—Vale, entonces quédate aquí, Fer, pero no te muevas, por favor, no vayas a hacerme una de tus trastadas, ¿eh?
Aquellas palabras las pronunció mi abuelo con su firmeza habitual, severo, pero no exento de cariño. Que me quedara quieto frente al escaparate de aquella tienda de televisores de la que era imposible separarme mientras él se iba a comprar unas palmeras de chocolate a La Mallorquina con mi hermano pequeño Juan. Juanito para mi Abuelo, como ese futbolista que tanto le gustaba. Aquellas palmeras suponían el mejor final posible al paseo que dábamos todos los años con mi abuelo por el centro de Madrid, un paseo que Juan y yo esperábamos con ilusión y que comenzaba con el viaje en Metro.
—¡Veinte mil leguas de viajes de subterráneo!
Así anunciaba siempre mi abuelo la llegada del Metro, con ese aire aventurero que casi nos trasladaba a una novela de Julio Verne, “y ahora, ¡viaje al centro de la plaza!”. Recuerdo muchas de las frases de mi abuelo con precisión, hasta viendo su cara y sus gestos, con la precisión con la que grabas las cosas en la memoria cuando tienes nueve años. Salíamos del Metro corriendo, cogíamos una de las octavillas que nos ofrecían, hacíamos una pelota y nos íbamos raudos a la papelera más cercana:
—¡Canasta de Fernando Martín!
Mi hermano me imitaba en casi todo y lanzó su bola de papel con alguno de los nombres que le sonaban ahora que empezaba a leer y a ser capaz de identificar esas letras que veía en las espaldas de los jugadores:
—¡Lanza Lituriaga…!
Pero “Lituriaga” falló, así que yo cogí el rebote, me giré sobre mis pies y…
—¡Fernando Martín machaca la canasta rival!
Juanito empezó a protestar cuando mi abuelo, siempre el abuelo presto al rescate para calmar su incipiente rabieta, le dio otra octavilla de papel convertida en improvisada pelota de baloncesto:
—Toma, Juanito, demuéstrale lo que sabes hacer.
Del Metro nos dirigíamos a la Plaza Mayor, veíamos algunos belenes, la iluminación, entregábamos la carta a los Reyes Magos y nos divertíamos con los disfraces de la gente que nos ofrecía globos. El pequeño Juan y yo estábamos fascinados, aquel momento era la Navidad, representaba la Navidad con mayúsculas y con todas las letras. Porque la Navidad solo
comenzaba cuando el abuelo venía a casa a pasar esos días con nosotros.
Le recuerdo con su abrigo negro, ese abrigo al que nos agarrábamos para no caernos en el vagón del Metro, y con un sombrero que le daba un aire de actor de Hollywood de los cincuenta. No sé quién disfrutaba más en aquellas tardes del frío diciembre madrileño, si él o nosotros. “Huy, frío, frío es lo que tenemos en Burgos, ¡o en Siberia!”. Mi abuelo tenía muchas virtudes y entre ellas recuerdo cómo era capaz de contarnos cada año alguna anécdota nueva de los belenes que nos llevaba a visitar, pequeñas historias o chascarrillos que escuchábamos con atención y con los ojos aún más abiertos que los oídos. Nos compraba una figura en alguno de los puestos para llevar al belén de casa, una figura por la que casi siempre discutíamos Juan y yo, prefiero la pastorcita, no, que tú elegiste el año pasado, quiero esa oveja, o mejor un paje… Mi abuelo zanjaba siempre la discusión con un argumento que nos convencía o al menos tranquilizaba a ambos.
Tras el paseo y según empezábamos a quejarnos del frío, volvíamos hacia el Metro para regresar a casa a tiempo para la cena, no sin antes pasar por La Mallorquina para saborear una suculenta palmera o una napolitana de chocolate. Pero aquella tarde yo me quedé delante de un escaparate repleto de televisiones en las que se podía ver el final de un partido de baloncesto del Torneo de Navidad del Real Madrid. El abuelo quiso que le acompañara a por la palmera, pero enseguida entendió que no iba a lograr moverme de allí hasta que acabara el partido, así que optó por las palabras con las que comencé este relato.
A los pocos minutos regresaron ambos con las palmeras, la mía sujeta en una servilleta por donde la agarré sin apartar los ojos de la pantalla.
—¿Cuánto queda? -me preguntó algo nervioso por la hora de llegada a casa.
—Solo tres minutos, no queda nada.
—¡Tres minutos! Eso es un mundo en el baloncesto, pueden quedar tres días todavía —respondió con una media sonrisa.
Mi hermano empezó a leer el marcador con esa manera de leer de principiante y su característica dificultad para pronunciar la erre fuerte:
—Real Madrid, u, ere, ese, ese. ¿Quiénes son esos, Abuelo?
—Los rusos —me adelanté a contestar.
—¿La ere es de “Rusos”, Abuelo?
—Por supuesto que sí —contestó con euforia—. ¡Unión de Rusos… con Súper Salto!
El pequeño Juan se quedó boquiabierto y yo miré al abuelo, que me guiñó un ojo de modo cómplice.
—Abuelo —le pregunté con esa insistencia en desgastar su nombre—, ¿sabes que este año si metes canasta desde esa línea del suelo vale tres puntos?
—Por supuesto que sí, ¿y a que tú no sabes que si la metes desde tu campo vale cuatro?
—¿En serio?
—Claro, por eso al final de los partidos siempre tiran desde muy lejos.
El partido había estado igualado, pero en los últimos minutos los rusos que no eran rusos se habían escapado a catorce puntos.
—Abuelo, ¿sabes que los rusos tienen a un tío de dos metros veinte?
—Qué tío, a saber qué le daban de comer en casa. ¿Cómo se llama, Grandovski, Gigantov o algo así, no?
—¡Tachenko! —dijo Juan, que me había escuchado muchas veces en casa.
—No, Tachenko es otro. Este año tienen a uno joven que se llama Sabonis. ¡Lleva veintidós puntos! Dicen que es buenísimo, que se lo quieren llevar a la NBA.
—¡Los americanos!
Aunque mi abuelo no sabía mucho de baloncesto, se quedaba con lo que yo le contaba y pronunció “los americanos” con ese tono berlanguiano que imprimía a muchas de sus expresiones: “Siberia, Di Stéfano, ¡los americanos!”.
En los monitores vimos una canasta de Wayne Robinson tras una buena circulación entre Corbalán y Martín. Vamos, dije, mientras soñaba con una remontada épica metiendo varias canastas desde nuestro propio campo. En la jugada siguiente, el ruso alto que no era ruso, pero sí muy alto, recibió de espaldas, se giró y la clavó hacia abajo con fuerza, con violencia. De repente el tablero cambió de color, se oscureció. Al principio pensé que era un reflejo de la luz, pero cuando acercaron la cámara desde atrás pudimos ver que lo había destrozado, que estaba hecho añicos.
—¡Se lo ha cargado, Abuelo, se lo ha cargado!
Repitieron la jugada varias veces. Sabonis se daba la vuelta y atacaba con virulencia el aro, mientras del Corral intentaba taponarlo, si bien desistía de la locura de jugarse el brazo en el último instante.
—¿Y ahora qué va a pasar, Abuelo? ¿Cómo termina el partido?
—Ahora se lo llevarán detenido, para que lo pague.
—¿De verdad?
—Claro, ¿qué pasaría si tú rompieras este escaparate? Pues lo mismo.
Quiso la casualidad que en ese momento un coche de policía pasara por la calle Mayor con la sirena puesta.
—¿Ves? Ya van a por él al Palacio de los Deportes.
Aquello me dejó impactado, en un estado de shock que mantuve mientras volvíamos a casa. Juan tenía restos de chocolate en la comisura de los labios y mientras, yo seguía preguntando al Abuelo por lo sucedido, por qué no terminan los dos minutos de partido que quedaban, ¿no hay tableros de repuesto?, en mi cole hay tableros así, por qué no van a cogerlo... No callaba.
—Me da pena lo de Sabonis, Abuelo, ¿no podía ficharlo el Madrid para que no lo detengan?
—Si es de los buenos, como dices, terminará jugando en el Madrid. ¡Y con los americanos también!
—Abuelo, ¿y crees que Fernando Martín también acabará jugando en la NBA?
—Seguro, es tu favorito, ¿no?, ese que dices que es tan bueno. Pues si es tan bueno, Fer, seguro que sí. Además, se llama como tú y como yo, y con ese nombre nada puede frenarte en la vida.
Pueblo Nuevo, Ciudad Lineal, Suanzes… Ya estábamos cerca de nuestra parada.
—Fer, ¿te gustaría ir el año que viene al Torneo de Navidad? Yo te llevo.
Mis ojos se abrieron como nunca en mi vida lo habían hecho, aquello era un sueño, el mejor regalo que jamás podría recibir. Porque todo lo que decía mi abuelo se cumplía, pero, por desgracia, no ocurrió con todo lo que me dijo aquella tarde.
Que recuerdos,Barney. Recuerdo ese tablero destrozado por Arvydas. Muchos años después conseguí ir a un torneo de Navidad...y disfruté una barbaridad.
Muy buen cuento
Gracias por hacerme viajar al Torneo de Navidad de los años 80. Un placer.
El primer partido de baloncesto al que fui en mi vida fue un torneo de Navidad. Sería a mediados de los 80 y jugábamos contra algún club brasileño que ya ni recuerdo. Nos llevó mi padre, al que el baloncesto no le hacía demasiada gracia, porque era de las pocas veces que se podía "ver al Madrid" al coincidir con las vacaciones, y eran partidos "en los que todos los espectadores se portaban bien".
Recuerdo que la cancha me pareció muy pequeña y los jugadores muy grandes. Además, acostumbrado a ver el baloncesto, las pocas veces que lo ponían, en una tele en blanco y negro, que era la que teníamos todavía aquellos años, me llamó mucho la atención el color del balón.
Recuerdos...
Precioso artículo... me ha hecho recordar aquellos tiempos..
Efectivamente, eso era Navidad....
Que maravilla de artículo. Los abuelos deberían ser eternos.
PD: Qué buenos están los bollos de La Mallorquina
Genial. Me ha emocionado, joder.
Gracias.