24 de mayo de 2000. Había costado encontrar entrada. La peña removió cielo y tierra. Con el Sr. Rocco hubiese sido más sencillo. Pero al final, ahí estaba: en París. Dos días antes llegó, para aprovechar el tiempo y coger la final bien ambientado. Y fue un gran acierto porque la conoció apenas comenzado ese magnifico día. Ella, deslumbrante, llenando de alegría y buen rollo aquel pequeño garito donde compartían canticos aficionados blancos y naranjas. Luciendo la camiseta un poco ajustada que le hacía destacar aún más. Él, hambriento: había que elegir entre comer y beber porque todo era carísimo. En cuanto la vio ya no pudo mirar nada más. Ni hablar, ni cantar, ni gritar. Nada. Era algo hipnotizante y tampoco quería quitarse esa sensación. De repente, ante la embobada y fija mirada del pobre, ella se fijó y se acercó. “¿Nos conocemos?”, preguntó con una naturalidad que le embobó más si eso hubiese sido posible. “¡Ojalá!” acertó a decir. Y ella sonrió y rio. Y no dejó ya de sonreír y reír toda la noche y la mañana y la tarde.
Consiguieron cambiar la entrada con un compañero de cada uno y pudieron ver el partido juntos también. Y qué partido. Cada gol era un abrazo más sentido, más largo. Y cuando al sonar el We are the champions se sorprendieron llorando juntos con las manos entrelazadas comprendieron que algo había nacido entre ellos.
Siguieron meses de ilusión y búsqueda de viajes y fines de semana para coincidir. Y Messenger, mucho Messenger. Estudiando y pasando el tiempo felices entre victorias y derrotas. Y ahorrando para poder ir de nuevo a otra final. A Glasgow. Esta vez compraron las entradas con cuatro meses de antelación, confiantes en el equipo de sus amores. Y, si París es la ciudad del amor, Glasgow fue para ellos muchísimo más. De nuevo juntos, de nuevo campeones: los reyes del corazón.
Acabaron las carreras y empezaron los problemas. Muchas ganas de éxito de cada uno y poco tiempo para desconcentrarse. Como si el amor necesitase concentración. El equipo tampoco ayudaba. Tal vez alguna final hubiese encendido de nuevo la llama. Pero no ocurrió. Y las risas se volvieron amargas y la distancia actuó implacablemente.
Pasaron los años y perdieron todo contacto. Nuevos números, nuevos países, nuevos domicilios. Y, de nuevo, un 24 de mayo, otra final. Ninguno de los dos pudo evitar los recuerdos, el cosquilleo, la excitación desde días antes. Y los dos acudieron a Lisboa. Esta vez el mismo día porque sus obligaciones no permitían mucho asueto. Y no estuvieron muy lejos uno del otro y, si el destino hubiese movido algún hilo, se hubieran encontrado. Pero no ocurrió. Se pasaron el tiempo buscándose y el partido no iba bien. Así que, inexplicablemente, de mutuo acuerdo, cada uno por su lado juntó sus manos evocando las anteriores finales. Ella entrelazando los dedos. Él colocando una mano encima de la otra y apretando muy fuerte. Tanto que con el gol de Ramos y todos los demás perdía el equilibrio y casi se caía. No se encontraron, pero Lisboa, de algún modo, se unió a París y Glasgow.
No fueron a las siguientes finales. A cada uno le surgían imprevistos o falta de ganas. De lejos también se disfrutaban los triunfos. Eso sí, las vieran donde las vieran, el ritual de tener las manos juntas, como si fueran las del otro, se repitió en todas ellas. Y las lágrimas y la alegría y la añoranza. Hasta que el pasado año llegó el partido contra el City. Los éxitos profesionales habían tenido muchas cosas buenas. Por ejemplo, que alguien importante los invitara a su palco. Llegó con bastante tiempo y se puso a charlar con los que allí estaban de cosas ajenas al futbol. Y apareció ella: deslumbrante, radiante, como la primera vez. Y él, como la primera vez, embobado. “¿Nos conocemos?”. “¡Ojalá!”, ante la sorpresa de los demás. No prestaron mucha atención al partido y estuvieron poniéndose al día. Hasta que encajó el Madrid el 0-1. Y entonces, instintivamente, se dieron la mano, las apretaron muy fuerte y dijeron: “Vamos a meter tres”. Y uno, y dos y tres. Se abrazaron, se besaron y rápidamente dijeron a sus anfitriones que necesitaban dos entradas para París.
Fueron 4 días antes, el 24 de mayo. Recorrieron los primeros lugares que recordaron como si hubiesen pasado días y no años. Comieron, bebieron, bailaron, cantaron y se amaron. Esta vez las manos unidas dieron un gol y paradas, muchas paradas. Y, cuando acabó el partido, lloraron y, sin soltarse, se abrazaron. Y se prometieron, esta vez sí, amor eterno.
Esta mañana, tomando un café con un gran amigo, este le ha dicho: “¿Qué, ya has comprado el regalo de San Valentín? Porque, chico, ¡pareces un veinteañero!” Se ha limitado a sonreír, embobado. Ha vuelto a ser un veinteañero y no va a dejar de serlo. Pero el regalo que ha preparado no es para mañana. ¿Cómo va a serlo? El amor no se celebra en febrero, el amor se celebra en mayo. Aunque este año será el treinta y tantos de mayo.
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