De pequeño, en el patio del colegio, cuando aún existía la EGB, cuando se echaba a pies quiénes jugaban en un equipo y quiénes en el otro, yo siempre era el último elegido. Bueno no, siempre no, casi siempre, para ser sinceros he de confesar que ese dudoso honor lo compartía con Zugasti, un niño gordito, con mofletes tipo flan, al que siempre recuerdo con un jersey psicodélico y unos andares descompensados que hacían que los rombos naranjas de aquella prenda nos hipnotizasen más que el Escorpión de Jade.
Con el tiempo he llegado a pensar (quizá como un mecanismo de defensa) que Zugasti, que siempre que jugaba terminaba desollándose las rodillas y chocando con todos los jugadores de su mismo equipo, era elegido antes que yo no por su talento innato para el fútbol, sino por el narcotizante jersey que lucía.
Confieso que a mí lo del fútbol me la traía al pairo, no tengo ningún recuerdo de que me gustase, y tampoco tengo ningún recuerdo de que me gustase ningún equipo. Igual esta falta de apego por el balón era la que hacía que jugase mal, o posiblemente (y esta es una explicación mucho más verosímil) yo era tan malo jugando que ni aunque me hubiese comprado un mágico jersey de rombos hubiese sido capaz de dar dos pases seguidos. Incluso he llegado a plantearme que los cuatro inadaptados que terminábamos jugando a las canicas mientras todos los demás jugaban al fútbol éramos unos adelantados a nuestro tiempo que preferíamos ver en la tele las coreografías de Valerio Lazarov antes que comprarnos un jersey que pretendiese imitarlas.
Mi padre era, y es, espero que por muchos años, del Madrid y del Marca. Entiendo que unir el Madrid con el Diario de la Hernia en la misma frase pueda causar extrañeza, pero por sorprendente que parezca tengo el recuerdo, puede que totalmente alejado de la realidad, de que en aquella época iban de la mano.
Muchos años más tarde, y por ventura influenciado por mi figura paterna, yo también me hice del Marca. Fue algo veraniego y casual: tomaba el sol en la playa, me bañaba, leía libros y, al volver al camping donde vivía, me tomaba un café con hielo leyendo el periódico local. Hasta aquí lo veraniego. Lo casual tiene que ver con que, como el periódico se me terminaba antes que el tiempo destinado a la molicie, acababa leyendo el Marca. Aquí confieso que lo poco que sé de fútbol lo aprendí leyendo este periódico. Tampoco voy a presumir mucho de ello ya que por aquel entonces yo ya era talludito, seguía renegando del fútbol y apenas fui capaz de retener cuatro conceptos de barra de bar.
Poco a poco, y con el fin de expresar mejor mis escasos conocimientos, ya que en los bares no acababan de entender que pidiese tiempo muerto a gritos cuando achuchaban nuestra área, empecé a escuchar Radio Marca. Como todavía era más talludito, el psicólogo no terminaba de arrancarme los oscuros fantasmas del patio del colegio, y los tristes conocimientos adquiridos en el tabloide no habían terminado de cuajar, empecé a sufrir lo que yo denomino “El síndrome del rombo naranja”.
Aunque la sintomatología es clara me es muy difícil de explicar. Me levanto, preparo el desayuno, pongo la radio, y aunque anuncian una tertulia y hay media docena de personas hablando, todas dicen exactamente lo mismo. Es como si oyese muchas voces en una sola, o una sola voz tuviese muchas voces iguales pero todas dijesen lo mismo.
Sacudo la cabeza, doy unos ridículos saltitos sobre una sola pierna como si quisiera sacarme del oído el agua del mar, y nada, ahí siguen, erre que erre.
Yo lo intento. Juro que lo intento. Intento oír alguna voz discordante, algo, lo que sea, algo que aleje ese infernal bucle de mi cabeza pero soy incapaz de conseguirlo. Es como una letanía. Una especie de sacerdote entona un salmo y todos lo repiten. Al principio, confundido por aquella especie de mantra, pensaba que me había equivocado de emisora, que aquello no podía ser Radio Marca y que lo que escuchaba era el Santo Rosario de Radio María,pero pronto me di cuenta de que no era así.
Cuando veo que lo de los saltitos no funciona, aguzo el oído, pienso en las enseñanzas de mi psiquiatra, y aunque masajeo suavemente mis sienes el bucle continúa. Repiten el mismo argumento, la misma idea, una y otra vez, y una vez más, y otra, como si fuesen zombis y yo fuese el único al que no le hubiesen robado el cuerpo.
Entonces me desespero, apago la radio, cuento hasta siete y la vuelvo a encender deseando que se me pase el síndrome pero nunca lo consigo. Aquello deja de ser una radio y es una gigantesca vaina que está a punto de tragarme.
Si hay una noticia, un rumor, una portada, una exclusiva, un debate, una tertulia, un…lo que sea, todos dicen lo mismo. Todos opinan igual. Da igual que hablen treinta personas a lo largo del día, que siempre oigo lo mismo. No me lo explico. Yo creo que tienen que ser reminiscencias de los rombos de Zugasti, tiene que ser algún tipo de hipnotismo, una especie de sugestión de la que no consigo escapar.
Mi psiquiatra, mientras mueve un pequeño péndulo con el escudo del Atlético de Madrid delante de mis ojos, dice que no me preocupe, que estoy experimentando un cambio a mejor, que dentro de poco no notaré nada y que esas monótonas voces desaparecerán para siempre.
El único consuelo es que he encontrado un amigo al que le pasa algo parecido con el As. Lo primero que hice fue preguntarle si era tan malo jugando al fútbol como yo, pero el me jura que no, que era de los buenos, que le elegían de los primeros y que nunca ha convocado a nadie con una ouija, ni ha usado un jersey de rombos, ni ha conocido a un tal Zugasti. Por lo que me cuenta creo que está en la fase inicial del síndrome, en la fase editorial. Dice que lleva leyendo el mismo editorial años y años. Siempre el mismo. Y que no hay día que no se le aparezca Florentino Pérez entre sus líneas. Todos los días, Florentino por aquí, Florentino por allá. Él, al igual que yo aguzo los oídos, entorna los ojos, pero con el mismo pésimo resultado. Está empezando a preocuparse y no me extraña. Uno empieza por leer siempre el mismo editorial y acaba escuchando a treinta tipos decir las mismas palabras.
Es tan fuerte el influjo de este síndrome que no funcionan ni mis conjuros. He probado a cambiarme de calzoncillos durante la tertulia pero ha sido en vano. Creo que su magia solo es valida para partidos del Real Madrid. Aunque igual es que el Marca ya no va tan de la mano del Madrid y no le afectan mis embrujos.
Sea lo que sea, no funciona y aquí sigo con esas repetitivas voces. Con Zugasti y sus rombos. Afortunadamente me queda una salida: me han hablado de un viento del Norte que curará este cansino síndrome, uno que sopla en el Cantábrico, aquí mismo, al lado de mi casa, uno que de pequeño hizo que más de una vez tuviese que abandonar la playa, el sitio que más quiero en el mundo, a la carrera.
Estimado Sr. Gwynne:
No puedo por menos que escribirle, para agradecer tan extraordinario momento de lectura. No creo recordar un relato corto tan divertido, a pesar del gran trabajo desarrollado porsus colegas en el porta análisis, en mucho tiempo. Posiblemente el hecho de encontrar empatía por la situación relatada, aumentase mis sensaciones. En cualquier caso, muchas gracias por tan grato momento; y corro a explicar a mi familia que sólo estaba leyendo, y que mis carcajadas no reflejaban, en ningún caso, un episodio de demencia
Un saludo
Bienvenido al síndrome del rombo naranja. Aunque somos pocos, nos cambiamos de calzoncillos en cualquier lugar y jugamos mal al fútbol, estamos tan orgullosos de ello que lo propagamos a los cuatro vientos, principalmente a las galernas.
Agradezco enormemente tu comentario. Me alegro mucho de que te hayas reído. No hay nada que me haga más feliz.
Como decía Fernando Galindo en “Atraco a las tres”, aquí tiene, y para toda la vida, un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo.
Gracias.