Los días nublados que separan el fin del verano del primer otoño traen un viento frío que augura el cambio. Las bulliciosas plazas son los últimos estertores de cada verano, los últimos sorbos a salvo de la vieja costumbre renovada que, ya inminente, se repetirá como cada año en forma de otro curso lectivo, de los chats del grupo del colegio, del cambio de armario y de las comidas a regañadientes con la familia política. Indolentes y resignadas, las familias de domingo por la tarde aguardan en las terrazas de los bares otro lunes conociendo de antemano su suerte y su destino. Huyendo de esa realidad, uno de esos lugares atestados puede ser tan bueno o malo como cualquier otro si lo que espera es nada.
Pero aquella tarde pesada y gris solo podía ser el preludio de algo, como la víspera de una tormenta. Cuando el gentío se abrió en medio de ese cuadro despejado como las dos mitades de una manzana aquellos antiguos cómplices se toparon con el otro después de tanto tiempo sin noticias del frente, cara a cara, sentados y listos para dejarse sorprender. Años atrás, aún treintañeros, ella era ya una mujer recién casada y él no. Todo sucedió aquella primera vez en la agonía de otro verano. Sus encuentros furtivos y culpables habían sido entonces como el regalo navideño de un niño. Como aquel coche de plástico de puertas abatibles o aquella muñeca rígida de cabellos derramados. Objetos con alma, confidentes inertes de un tiempo de pantalón corto, Calcio-20 y sarampión, cuyo olor aún recordamos. Porque los recuerdos huelen, por eso el pan horneado nos lleva a aquella cocina de la abuela y el olor a tierra mojada a aquel camino que de niños recorrimos sobre una BH oxidada.
Ahora para ellos, testigos de un mundo desaparecido, tras de sí solo había tierra quemada. El encuentro los midió cuando se reconocieron. Ambos se observaron intentando adivinar los estragos del tiempo en el otro mientras balbuceaban formalismos vacíos: "Te veo muy bien ", "¿Cómo te va?". Pertrechados tras el muro que formaban dos tazas de café y dos miguelitos, fueron poniéndose al día y bajando la guardia. Según avanzaba la tarde una sangre dormida desde hacía décadas empezó a recorrerles el pecho, progresiva y acompasadamente, como el agua sincopada que lanza una bomba de drenaje. Aquella preciosa mueca de ella era ahora una arruga. Él dejaba adivinar una espalda ligeramente encorvada. Era obvio que ya no eran dos juncos aunque sus cuerpos, ahora redondeados, todavía aparecían deseables a los ojos del otro. Ese café en esa tarde nublada, en esa plaza, en esa capital de provincias, fue la historia de una resurrección en un lugar cualquiera con aroma a gente y a ruido de comanda y caja registradora. La tarde voló como vuelan los años para dos expedientes rutinarios sin Arcadia Feliz y sin planes.
Olvidando el necesario cuidado con las expectativas decidieron moverse por el impulso inconsciente de reedificar sobre las ruinas de una primera parte en un tiempo que ya no era el suyo y acordaron volverse a ver. A los cincuenta no hace falta jaculatoria para quien busca la penúltima bocanada.
Esta vez no hubo magia en aquel piso, la pasión resultó ser un vidrio esmerilado. Aquella habitación ya no era una pradera porque ahora todo parecía sencillamente lo que era. Esa caja mal ventilada de paredes desgastadas ya no recordaba a un mirador. Aquel techo ya no era un techo viola de árboles infinitos. Entonces, desearon haber estado donde se escribía otra historia, la de su pasión común de entonces fuera de la cama.
Si falta la chispa su lugar vacío lo ocupa la cruda realidad, poderosa, que se abre paso como la selva que devora una aldea olvidada. Es cuando como una bofetada seca se hace la luz y destaca, marcada en rojo, una puerta entreabierta que muestra de fondo un fregadero con platos sucios sobre un lavavajillas de un impertinente blanco amarillento.
Cuando el edificio tembló, está vez no fue por ellos. Desde el bar de abajo pudo oírse superponerse al ruido de muebles y al choque de vasos un grito seco y coordinado por lo que luego supieron había sido aquel gol de Ramos, aquel minuto 93 nacido de un "kairós", de un lapso adecuado y exacto en el que todo fue posible. Un nuevo terremoto de Lisboa que una vez más nos hizo recordar que existe la felicidad sin mesura para el madridismo. Porque esa cabeza y ese cuello, como una manivela engrasada, pudieron haber cerrado pero abrieron nuevamente el paso que conduce a la gloria. En ese instante supimos que podrían venir otros momentos únicos pero ese era solo nuestro.
Ya no sabían qué hacer con su libertad. Tras un silencio que parecía un descuento, uno de los dos pronunció la frase que ambos esperaban oír desde hacía demasiado tiempo: "¿Cómo irá el partido? ¿Bajamos?".
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Qué delicia de pluma !ja
Muchas gracias, Jairo.
que maravilla de relato.
Gracias, este regalo no me lo esperaba ni en la galerna, donde todo sucede.
Gracias por leerme