Uno sabe que es madridista, pero solo puede intuir cómo empezó a serlo. Yo creo que mi afición comenzó gracias a mi padre, y digo “creo” porque el asunto es matizado y no demasiado explícito. Sé que él era del Madrid, pero también sé que apenas veía los partidos, que seguía aún menos las “noticias” deportivas y que, en general, marcaba distancias con este ya desmesurado y omnipresente mundo –y a veces submundo- del fútbol. No deja de haber inteligencia en esta frialdad, acaso lógica en una persona que conoció tiempos en los que se hablaba más de juego que de alto rendimiento, máxima competición y aún mayor movimiento de capitales; una época en la que –lo discutiremos otro día- el fútbol podría ser una evasión con penosas consecuencias sociológicas, un simple divertimento iletrado y hasta un instrumento político, pero, en cualquier caso, no aún un terreno colonizado hasta la náusea por el show business, el rumor, los cortes de pelo, las exclusivas de chichinabo, la rotonda de Valdebebas, François Gallardo, Manolete o Pipi Estrada.
Con todo, presumo que estas reservas paternas no eran solo un modo de denunciar este abuso –casi expolio- de los medios de masas. Si llegué a conocerle un poco, creo que la distancia que mi padre marcaba revelaba también cierta protección emocional. Uno no sabe cuándo ocurre, pero ocurre que llega el día en que se empieza a ver al padre con ojos de adulto, y eso quiere decir, en el mejor de los casos, que ciertas cortinas se abren para verter luz donde el niño o el adolescente no percibía más que extrañeza y lejanía. Así que un día, no sé cuál, supe que la citada capa protectora escondía (o disimulaba mal) una sensibilidad frágil para sufrir por los pormenores del último penalti, por la enésima crítica poco justificada, la nueva egolatría de un jugador, o la más reciente derrota del Madrid en Barcelona. Sin embargo, esta coraza dejaba entrever a veces sus costuras con frases poco concretas (“Hay que ver el Madrid, ¿eh?” y cosas aún menos específicas), pero cuando caía algún título o una victoria de postín, los ojos de mi padre ya decían más que su armadura, bajaban sus defensas y entonces no hacían falta palabras para sabernos ambos participantes de la misma alegría (o tal vez él más de la mía), y para saber yo el tesoro que guardaba mi padre, lamentablemente, bajo llave. De algún modo, pese al habitual candado, era inevitable que, en los grandes momentos, esos ojos cedieran a la tentación de mostrárseme claros cuando, en su infancia madrileña, habían visto unas Copas de Europa que, para mi padre y para tantos otros que deshonramos con la gracieta del blanco y negro, fueron a todo color.
Esta historia exigía que mi primera vez en el Bernabéu fuera de la mano de mi padre. Así que, haciendo gala de un notable don de la oportunidad, allí estaba yo, con bastantes décimas de fiebre, el 4 de diciembre de 1999, la noche que nos cayó un 1-5 contra el Zaragoza de Txetxu Rojo, Milosevic y Juanele. Lorenzo Sanz se iba del palco en el descanso, Vicente del Bosque daba entrada a Ognjenovic por Julio César en el minuto 46, Raúl salía a reconocer el “desastre” de la peor derrota en casa desde hacía 25 años y a mí, hoy, no me importa nada haber perdido. Por supuesto, sí me importó entonces, pero no ahora, ya pasados los años, cuando, lógicamente, no tendré otra primera vez y cuando, irremediablemente, no podrá haber una segunda ocasión con mi padre. Así que me gusta haber estado enfermo y tiritando en una grada muy alta del estadio y me gusta incluso aquel infame resultado; y no por esa cosa lírica del perdedor, ni por la habitual idealización de casi todas las primeras veces, sino porque haber perdido justo en la fiesta de mi primera visita al Bernabéu me hace entender mejor las reservas emocionales de mi padre. Aunque no la pueda compartir, entiendo su actitud defensiva contra la permanente posibilidad de traspiés o malos tiempos; también comprendo el equilibro que aporta el escepticismo a la mera ilusión y a la pasión más despreocupada; y, sobre todo, valoro el modo soterrado con que mi padre celebraba conmigo las victorias, imperceptiblemente emotivo, callado, formidable en su poquedad, sabedor de que la vida no se agota en un partido de fútbol.
Pero mi entendimiento nace, además, de un hallazgo que, no exento de tristeza, uno sólo puede hacer nuevamente con ojos de adulto, cuando atisba que las vendas que se ponía mi padre antes de tener herida alguna tal vez sean consustanciales a una generación que, durante mucho tiempo, en los decisivos años de su forja, tuvo precisamente muchas heridas y pocas vendas. Si esta certeza mía no anda desencaminada, no me nacen ahora más que comprensión, cariño y silencio, sin poder negar que el adolescente que fui se rebelaba (se miraba el ombligo) ante lo que creía una escasa implicación con el madridismo por parte de su padre. Injustos desatinos juveniles, ya saben. O tal vez no. Tal vez fructífera distancia, necesaria afirmación de diferencia frente al progenitor, obligado rito de paso para aprender a caminar solo y, ya adulto, saber volver a tomar su mano para ya nunca soltarla una fría noche madrileña en lo más alto del Santiago Bernabéu.
Cuesta arriba, doblemente cuesta arriba, andábamos el Viso en silencio, cabeceando. Sombras de aquellos colchoneros que, cuando niño, subían rumiando su derrota hacia Cuatro Caminos el trecho de Reina Victoria que llamábamos "la senda de los elefantes". Éramos cuatro. Teníamos juntos el abono. Marta, la más joven, rompió el silencio: Yo cogía el autobús de Huelva -dijo- y metía dentro al equipo, a ver si aprenden lo que nos han hecho.
Ocurrió al final de ese partido, Rafael, en el que de la mano de tu padre viviste por primera vez el Bernabéu y seguramente, con nosotros, cataste el desconcierto, uno de los colores amargos de su amplia paleta cromática.
De la mano del mío, la primera vez que estuve en Chamartín -se seguía diciendo así-, vi tres goles de Puskas al Betis, que no sirvieron para dejar resuelta una eliminatoria de Copa. Aquella noche, que acabó en tormenta, conocí el sabor de la frustración, el del aire que respiramos cuando una tarea hecha se deja arruinar sin saber cómo, quizá por que los únicos once que jamás deberían pensarlo, piensan que está hecha.
Desde entonces he perseguido sueños, en los que sigue oliendo a ozono, brilla el césped verde y refulge el blanco de las camisetas. Sueños que nunca se pintan de desconcierto, ni de frustración, ni siquiera de ira contra un árbitro vendido. Sueños que a lo largo de los años me han traído al Bernabéu. Y que así sea.
Sin padres que regasen mi madridismo nació a mis 5 años por una camiseta regalada por un catalan del Español. Desde entonces cada sentimiento es más fuerte y me duele cada vez más las tonterias tanto las que vienen de dentro como las de fuera. Al contrario que tu padre soy ahora más peleón de lo que fui . Aún así aprecio el madridismo silencioso. El madridismo no se mide por el sonido de nuestros pensamientos.