Sólo se vive una vez. Así era al menos hasta la aparición de los smartphones. Ahora no vivimos la vida, la tuiteamos. La instagrameamos. La subimos a Facebook. De ese modo, no la vivimos realmente, la retransmitimos. En lugar de vivirla una vez, en directo, tenemos la opción de disfrutarla en diferido. Dentro de mil años, los antropólogos del futuro datarán el inicio del declive de nuestra civilización el 29 de junio de 2007, el día en que Steve Jobs presentó el Iphone al mundo. ¿Les parece un diagnóstico excesivamente apocalíptico? Tal vez tengan razón y esté exagerando. Será por culpa de este calor inhumano que padecemos estos días. Pero sobre todo estarán pensando: ¿qué tiene que ver esto con el objeto de esta sección, con el madridismo, con la sintaxis, con mis hermanos y yo?
La semana pasada, Número Uno hablaba de los recuerdos en blanco y negro, que eran así por culpa de los televisores de nuestra niñez. Al hogar familiar tardaron mucho en llegar el palcolor y el mando a distancia. Número Cuatro, por ser la más pequeña, era la encargada de levantarse para cambiar de canal. Yo me iba a casa de unos vecinos los domingos por la noche para ver Curro Jiménez en un Telefunken. Nunca tuvimos un VHS (ni un Beta). El primer horno microondas se instaló cuando yo ya me había independizado. Es obvio que nuestros progenitores no consideraban prioritarios los avances tecnológicos. Pues bien, para ilustrar el texto de Número Uno, nuestro editor eligió con su habitual pericia la foto de Zidane marcando uno de los goles más hermosos de la historia (si no el más hermoso de todos), luciendo esa camiseta del centenario cuya blancura, suma de todos los colores, simboliza la superioridad de nuestra equipación sobre cualquier otra, que es como decir la superioridad de nuestro equipo sobre cualquier otro.
Fue viendo esa foto que pensé: sólo se vive una vez. Imaginen por un momento no haber visto ese gol en directo. Los elegidos que estuvieran esa noche en Hampden Park seguro que no lo olvidarán nunca. Los que estábamos en casa frente al televisor, tampoco. Cierren los ojos y acompasen la respiración. Relájense. Cuenten en voz alta hacia atrás las Copas de Europa del Madrid. Vuelvan conmigo al día que conquistamos la Novena, al 15 de mayo de 2002. Retrocedan hasta ese momento en que Roberto Carlos, pegado a la banda izquierda, patea el balón como si ese trozo de cuero fuera responsable de todas las desgracias, del hambre en el mundo, de todas las guerras, de que algunos pongan ketchup a la paella. Lo mandó a las nubes, de donde cayó a plomo. Luego bromearía el brasileño presumiendo de asistencia. Aquello no fue una asistencia. No fue un pase, ni siquiera fue un despeje, por el amor de dios. Aquello fue literalmente cualquier cosa. Hasta que apareció Zizou. Si Duchamp se encontró un mingitorio y lo puso en un museo, Zidane obró el milagro (con permiso del Padre Suances) de transustanciar una piedra en una copa de plata con orejas. Alabado sea por siempre. ¿Recuerdan cómo se detuvo el tiempo, la incredulidad con la que sus cerebros registraron esa volea imposible? Si no lo veo, no lo creo, eso pensamos todos. El propio Zinédine lo pensaba mientras corría hacia el banquillo a celebrarlo repitiendo ¡toma! ¿Se dan cuenta de lo afortunados que son si tuvieron el privilegio de vivir ese momento la única vez que se produjo?
Yo no quiero ni pensar que pudiera habérmelo perdido, que hubiera tenido que conformarme con las repeticiones, con el resumen del partido, con los vídeos de youtube. Prueben a verlo ahora otra vez. Reprodúzcanlo. No es lo mismo. En diferido pierde lo que de verdad lo hace único más allá de la ejecución acrobática, de la precisión de la parábola que describe el balón para colarse por la escuadra; pierde la absoluta imprevisibilidad de esa irrupción súbita de belleza plástica en estado puro, por decirlo de una manera coloquial. La emoción de asistir al milagro no es comparable con nada; eso siempre lo ha sabido Pitita Ridruejo y desde aquella noche en Glasgow lo sabemos todos los demás también.
La popularización de los teléfonos móviles con cámara de fotos integrada ha conseguido que mucha gente renuncie a vivir la vida en vivo y en directo. La graban y retratan con sus smartphones y luego ya si eso miran el muro de su facebook para saber qué les ha pasado. Nos hemos convertido en turistas sin salir de casa. No es cosa exclusiva de millennials ni de nativos digitales, aunque ellos lleven al absurdo la souvenirización de sus existencias. Yo nací un año antes de que Kubrick rodara su odisea en el espacio. Si alguien tuviera la peregrina idea de hacer un remake de esa película ahora, el hueso que el homínido lanza al aire (un poco como Roberto Carlos el balón en la famosa jugada, ahora que me doy cuenta) no mutaría en nave espacial, sino en palo de selfie. Y no me digan que el monolito no parece la próxima generación del Iphone. El futuro ya está aquí, y está aquí para quedarse.
Si la final de la Novena se celebrara hoy, a muchos de los que fueran a Hampden Park les iba a pillar el gol de Zidane de espaldas al campo, haciéndose un selfie con la novia. Eso sí, tendríamos tantas fotos del instante, tomadas desde tantos puntos de vista diferentes, que combinándolos podríamos editar la jugada como en ese famoso plano de “Matrix” en el que Neo esquiva las balas del agente Smith. Ni siquiera así, la espectacularidad del efecto lograría rivalizar con la contemplación directa en presente de indicativo de “the real thing”.
Los millones de personas que en todo el mundo llenan las gradas de los estadios cada semana pagan su entrada sin saber si su equipo va a ganar o perder, ni cuántos goles a favor o en contra van a presenciar. Mejor dicho, pagan porque no lo saben. Cuando vas al cine o al teatro, o cuando lees una novela, tampoco sabes lo que va a pasar, pero sabes (aunque finjas ignorarlo) que lo que sea que vaya a pasar está ya decidido de antemano. Las mejores películas, obras de teatro o novelas son aquellas que consiguen emocionarte en sucesivos visionados o lecturas. Yo tenía un profesor de guión que decía que cada vez que veía “Casablanca”, al llegar a la última secuencia siempre albergaba la esperanza de que, esa vez, Ilsa no se subiera al avión.
Es política editorial de La Galerna no enlazar con los vídeos de las jugadas que se mencionan en los artículos. Una sabia decisión. El fútbol, como la vida, hay que vivirlo. La próxima vez que se dispongan a ver un partido, ya sea en el campo o a través del televisor, háganme caso y apaguen el móvil, como si estuvieran en la ópera. Porque cuando el árbitro pita el comienzo de un partido, todo es posible, hasta que Ilsa se quede con Rick en Casablanca. O que Zidane dibuje en el aire una obra de arte digna de colgar en el Prado. No vayan a perdérselo; se arrepentirían el resto de sus días.
Y ahora, por favor, si son tan amables, tuiteen este artículo hasta agotar las baterías de sus smartphones.
Número Tres
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La reflexión de Ilsa y el avión es "made in Pumares". Siempre lo mencionaba al tratar sobre Casablanca.
El profesor de guión al que me refiero es Juan Antonio Porto. Él era el que contaba lo de Ilsa y el avión. Y lo hacía como sólo él sabe hacerlo; es uno de los mejores contadores de anécdotas que he conocido. Lo de Pumares lo desconozco.