Las mejores firmas madridistas del planeta

Han leído bien: hoy vengo a hablarles de Samuel. De Walter Samuel. El Muro. Walter Adrián Samuel Luján, de Laborde, Argentina. Nacido en 1978, a la sazón con 26 años en julio de 2004, cuando aterrizó en Barajas procedente de Roma. Era entonces, según los expertos, el mejor defensa del mundo. O uno de los mejores. Robusto, fuerte, serio, hosco, ceñudo, cuando se cruzaba de brazos parecía el portero de la discoteca de mi pueblo. Esos que, a las cuatro de la mañana de una noche cualquiera en verano, con la camiseta negra a punto de explotárseles en los bíceps, sólo musitan son diez euros con consumición mirándote de arriba abajo. Samuel, Il Muro, como lo empezaron a llamar en Roma tras cuatro temporadas espectaculares en las que formó una malla invisible alrededor de la portería y en las que la Associazione Sportiva romana ganó un Scudetto y una Supercopa de Italia. Walter Adrián, se llamaba. Cómo no recordarlo tan bien.

En el verano de 2004, aún con el estrépito y la vajilla rota de la temporada 2003-2004, en el Madrid se pedían cojones y centrales. Se tenía entonces esto como la fórmula mágina, el Abracadabra que solventaría el escandaloso final del sueño trasatlántico del año de Queiroz: la pócima de Fierabrás con la que Florentino, todavía mojado tras el hundimiento de su Titanic, pensaba sanar las heridas de una afición en shock. Se repetía por los bares de Madrid: ¡centrales! ¡cojones! ¡Camacho! Era la letanía del madridismo, el diagnóstico de lo que había fallado a partir del 10 de marzo. Se trajeron entonces un par: Jonathan Woodgate, una joven promesa del balompié británico, baluarte del eficaz Leeds United que había llegado a semifinales de la Copa de Europa un par de temporadas antes, y a Walter Samuel. Il Muro.

Central argentino de reconocido prestigio internacional, Samuel llegó a España mostrándose desde el principio parco en palabras. Esto no le ayudó a ser percibido por la afición como un tipo con el que encariñarse. Redundaría en su perjuicio, más adelante. Por aquel entonces yo contaba con 16 años y leía a diario el Marca. No es que fuese a comprarlo todas las mañanas: lo consumía con fiebre, lo devoraba. Por aquel tiempo ya se decían muchas pamplinas, y a mitad de aquella campaña dejé de ser un fiel en el kiosco. Pero ese verano, yo necesitaba respuestas. Quería saber por qué el Madrid, para mí aún bendito por la infalibilidad papal que velaba mis ojos de adolescente acrítico (pura carne de la propaganda idiotizante), no había ganado nada el año anterior, y cómo íbamos a ganarlo todo en la siguiente. Con Camacho. Con centrales. Y con cojones.

Walter Samuel Real Madrid

Samuel era, para mí, un auténtico can cerbero del infierno: un mastín, un alabardero real, una figura mítica, un portento de la retaguardia, un zaguero impenetrable, la verdadera encarnación de la Línea Sigfrido. Los telediarios no hacían más que poner el mismo corte: Samuel, de rojo romanista, haciendo un tackle; Samuel, de blanco, en uno de esos campos italianos de fondo desamparado y nombres que inspiran temor, tales como el Artemio Franchi o el Ennio Tardini, anticipándose al delantero; Samuel, en el Olímpico de Roma, metiendo un gol de soberano testarazo; Samuel, despojándose de la camisa y la chaqueta a lo Clark Kent, salvando a una viejecita de morir atropellada en un atestado paso de peatones de Manhattan. Samuel, en definitiva, era la polla. No nos iba a meter un gol ni Cristo bajándose de la cruz y calzándose las botas de Cantona en el anuncio de Nike, pensaba. Ingenuo de mí.

Debutó en Da Luz. Era un amistoso, frente al Benfica, que el Madrid perdió 2-1. Jamás, hasta la eclosión de Varane en 2013, ansié tanto ver jugar a un central como aquella tarde tórrida de agosto en que me pasé dos horas delante del televisor, viendo el amistoso por Antena Tres. Once años después, la única fotografía que retengo de aquel partido es la imagen de Samuel despatarrado ante Casillas, mirando muy serio, con ese aire dramático que conserva quien huye del gesto peripatético, cómo la pelota iba mansa hasta la red del Madrid. Samuel era, contrario a costumbre, un argentino callado y mustio, un argentino hierático que no regalaba triquiñuelas de parlanchín ante las cámaras. Por lo general rehuía el foco, y eso en el Madrid puede ser bueno si las cosas te van bien: al contrario, nadie sentía como propio a aquel tipo sepulcral que cuando fallaba, cosa inaudita, se echaba la culpa a sí mismo.

Costó poco menos de 25 millones y fue vendido por poco más de 16. Fue titular prácticamente todo el año, a excepción, naturalmente, del partido más importante de la temporada: el de vuelta de los octavos de final de la Copa de Europa del año 2005, en Turín. El Madrid defendía un 1-0 logrado en el Bernabéu a puro huevo. Fue el mejor partido del año y es probable que de toda la Década. No obstante, el influjo inefable, intangible, el perfume arrebatador de la Década, ya había envuelto la eliminatoria: Samuel vio tarjeta en el minuto 73, y ya debía acumular otra de la fase de grupos puesto que no viajó a Delle Alpi. Allí, claro, el Madrid perdió. Lo hizo, además, en la prórroga: centro lateral, Raúl Bravo -jugó de central, sustituyendo a nuestro querido Walter- despejó blando como la mierda de pavo, hacia la frontal del área, y Zalayeta cañoneó sin piedad. Noi a Istanbul e voi a Hollywood, decía una pancarta en las afueras del estadio.

Real Madrid Walter Samuel

Samuel fue muy criticado. Recuerdo un artículo de El Cortador de Césped en Marca, antes de que a este buen señor le devorase el personaje de hater profesional. Decía, y esto fue en septiembre u octubre, que no le gustaban los centrales zurdos. Yo por entonces no conocía la diferencia entre un central zurdo y otro que no lo fuese. Me pregunté: ¿en qué le afecta patear con la siniestra? Desde entonces me esforcé mucho en advertir alguna circunstancia que delatara la poca idoneidad de ser central zurdo. Escrutaba los movimientos de Samuel con tanto ahínco que llegaron a dolerme los ojos. A veces, en el bar, miraba a mi alrededor diciéndome: ¿seré el único gilipollas que está apretando la vista hacia el televisor fijándose en cómo golpea un central la pelota? La cuestión es que no hallé inconveniente alguno en eso, pero sí en Samuel. Era evidente que la cualidad desharrapada de la plantilla del Madrid incidía negativamente en su rendimiento. Arropado en la Roma por un sistema que, trazando la comparación económica, podríamos llamar garantista, en Madrid Samuel se desenvolvía, contra natura, en un desbarajuste anárquico.

La fachada imponente de Samuel, su cualidad pétrea, transformóse en debilidad, nervios, indecisión, duda, ausencia de precisión. Errático, en su caminar no había seguridad, y fallaba hasta los pases horizontales más sencillos. Se había convertido en un perro apaleado: iba al suelo cuando no hacía falta, apenas soportaba la tensión termodinámica del uno contra uno, y en general, al primer silbido del público del Bernabéu, Samuel perdía la concentración irremediablemente.

Tuvo tres entrenadores en aquel año terrible. Huyó Camacho y llegó García Remón. El Madrid alcanzó simas de oprobio y ridículo inauditas. El mundo se caía a trozos entorno a mí y aquel pobre argentino con porte de gaucho parecía deambular por un planeta ininteligible. Marcó un gol y, en un gesto rebelde que indicaba orgullo interior y amor propio de central herido -los defensas tenemos un ego muy grande, aunque no lo parezca- se dirigió a la tribuna del Bernabéu señalándose la oreja: craso error. Ese desafío a la platea es lo más subversivo que puede hacérsele al ultramontano público de Chamartín. Lo entendieron como un reto altanero y, claro, Samuel quedó sentenciado ante el Senado y el Pueblo de Roma. Por chulo. Mi padre, al tiempo, me preguntó sarcástico (siempre le ha gustado ensañarse con los nuevos fichajes del Madrid que a mí me entusiasmaban, en una suerte de rejoneo paternofilial que supongo entenderé cuando yo sea padre y coma huevos) si a ese que había traído el Madrid de Italia le llamaban el Muro; sin esperar mi respuesta, me miró de lado y lo vi agarrando el cincel y la placa de mármol: pues el Muro no llega ni a Tapia.

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