevaba a la feria, sin ser abril ni nada, y no concedió más entrevistas a la prensa de su país. Sin embargo, la vida posterior al fútbol de Gravesen parece tan dadaísta como su propia carrera: tan bien parece haber invertido la viruta ganada, que su fortuna alcanza, según la prensa de Dinamarca, los 100 millones de euros. Vive medio año en Velje, donde tiene un apartamento de 250 metros cuadrados, y otro medio en Las Vegas con una agente inmobiliaria checa. El futbolista danés más famoso después de Laudrup, inventor de driblings que harían llorar a Darwin y aún recordado en los mentideros del madridismo con una mezcla de fascinación y miedo, se dedica a gastar dinero. Como los buenos. Sin tener idea, ni falta que le hace, de eso que se ha dado en llamar La Década, de la que es tan símbolo como pueda serlo Fernando Martín Agromán, o Nanín, el Errejón antes de Errejón.

A veces sucede que la visceralidad que uno siente hacia su equipo de fútbol es tan intensa, que da en justificarlo todo. Tanto es así que hasta los fichajes más extravagantes parecen, pasados por ese cedazo de la pasión, creíbles y dignos de confianza. Suele ocurrir esto, principalmente, durante los períodos de mayor oscuridad, y si uno lo piensa bien, es natural. La desesperanza nos hace visitar a los brujos, aunque no creamos. O rezar. No sé si Pablo García rezaba mucho en 2005, cuando jugaba en el Club Atlético Osasuna. Pero lo cierto es que aquel verano lo fichó el Madrid. Cinco millones de mortadelos para un mediocentro espigado, flaco, melenudo, con el gesto torcido y que parecía cualquier cosa menos un futbolista. Pablo Gabriel García Pérez, oriundo de Pando, Uruguay, nacido en 1977, había llegado al Santiago Bernabéu en el peor momento posible.

La trayectoria profesional de Pablo García, vista en diagonal, parece tan errática y disparatada como aquella temporada 2005-2006 del Real Madrid. García llevaba en España desde los 20 años, cuando el Atlético de Madrid se lo trajo del Montevideo Wanderers para su recuperado filial. Estuvo medio año en la cantera rojiblanca, y nunca alcanzó el primer equipo: fue cedido seis meses al Valladolid, donde quedó sin desprecintar; luego regresó al Atlético B, marchando fugazmente a su país para vestir la zamarra de Peñarol. Su periplo le devolvió a Europa como si fuese un madero suelto desprendido en un naufragio. Seguía perteneciendo al Atlético, quien lo cedió al Milan. Por aquel entonces entrenaba al gigante lombardo Alberto Zaccheroni. El Milan transitaba por una estepa dura, fría y pelada, a rebufo de Juventus, Lazio y Roma. Pablo García compartió vestuario con Oliver Bierhoff y Andrei Shevchenko, el Alfa y la Omega de los delanteros rubios de los lustros que acompasaron el cambio de siglo. Fueron sextos en un Scudetto que ganó la Roma, y García marchó cedido al Venecia después de jugar cinco partidos en San Siro.

Pablo García Real Madrid

De Venecia, finiquitado su contrato con el Atlético, Pablo García retornó a la Liga española: Osasuna, contexto ideal para ese adjetivo que parece apellidar por defecto a todos los jugadores nacidos en Uruguay: la garra, sustantivo usado casi siempre para describir poéticamente las cualidades de futbolistas que se desempeñan profesionalmente con violencia, frenesí homicida y trapacería arrabalera. Pablo García triunfó en Pamplona, con tres buenas temporadas en las que le dio tiempo a pegarse con Zidane, con Beckham, con Figo, y si hubiera podido, con Chamartín encarnado en un sólo hombre. Hosco, malencarado, en el campo se recogía el pelo con una cinta que dejaba caer sobre los hombros una cortinilla de pelambrera negra cuyo desaliño acentuaba la expresividad fiera de un tipo que, probablemente, hubiese terminado en comisaría más de una vez si el ejercicio de su actividad laboral hubiera consistido en, qué sé yo, poner un ladrillo encima de otro untándoles el borde en mezcla y no el balompié de élite.

Tres años en Osasuna le valieron la categoría moral de capo y el fichaje por el Madrid. Llegó en la primera temporada planificada, en teoría, por Vanderlei Luxemburgo, aquel científico loco que había quemado todo su carisma en los seis meses previos desde que llegó sustituyendo a García Remón. Luxa ganó el partido de los seis segundos a la Real Sociedad en su debut; derrotó al Barcelona por 4-2 en un partido sanguíneo que enervó al Bernabéu y logró un discreto segundo puesto que casi supo a gloria viendo el nivel mostrado por el Barcelona de Ronaldinho, y el lamentable esfuerzo institucional que el Madrid hizo por seguirlo. Luxa se trajo a García y a otro uruguayo, Carlos Diogo, del que para hablarles necesitaría media Galerna para mí en exclusiva. Fue el año de Baptista, de Robinho y de Ramos. Fue el año de Pablo García.

Pablo García Real Madrid

Todo empezó a salir mal cuando el 13 de septiembre de 2005, a las 20:40 de la tarde, el Madrid saltó al estadio de Gerland de Lyon con una medular diseñada a propósito por Joan Gaspart: Gravesen-García, con Beckham y Baptista flotando a los costados de tamaño transatlántico balompédico y Robinho, junto a Raúl, creando tanto peligro por delante como la caballería montada polaca enfrentando a los panzers de la Werhmacht en el 39. Aquella fue la noche de los bombardeos con los que Juninho Pernambucano aterrorizó a toda una generación de niños madridistas. La noche del miedo, la noche preñada de tormentas.

Aquel tándem se mantuvo, más o menos, hasta que Florentino decidió despedir a Luxemburgo, en la última de las piruetas que llevaron a la morgue su primer mandato presidencial. No recuerdo nada de Pablo García. Quiero decir, que más allá del caminar pesaroso, de la adustez de su figura, no se me viene a la cabeza ningún atributo futbolístico relevante de aquel uruguayo que, eso sí lo recuerdo bien, era zurdo. Le pegaba a la bola como uno de esos cuarentones tirillas golpea la pelota en las pachangas de domingo con la cuadrilla; su trote era antinatural, turbio y en absoluto armónico. Si le llega a cuadrar la época de Praxíteles, se lo presentan como modelo para una de sus esculturas y el griego le tira el mazo desde lejos: tal era su silueta cansada, como si llevara sobre sus hombros todo el peso del Madrid y del mundo. Florentino echó a Luxemburgo y el cuadrado mágico se llevó consigo a Pablo García, quien desapareció de la lista de los reclutas hacia el desastre cuando el nuevo míster, López Caro, tomó las riendas.

Pablo García Real Madrid

Cada convocatoria del Madrid ese año parecía la Lista de Schindler. No estuvo ya en la eliminatoria contra el Arsenal, donde el Madrid holló la intrascendencia más penosa de toda su Historia. Su último gran partido como titular fue el 0-3 del Barcelona, cuando Messi se desvirgó en la cumbre. Rijkaard ya zumbaba hacia el doblete y el Madrid, desde febrero, navegaba sin timonel: dimitió Florentino tras el esperpento aquel de Mallorca (Ramos celebrando los goles en la soledad más solitaria de todas las soledades posibles, mientras el banquillo parecía estar recibiendo la noticia de la muerte de Chanquete) y Pablo García dejó su perla más recordada en el Bernabéu, justo, en la zona mixta: cuando la cuerda viene cagada, hay que agarrarla por los dientes, le comentó dicharachero a Javier Ares en Onda Cero, a cuenta de una pregunta sobre la patética situación del Madrid aquella temporada. El Zaragoza le metió 6 en semifinales de Copa y todo acabó con una no-remontada, la primera de tantas, en el Paseo de La Castellana. Pablo García abandonó el barco, cedido primero en Vigo y luego en Murcia.

Terminado su contrato con el Madrid, en 2008, la historia de Pablo García, el mediocentro invertebrado, ofreció el último y espectacular giro narrativo: fichó por el PAOK de Salónica y allí, a la vejez, encontró la plenitud. El estrellato. Con el mítico club de los constantinopolitanos griegos exiliados en Salónica, Pablo García halló el amor, quizá lo que este antihéroe había buscado desde que saliese de Uruguay en 1997. En Grecia se estableció, al modo en que lo hacen los mercenarios cansados de vagar por la tierra. Echó raíces y hasta se bajó el sueldo en 2012 para que el PAOK pudiese afrontar los tremendos problemas financieros que, como en todo el país, azotaban la institución. En Salónica siguió coleccionando tackles barriobajeros; siguió utilizando los codos con la generosidad con la que la Madre Teresa de Calcuta repartía dones y abrazos; siguió trotando con ese ritmo cansino tan suyo, y la baja intensidad del balompié griego favoreció su camorrismo. La tribuna blanquinegra del PAOK adoraba el rock metalero de Pablo García, y hasta le dedicaban encendidos cánticos. En 2014 abandonó Salónica rumbo a Xanthi, en la frontera con Bulgaria: un escenario digno de Pablo García, el jugador del fútbol-noir, a pesar de que sólo jugase allí cuatro partidos. Desde entonces se dedica a estudiar para entrenador y a desarrollar una escuela de fútbol para niños en Grecia. Porque también para los malos hay una redención.

Han leído bien: hoy vengo a hablarles de Samuel. De Walter Samuel. El Muro. Walter Adrián Samuel Luján, de Laborde, Argentina. Nacido en 1978, a la sazón con 26 años en julio de 2004, cuando aterrizó en Barajas procedente de Roma. Era entonces, según los expertos, el mejor defensa del mundo. O uno de los mejores. Robusto, fuerte, serio, hosco, ceñudo, cuando se cruzaba de brazos parecía el portero de la discoteca de mi pueblo. Esos que, a las cuatro de la mañana de una noche cualquiera en verano, con la camiseta negra a punto de explotárseles en los bíceps, sólo musitan son diez euros con consumición mirándote de arriba abajo. Samuel, Il Muro, como lo empezaron a llamar en Roma tras cuatro temporadas espectaculares en las que formó una malla invisible alrededor de la portería y en las que la Associazione Sportiva romana ganó un Scudetto y una Supercopa de Italia. Walter Adrián, se llamaba. Cómo no recordarlo tan bien.

En el verano de 2004, aún con el estrépito y la vajilla rota de la temporada 2003-2004, en el Madrid se pedían cojones y centrales. Se tenía entonces esto como la fórmula mágina, el Abracadabra que solventaría el escandaloso final del sueño trasatlántico del año de Queiroz: la pócima de Fierabrás con la que Florentino, todavía mojado tras el hundimiento de su Titanic, pensaba sanar las heridas de una afición en shock. Se repetía por los bares de Madrid: ¡centrales! ¡cojones! ¡Camacho! Era la letanía del madridismo, el diagnóstico de lo que había fallado a partir del 10 de marzo. Se trajeron entonces un par: Jonathan Woodgate, una joven promesa del balompié británico, baluarte del eficaz Leeds United que había llegado a semifinales de la Copa de Europa un par de temporadas antes, y a Walter Samuel. Il Muro.

Central argentino de reconocido prestigio internacional, Samuel llegó a España mostrándose desde el principio parco en palabras. Esto no le ayudó a ser percibido por la afición como un tipo con el que encariñarse. Redundaría en su perjuicio, más adelante. Por aquel entonces yo contaba con 16 años y leía a diario el Marca. No es que fuese a comprarlo todas las mañanas: lo consumía con fiebre, lo devoraba. Por aquel tiempo ya se decían muchas pamplinas, y a mitad de aquella campaña dejé de ser un fiel en el kiosco. Pero ese verano, yo necesitaba respuestas. Quería saber por qué el Madrid, para mí aún bendito por la infalibilidad papal que velaba mis ojos de adolescente acrítico (pura carne de la propaganda idiotizante), no había ganado nada el año anterior, y cómo íbamos a ganarlo todo en la siguiente. Con Camacho. Con centrales. Y con cojones.

Walter Samuel Real Madrid

Samuel era, para mí, un auténtico can cerbero del infierno: un mastín, un alabardero real, una figura mítica, un portento de la retaguardia, un zaguero impenetrable, la verdadera encarnación de la Línea Sigfrido. Los telediarios no hacían más que poner el mismo corte: Samuel, de rojo romanista, haciendo un tackle; Samuel, de blanco, en uno de esos campos italianos de fondo desamparado y nombres que inspiran temor, tales como el Artemio Franchi o el Ennio Tardini, anticipándose al delantero; Samuel, en el Olímpico de Roma, metiendo un gol de soberano testarazo; Samuel, despojándose de la camisa y la chaqueta a lo Clark Kent, salvando a una viejecita de morir atropellada en un atestado paso de peatones de Manhattan. Samuel, en definitiva, era la polla. No nos iba a meter un gol ni Cristo bajándose de la cruz y calzándose las botas de Cantona en el anuncio de Nike, pensaba. Ingenuo de mí.

Debutó en Da Luz. Era un amistoso, frente al Benfica, que el Madrid perdió 2-1. Jamás, hasta la eclosión de Varane en 2013, ansié tanto ver jugar a un central como aquella tarde tórrida de agosto en que me pasé dos horas delante del televisor, viendo el amistoso por Antena Tres. Once años después, la única fotografía que retengo de aquel partido es la imagen de Samuel despatarrado ante Casillas, mirando muy serio, con ese aire dramático que conserva quien huye del gesto peripatético, cómo la pelota iba mansa hasta la red del Madrid. Samuel era, contrario a costumbre, un argentino callado y mustio, un argentino hierático que no regalaba triquiñuelas de parlanchín ante las cámaras. Por lo general rehuía el foco, y eso en el Madrid puede ser bueno si las cosas te van bien: al contrario, nadie sentía como propio a aquel tipo sepulcral que cuando fallaba, cosa inaudita, se echaba la culpa a sí mismo.

Costó poco menos de 25 millones y fue vendido por poco más de 16. Fue titular prácticamente todo el año, a excepción, naturalmente, del partido más importante de la temporada: el de vuelta de los octavos de final de la Copa de Europa del año 2005, en Turín. El Madrid defendía un 1-0 logrado en el Bernabéu a puro huevo. Fue el mejor partido del año y es probable que de toda la Década. No obstante, el influjo inefable, intangible, el perfume arrebatador de la Década, ya había envuelto la eliminatoria: Samuel vio tarjeta en el minuto 73, y ya debía acumular otra de la fase de grupos puesto que no viajó a Delle Alpi. Allí, claro, el Madrid perdió. Lo hizo, además, en la prórroga: centro lateral, Raúl Bravo -jugó de central, sustituyendo a nuestro querido Walter- despejó blando como la mierda de pavo, hacia la frontal del área, y Zalayeta cañoneó sin piedad. Noi a Istanbul e voi a Hollywood, decía una pancarta en las afueras del estadio.

Real Madrid Walter Samuel

Samuel fue muy criticado. Recuerdo un artículo de El Cortador de Césped en Marca, antes de que a este buen señor le devorase el personaje de hater profesional. Decía, y esto fue en septiembre u octubre, que no le gustaban los centrales zurdos. Yo por entonces no conocía la diferencia entre un central zurdo y otro que no lo fuese. Me pregunté: ¿en qué le afecta patear con la siniestra? Desde entonces me esforcé mucho en advertir alguna circunstancia que delatara la poca idoneidad de ser central zurdo. Escrutaba los movimientos de Samuel con tanto ahínco que llegaron a dolerme los ojos. A veces, en el bar, miraba a mi alrededor diciéndome: ¿seré el único gilipollas que está apretando la vista hacia el televisor fijándose en cómo golpea un central la pelota? La cuestión es que no hallé inconveniente alguno en eso, pero sí en Samuel. Era evidente que la cualidad desharrapada de la plantilla del Madrid incidía negativamente en su rendimiento. Arropado en la Roma por un sistema que, trazando la comparación económica, podríamos llamar garantista, en Madrid Samuel se desenvolvía, contra natura, en un desbarajuste anárquico.

La fachada imponente de Samuel, su cualidad pétrea, transformóse en debilidad, nervios, indecisión, duda, ausencia de precisión. Errático, en su caminar no había seguridad, y fallaba hasta los pases horizontales más sencillos. Se había convertido en un perro apaleado: iba al suelo cuando no hacía falta, apenas soportaba la tensión termodinámica del uno contra uno, y en general, al primer silbido del público del Bernabéu, Samuel perdía la concentración irremediablemente.

Tuvo tres entrenadores en aquel año terrible. Huyó Camacho y llegó García Remón. El Madrid alcanzó simas de oprobio y ridículo inauditas. El mundo se caía a trozos entorno a mí y aquel pobre argentino con porte de gaucho parecía deambular por un planeta ininteligible. Marcó un gol y, en un gesto rebelde que indicaba orgullo interior y amor propio de central herido -los defensas tenemos un ego muy grande, aunque no lo parezca- se dirigió a la tribuna del Bernabéu señalándose la oreja: craso error. Ese desafío a la platea es lo más subversivo que puede hacérsele al ultramontano público de Chamartín. Lo entendieron como un reto altanero y, claro, Samuel quedó sentenciado ante el Senado y el Pueblo de Roma. Por chulo. Mi padre, al tiempo, me preguntó sarcástico (siempre le ha gustado ensañarse con los nuevos fichajes del Madrid que a mí me entusiasmaban, en una suerte de rejoneo paternofilial que supongo entenderé cuando yo sea padre y coma huevos) si a ese que había traído el Madrid de Italia le llamaban el Muro; sin esperar mi respuesta, me miró de lado y lo vi agarrando el cincel y la placa de mármol: pues el Muro no llega ni a Tapia.

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