Cuento ganador del I Certamen de Cuentos Madridistas de Terror de La Galerna.
Perdíamos por dos goles cuando me marché del estadio, con ganas de darle una patada a algo.
—Me largo —le dije a Santi, arrancándome de cuajo la bufanda del cuello—. Tú haz lo que quieras, pero yo me voy.
Me siguió. Qué remedio. Habíamos venido en mi coche desde las afueras, así que Santi no tenía muchas opciones.
Estaba muy oscuro y llovía a mares. En apenas unos pasos me empapé de una manta de agua aceitosa, lo que no ayudo a mejorar mi humor. Al subirnos al coche, Santi comentó: “ha sido divertido a pesar de todo”, o algo similar. Menudo cretino. Me arrepentí de habérmelo traído. Santi ni siquiera era madridista, quiero decir, madridista de verdad. Por el amor de Dios, si tenía como oro en paño una camiseta firmada por Bale. La de veces que habré pitado yo a ese jeta en cuanto saltaba al campo.
Pensaba en ello mientras conducía a través del aguacero y me ponía aún de peor humor. Menudo fracaso de noche. A mi jefe del curro un cliente le había regalado aquellas entradas para el Bernabéu, pero como es colchonero me las dio a mí. Le ofrecí una a Santi porque sabía que le hacía mucha ilusión conocer el estadio. Ambos compartíamos piso en Toledo. Era un buen tío y me caía bien, pero a veces me sacaba de mis casillas. Como ahora, cuando me ponía la cabeza como un bombo diciendo que nos teníamos que haber quedado hasta el final mientras yo intentaba manejar el coche en medio de aquel aguacero del infierno. La visión del parabrisas era como la pantalla de un televisor estropeado.
Encendí la radio para no tener que escuchar a Santi. Roncero despotricaba contra el equipo por haber dejado escapar un partido que tenía que haber ganado de calle. Tenía más razón que un santo.
Se me fue pasando el cabreo. Además, el tiempo era tan malo que apenas podía concentrarme en otra cosa que no fuera la carretera. La lluvia arreciaba cada vez con más fuerza. En la radio, Roncero anunciaba el apocalipsis madridista con voz de predicador. Me dio la impresión de que llevaba horas hablando.
De pronto la luz de los faros mostró una furgoneta orillada en la carretera. Vi un triángulo de emergencia en el suelo y, a su lado un tipo nos hizo señas pidiendo ayuda.
La lluvia había remitido de forma sorprendentemente brusca. Me hice a un lado y detuve el coche. El hombre que hacía señas se acercó, nos dio las gracias por detenernos y nos explicó que su furgoneta se había quedado sin batería, ¿tal vez podríamos echarle una mano? Le dije que no había problema, que precisamente llevaba unas pinzas en el coche.
Ayudé a aquel hombre a conectar ambos vehículos. Mientras la batería se cargaba y Santi esperaba en nuestro coche, intercambié unas palabras con el conductor de la furgoneta. Lucía un equipo completo de hincha merengue: gorra con escudo, bufanda, camiseta… Pero, lo que más me llamó la atención fueron sus gafas de sol. Supuse que tendría algún tipo de problema en la vista. No me parecía buena idea que condujera de noche con aquellas gafas de sol, pero no quise meterme donde me llamaban, así que no hice ningún comentario al respecto.
Le pregunté si había visto el partido. Respondió afirmativamente y me contó que, de hecho, era presidente de una peña madridista. Hasta el final, se llamaba, me aclaró. Me dijo que estaban abiertos a recibir nuevos socios y que quizá podría interesarme.
¿Por qué no? Pensé. Hacía tiempo que le daba vueltas a la idea de apuntarme a una peña donde ver los partidos junto a madridistas de verdad, y no tipos blandos como Santi. Le pedí al hombre de las gafas que nos intercambiáramos los números de teléfono por si finalmente me animaba a unirme a su grupo.
—Creo que encajarás bien con nosotros. Lo creo de veras. Pero te lo advierto: aquí siempre animamos al equipo. Siempre. Hasta el final.
Sonrió. Fue una sonrisa extraña. No sé por qué, me hizo pensar en un gato hambriento.
Lo cierto es que apenas volví a acordarme aquel tipo hasta unas semanas después de nuestro encuentro. Entonces llegaron las semifinales de Champions contra el Manchester City. Era un partido donde nos jugábamos mucho y me apetecía verlo en compañía de otros merengues como yo, así que llamé al presidente de la peña Hasta el Final. Me invitó a ver el partido, que se jugaba esa misma tarde, junto con los demás socios en su local.
La sede estaba en un barrio bastante lejos del centro, donde había más solares que edificios, estos últimos de aspecto viejo y descuidado. Junto a un bar costroso con más moscas que clientes encontré la peña, en un establecimiento a pie de calle. Al entrar vi a unos diez o doce socios sentados frente a un viejo televisor donde se emitía la previa del partido. Su presidente me recibió con un apretón de manos. Llevaba la misma camiseta y las mismas gafas de sol que la noche que nos conocimos. El resto de miembros actuaron como si yo fuera invisible. Permanecían quietos y silenciosos, mirando al televisor profundamente concentrados. El himno de la Décima sonaba a un volumen bastante alto y el local olía raro, como a humedad y tierra removida. Notaba algo inquietante en el ambiente, pero no sabía definir qué era.
Tomé asiento en una silla al fondo del local. Veía las espaldas de los peñistas, tan quietos, tan silenciosos, con las manos sobre las rodillas y mirando el televisor igual que maniquíes.
De pronto el once del Madrid saltó al campo y fue como si una corriente eléctrica agitara el local. Los peñistas empezaron a aplaudir y a corear consignas y lemas. No desfallecieron ni un solo momento, al contrario: a medida que avanzaba el partido sus ánimos eran cada vez más exultantes. Arengaban a cada jugador, cada lance, como si les fuera la vida en ello. Apenas uno de los nuestros tocaba el balón, se volvían completamente locos de euforia. Al principio me dejé llevar por aquel espíritu, pero según pasaban los minutos y veía angustiado cómo el Madrid era incapaz de imponerse al City en el marcador, empecé a enfadarme. Tenía claro que íbamos a perder ese partido y, a pesar de ello, esa gente seguía animando como en el primer minuto. Eso me cabreó bastante.
Me negué a ver cómo el City de Guardiola nos pintaba la cara, así que me dispuse a largarme. El presidente me agarró del brazo y me miró a través de sus gafas de sol. “No puedes irte aún —dijo—. Nosotros siempre animamos al equipo hasta el final.” Lo mandé a tomar por saco y salí de allí dando un portazo. Menudos imbéciles: el equipo palmando en semifinales y ellos aplaudiendo como gilipollas. Aún se me revolvían las tripas de rabia cuando llegué en casa.
Al poner la tele me enteré de que, después de todo, el Madrid había remontado en los últimos minutos. Se me pasó el cabreo al instante y me sentí orgulloso de ser parte de la mejor afición del mejor equipo del mundo. Me avergoncé un tanto de mi abrupta salida de la peña y llamé al presidente para disculparme y felicitarnos por el triunfo. No me cogió el teléfono, ni siquiera dio señal. Imaginé que estaría celebrando la remontada con el resto de peñistas entusiastas.
Tenía la casa para mí solo porque Santi estaba fuera el fin de semana, de modo que me quedé despierto hasta bien entrada la madrugada viendo repeticiones del partido. A eso de las dos me sonó el móvil. La pantalla mostraba el número del presidente de la peña.
Descolgué y lo primero que escuché fueron gritos y voces, como millones de aficionados gritando gol. “¿Hola?”, repetí varias veces, sin obtener respuesta. El sonido llegaba a trozos hasta que la señal se perdió definitivamente. Colgué. Justo entonces recibí un mensaje de texto.
“SIemPre Annnim amos AL EQUiPO”
Pensé que los peñistas habrían celebrado la victoria con bastante alcohol. Empecé a teclear una disculpa (“siento haberme ido así, tío, pero enhorabuena por…”). El teléfono volvió a sonar. Descolgué. De nuevo solo pude escuchar gritos de fanáticos en un estadio. Colgué de inmediato, ya algo molesto.
Me metí en la cama. Fuera soplaba un vendaval. A los pocos segundos caí en un sueño dulce y satisfecho del que me arrancó de pronto el timbre del teléfono, con el himno de las mocitas. Descolgué y respondí con voz pastosa.
Al otro lado oí una multitud de gargantas rugiendo a su equipo. El sonido llegaba entrecortado igual que un disco viejo. En realidad, ya no me parecía tanto exclamaciones de júbilo como gritos de desesperación. Un escalofrío me recorrió la espalda.
— Vale, como broma ya está bien. ¡Dejad de tocar los cojones!
La señal se cortó y justo después recibí un mensaje:
“SmpRe anms l eqpo. Hst el FiNAL!!!”
Empecé a sentirme inquieto. Apagué el móvil, lo arrojé sobre la mesilla y me tapé con las mantas. Volví a quedarme dormido mientras el viento ululaba al otro lado de la ventana. No fue por mucho tiempo.
Me despertó otra vez el himno de las mocitas. Eran las cinco y media. Maldita sea, ¡habría jurado que apagué el móvil! Justo al cogerlo dejó de sonar y llegó otro mensaje. Esta vez no había texto, solo una foto de mi camiseta con el 7 de Raúl, que era mi mayor tesoro, extendida sobre una mesa.
—¿Qué coño…?
Salté de la cama. Descalzo y en calzoncillos salí al cuarto de estar. Allí estaba mi camiseta de Raúl sobre la mesa, con un corte en diagonal a la altura del estómago, como si alguien me hubiera acuchillado las tripas llevándola puesta. Exactamente igual que en la fotografía de mi móvil.
Aquello ya no tenía ni puta gracia. Sentía que había alguien en la casa, acechando, aunque sabía imposible que alguien pudiera esconderse en un piso tan pequeño. Lo recorrí palmo a palmo, encendiendo todas las luces a mi paso. No había nadie. Estaba solo.
Respiraba agitado cuando guardé la camiseta en el armario de mi dormitorio, junto a mi cama (¿cómo coño la han sacado de aquí sin despertarme? ¿quién has sido? ¿cuándo…?). El himno de las mocitas sonó de pronto en mi móvil. Me sobresalté como si una mano me hubiera rozado la nuca.
—¡Dejadme en paz, cabrones! —grité al teléfono. Le quité la batería y lo metí en un cajón de la cocina. Después me metí en la cama dejando encendidas todas las luces del piso. En cualquier caso, no pegué ojo hasta que salió el sol.
A la luz del día tenía claro que me habían gastado una broma pesada. Aquellos putos peñistas perturbados. Decidí presentarme en su sede para dejarles bien claro que estaban jodiendo al tipo equivocado. En eso pensaba mientras conducía hasta allí a toda pastilla.
Encontré la peña cerrada a cal y canto. Los cristales de las ventanas estaban rotos, salvo aquellos que habían sido sustituidos por cartones. La fachada repleta de pintadas y la puerta cegada con tablas, aunque solo quedaban dos o tres, medio podridas. Asomé la cara por un hueco y me golpeó una vaharada de olor pestilente a meados y basura. Joder. Ese lugar parecía abandonado desde hacía siglos.
¿Me había equivocado de dirección? No. Era el mismo sitio donde estuve anoche, sin duda. En la misma calle, junto al mismo bareto casposo y sin clientes. De pronto sentí el estómago revuelto y me metí en el bar para tomarme un café. Lo necesitaba.
Era el único cliente cuando me senté frente a la barra. El establecimiento estaba decorado con toda clase de fotos y recuerdos del Real Madrid. Atendía un tipo con edad suficiente para haber visto construir el Bernabéu que me sirvió el café de mala gana. Al coger la taza, las manos me temblaban. El camarero se me quedó mirando.
—¿Se encuentra bien? Está muy pálido.
—No me pasa nada, gracias —respondí, hosco—. Oiga, ¿en el local de al lado no hay una peña madridista?
—Válgame Dios, no —el tipo se metió un palillo en los dientes y se puso a limpiar un vaso con un trapo harapiento—. La hubo, pero hace años de eso. Buena gente, venían siempre aquí después de los partidos. El presidente era un tío simpático. Murió. Todos murieron, una tragedia. Regresaban de Portugal en una furgoneta, de ver la final de Lisboa. Tuvieron un accidente y se empotraron contra un camión, no sobrevivió ninguno. El presidente aún estaba vivo cuando lo llevaron al hospital, pero la palmó allí. Iba al volante, ¿sabe? Cuando reventó el parabrisas los cristales le destrozaron los ojos, eso he oído —el camarero agitó la cabeza, apesadumbrado—. Pobre hombre. Habría disfrutado con el partido de ayer, ¿lo vio usted?
—No… no hasta el final… —balbuceé.
Pagué la cuenta y salí del bar dando traspiés. El camarero mi miraba como si estuviera borracho. Aún oía su voz en mi cabeza (los cristales le destrozaron los ojos) cuando me metí en el coche.
Tenía la mente en blanco y sentía el corazón palpitarme por todo el cuerpo. Imagino que fue la conmoción lo que hizo que me distrajera por un instante y perdiera el control del coche, justo al dar aquella curva. Recuerdo caer desde una gran altura, luego un estruendo, un dolor atroz en el estómago, como si alguien me clavara un cuchillo, y un fogonazo de luz intenso.
Supongo que debieron encontrarme inconsciente en aquel lugar y que luego me trajeron aquí. Eso debió de ocurrir, ¿no es cierto? Porque lo siguiente que recuerdo es estar aquí sentado, con las manos sobre las rodillas. Llevo puesta mi camiseta con el 7 de Raúl, que tiene un corte a la altura del estómago rodeado de manchas oscuras, como de sangre seca.
A mi alrededor hay otros pacientes… Porque no cabe duda de que esto es un hospital, ¿verdad? Sí. Tiene que serlo. Es curioso, todos llevamos camisetas del Madrid. Todos sentados con las manos sobre las rodillas y todos miramos la pantalla del televisor. Acaba de empezar el partido. Benzema golpea el balón y lanzo un grito exultante. Tengo ganas de animar al equipo. Muchas ganas. No puedo pensar en otra cosa.
Ya tendré tiempo de averiguar qué hago aquí o cómo he llegado. De momento seguiré viendo el partido. Animando. Hasta el final.
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