El silencio. Es como el silencio previo al eclipse. Casi oigo revolotear a los últimos pájaros que se alejan. Y luego otra vez el silencio. Es un silencio de catástrofe natural. Como si se fuese acercando algo terrible o ese clímax de discoteca donde todos en la pista de baile levantan los brazos entre la oscuridad y la luz. Es el silencio cristiano de Shusaku Endo después del ruido que hace ese gallo (o gallina) de Barcelona, por ejemplo. El gallo sin domesticar que siempre pone un perfil y luego el otro ahí con su cresta encaramada. Va como cogiendo regusto a cazuela en su afán de romper el silencio. Ese silencio tan impredecible y sin embargo tan conocido. Como de tormenta lejana. Veo hasta a unos indios que entrecierran los ojos observando el cielo en el horizonte bajo el silencio. Y asienten mientras se envuelven en sus mantas y el viento mueve sus plumas. El silencio ha llegado de pronto y trae augurios. Los últimos pájaros revolotean. El gallo mueve la cabeza y canta a deshora, inquieto. Algo sucede. Todos lo sienten de una u otra forma. Está aguardando. En el ínterin sólo se oyen los golpes secos de las botas en el balón. Sólo eso: pum, pum. De vez en cuando rueda un tumbleweed que atraviesa la calle desierta. No hay nadie bajo los soportales borrosos. Se oye: pum, pum, y luego el sonido característico de la red acariciada. Hay un movimiento de engranaje maquinal provocado por un instinto superior. El instinto mecánico y ansioso que advierte el primero la lluvia y asimila ese aire de lluvia y se refresca aliviado. Es la locomotora haciendo su achacoso inicio de bicicleta entre resoplidos: pum y pum y pum, para salir de pronto hasta la decimotercera estación. Nadie lo ha visto aún pero todos lo presienten. Hay unos hombres desmadejados que están curando sus heridas íntimas con ungüento de gloria ante la próxima llegada de una troupe moderadamente obscena. Esa caravana de lentejuelas y purpurina con cuchillos en las ruedas. Pero ahora es el silencio. El silencio del ataque, de la vida y de la muerte; el silencio previo al estallido de la batería y de las guitarras o al aullido de los Pixies preguntándose dónde está su mente; el silencio anterior al movimiento liviano y enérgico de la batuta; el silencio de la casa de verano vacía en la que pronto volarán al viento las cortinas blancas de Daisy Buchanan, donde todos seremos atónitos y encantados observadores como Nick Carraway; o el silencio que altera los sentidos de la fauna incapaz por naturaleza, como el gallo clueco, de poder expresar la inevitable derrota (o la gran victoria) que nos espera "dentro de los límites estrictos de la dignidad y de la belleza", como dijo Leonard Cohen, mientras ese temor animal nos anuncia que se va acercando la primavera.
La Galerna trabaja por la higiene del foro de comentarios, pero no se hace responsable de los mismos