Vuelve el Madrid, es decir, vuelve el fútbol y por supuesto vuelve un necesario sentido del orden a la vida. Por no decir que vuelve la vida misma. El otro día caí de repente en la cuenta de que se cumplían dos meses justos de la final de París y me sorprendí de lo mucho que lo echo de menos. No al fútbol, Dios me libre. El fútbol es una cosa cada vez más aburrida e insulsa, un circo infantilizado por el late capitalism. Echo de menos al Madrid. El fútbol se está convirtiendo, perdón, del fútbol están haciendo un negocio espurio para niños grandes cuando siempre fue un juego que hacía sentir como hombres a los niños. Por suerte todavía nos queda el Madrid para evocar algo de la majestuosidad de aquel mundo perdido y por suerte todavía nos hace regalos como es poder ver esta Supercopa de Europa en agosto.
El fútbol se está convirtiendo, perdón, del fútbol están haciendo un negocio espurio para niños grandes cuando siempre fue un juego que hacía sentir como hombres a los niños
Hay madridistas, muchos, que toman por cosa menor este torneo. Lo desprecian como si fuera, en una palabra, un souvenir. Estuve en la final de la Copa de Europa y me acordé de ti. Estuve y la gané, claro, pues eso es lo que significa poder jugar la Supercopa. Tampoco es cuestión, naturalmente, de exhibir las Supercopas en la sala de trofeos con toda la fanfarria como hace el entrañable Atlético de Madrid, pero hay que tener en cuenta, como atenuante en este caso, que el Atlético exhibe hasta placas con los subcampeonatos de Europa: son sus costumbres y hay que respetarlas. Tampoco viene al caso usar las Supercopas para inflar el palmarés y proclamarse el club più titolato dell mondo, como hace el AC Milan. Al que por cierto deberían descontarle su séptima Copa de Europa, pues ese año la jugaron y al cabo la ganaron cuando debían estar castigados en la Serie B por su implicación en el MoggiGate. Pero eso, supongo, no lo mencionarán en el museo de Milanello, si es que lo tienen. Dios los castigó después de eso, no obstante, con cuarenta años vagando por el desierto, pero conservo como ven una memoria prodigiosa para el agravio. Sea como fuere, hay que respetarse.
Pero antes de desdeñar la Supercopa como una pachanga veraniega de tronío es mejor recordar que souvenir, en latín, es “lo que viene de debajo de la memoria”, o sea, lo que nos hace recordar. Recordar, claro está, lo que somos, lo que fuimos y lo que hemos caminado. También, lo que queremos ser. Recordar es vivir. Si algo somos es sobre todo los pasos que hemos dado en nuestra vida para llegar hasta aquí. Los pasos del Madrid a lo largo de 120 años lo han llevado hasta Helsinki, que es una ciudad de hielo, favorita de los zares, y allí lucirá en su pure white shirt como dice el comentarista inglés Peter Drury un parche en el que un 14 de plata corona la silueta de un ánfora griega. Por eso nos traemos souvenirs de los lugares que visitamos y que nos gustan, para regalar y regalarnos. Cada vez que miramos uno un día cualquiera en nuestras casas, cruzando el pasillo, cogiendo un libro de la estantería o abriendo la puerta de la nevera, regresamos por un instante feliz a aquel sitio y a aquel día en el que fuimos felices y lo pasamos bien. Recordamos a la persona que nos acompañaba y sonreímos. Eso nos da fuerza para continuar en el combate cotidiano.
Antes de desdeñar la Supercopa como una pachanga veraniega de tronío es mejor recordar que souvenir, en latín, es “lo que viene de debajo de la memoria”, o sea, lo que nos hace recordar. Recordar, claro está, lo que somos, lo que fuimos y lo que hemos caminado. También, lo que queremos ser. Recordar es vivir
El Madrid viaja hasta la capital de Finlandia para traerse otro souvenir con el que completar su memorabilia. Los anglosajones tienen esta palabra para llamar a todo eso que acumulamos y coleccionamos sobre algo que nos apasiona: “las cosas memorables”. Las Supercopas, las Intercontinentales y los Mundialitos son las cosas memorables de la leyenda madridista y aunque en el madridismo existe cierta pulsión iconoclasta, las imágenes de la propia grandeza sirven para configurar una propia idea de uno mismo además de consuelo y de guía en los tiempos turbulentos. Son importantes.
El Báltico no es un mar propicio para el Madrid. En Gotemburgo, que está entre el Mar del Norte y el Báltico, perdió el Madrid con el Aberdeen de Ferguson una de las dos finales de la Recopa, título nefando. En Tallín, capital de veraneo para la aristocracia rusa de toda la vida, incluida la soviética, perdió con el Atlético de Simeone la última Supercopa, la de 2018, el debut de Lopetegui. Si es que estaba escrito en el Libro del Destino, aquello tenía que salir mal de todas las maneras. La final que se jugó el 28 de mayo de este año en París tenía que haberse jugado en San Petersburgo, la capital báltica de Pedro el Grande. Quién sabe si el cambio de sede no fue uno de los buenos augurios que condujeron a la victoria. Ancelotti rehuyó el mal fario báltico y agrandó su figura en el retablo de la gloria blanca, lo que no pudo Lopetegui. En Tallín empezó su Madrid con los mismos que completaron el threepeat en Kiev pero sin Cristiano. Y con la panza llena los jerarcas, exhaustos tras el Mundial, se echaron a dormir el sueño de los justos, aunque el Madrid estuviera cerca de ganar ese partido con una tijera de Marcelo en el minuto 93 (el minuto totémico). Marcelo estaba en la posición más adelantada del equipo en el último minuto del partido por el mismo absurdo designio por el cual Dios puso al torero Fortuna en la Gran Vía de Madrid la mañana de invierno de 1928 en la que se escapó un toro junto al Casino Militar. Como ven, también tengo buena memoria para las tonterías.
De aquella Supercopa de 2018 no puedo no acordarme por muchas razones. Tenía la sensación entonces de estar viviendo algo por última vez y no me equivocaba. Por el mismo modo lo inesperado de la 14 me hace aguardar la Supercopa de este miércoles con un gozo inverso al desánimo que había hecho presa en mí aquel día de hace cuatro agostos. Yo estaba en Puerto Sherry celebrando una reunión de buenos amigos que resultó ser la última ya que el tiempo es un cabrón insensible e indiferente. Vi el partido medio borracho en un bar lleno de sevillistas que sin duda se vengaron de lo bien que me lo pasé dos años antes cuando el Madrid de Zidane les remontó a ellos la Supercopa de Trondheim con otro cabezazo dadaísta de Sergio Ramos. Aquel Madrid continuaba en un éxtasis místico y disfruté levitando en el salón de la casa de mis padres cuando Carvajal rompió la pared del laberinto en el último minuto de la prórroga, embistiendo como el Minotauro. Aquel gol fabuloso inauguró la extraordinaria temporada que acabó en Cardiff con el doblete y con el mejor fútbol que han visto mis ojos.
Ese año tuvo un epílogo precioso en Skopje, Macedonia, la vieja estación de los Balcanes. Allí el Madrid de Zidane le ganó la Supercopa de Europa de 2017 al Manchester United de Mourinho con gol, claro, de Isco, que acaba de fichar por el Sevilla. Isco estuvo también en la Supercopa de Cardiff de 2014 que se le ganó otra vez al Sevilla. De aquello se cumplen cinco y ocho años. Ríe y bebe mirando a la luna, cantaba Omar Jayyam, porque quizá mañana la luna te busque en vano.
Quizá mi afición a la Supercopa de Europa viene de aquel tiempo luminoso en que yo era un niño. En agosto de 1998 vi al Madrid perder la primera final de la Supercopa de Europa de su historia (treinta y dos años antes, cuando el Real estaba echando los cimientos del mundo, el torneo no existía) con el Chelsea en el Luis II de Montecarlo. Fue con un gol de Poyet, al que yo recordaba jugando en el Zaragoza. No entendía por qué tenía que suceder aquello tan terrible si el Madrid le había ganado dos meses antes a la Juventus el partido más grande e importante de todos y la Juve de Zidane y de Del Piero era poco menos que el ejército de Lucifer. ¿Por qué tenía que perder con el Chelsea, cuyo único mérito había sido ganar una ridículamente competición en la que dejaban participar hasta al Betis? Dos años después, en el mismo sitio, Jardel, con el Galatasaray, me reveló la honda y vieja crueldad que escondía la ley del gol de oro. Tuvo que ser ya con los galácticos cuando pude por fin disfrutar de esa copa. Esa noche empero derrotar al Feyenoord no acalló el destemple de los capitanes españoles del Madrid, que se enfadaron con Florentino por querer fichar a Ronaldo y mandar a Morientes al ostracismo. Florentino lo acabó fichando y la cuenta se la cobró a Hierro diez meses después, pero algo de aquella magia sagrada se había roto para siempre. Me estaba convirtiendo en un adolescente.
La Supercopa nos aporta un horizonte en el calendario y nos rescata del ocio veraniego, que tiene un poco de súcubo. Que sea contra el Eintracht devuelve al fútbol una nota de circularidad temporal. El juego regresa a su casilla mítica, al día dorado que glosan los libros de Historia. Los dos equipos de la final de Glasgow, el partido de todos los tiempos, se ven las caras por primera vez en más de sesenta años, quizá para recordarnos a todos que tenemos la suerte de estar aquí y poder ver un reflejo de lo que vieron nuestros mayores, disfrutándolo con ese momentismo absoluto que canta Alaska.
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¡ Caramba ! , que diría Butragueño.
Por cierto, lo de "súcubo" me ha encandilado.