A pesar de que a Roberto Carlos sus padres lo llamaron así debido a la admiración que sentían por el homónimo cantante, al mejor lateral izquierdo de la historia del fútbol pocas veces le vimos triste y azul, más bien todo lo contrario, porque, más allá de sus contundentes cualidades futbolísticas, lo que el tres del Madrid transmitía —y sigue transmitiendo— es felicidad. Ver jugar al fútbol a Roberto Carlos te alegraba el día.
Aquel verano del 96 andábamos los madridistas más bulliciosos que una aspirina efervescente, después de varias temporadas de estrecheces, Lorenzo Sanz había sacado la chequera y se nos había dibujado una ilusión que no podíamos borrar del rostro según íbamos conociendo los nuevos fichajes: Roberto Carlos, Suker, Mijatovic…
Más allá de sus contundentes cualidades futbolísticas, lo que el tres del Madrid transmitía —y sigue transmitiendo— es felicidad. Ver jugar al fútbol a Roberto Carlos te alegraba el día
Quienes bien no éramos expertos, bien éramos jóvenes, bien ambas cosas no conocíamos mucho al brasileño. Jugaba en el Inter y Roy Hodgson lo había adelantado al extremo para aprovechar sus virtudes atacantes, pero en esa posición Roberto sufría. Al técnico inglés no le convencieron sus prestaciones y al final de la campaña le dijo a Moratti que lo vendiese. Capello se enteró, no daba crédito, ¿cómo diantres iban a venderlo? No dudó un instante, levantó el teléfono —en aquella época aún se levantaban los teléfonos— y llamó al presidente del Madrid: «Lorenzo, vuela a Milan y ficha a Roberto Carlos». Dicho y hecho. Además, por una cantidad que ahora nos parece irrisoria, en torno a 600 millones de pesetas, unos 3,6 millones de euros.
La temporada arrancó con la ilusión en máximos, entonces a los galácticos aún se les llamaba estrellas y el Madrid se hizo con aquella liga de ídem en dura pugna con el Barça de otro brasileño estratosférico: Ronaldo Nazario.
Desde bien pronto el Bernabéu entendió que ese tres no era solo un gran futbolista con una exuberancia física y un disparo como pocas veces había visto, atesoraba algo más, el lateral provocaba un delirio colectivo solo al alcance de los más grandes. Roberto Carlos en el Bernabéu era como un concierto de los Beatles en el Shea Stadium. Se desató la robertomanía.
Cuando no había partido del Madrid pero sí de Brasil, corríamos a sentarnos frente al televisor. En una de esas jornadas internacionales, concretamente durante un amistoso que enfrentó a su selección con la Francia de Zidane el 3 de junio de 1997, Roberto Carlos marcó el mejor gol de falta de todos los tiempos.
Corría el minuto 22, el colegiado había decretado falta a una distancia más allá de lo prudente para atreverse con un lanzamiento directo. Roberto agarró el balón, se agachó y lo posó con esmero sobre las briznas de hierba girándolo hasta encontrar la posición óptima. Todos guardamos la imagen en la cabeza. El lateral caminó hacia atrás hasta el interior del círculo del centro del campo para coger carrerilla. Comenzó a trotar, primero sin moverse del sitio, sus rodillas subían y bajaban como los pistones de un motor Ferrari, para después abocarse al sprint sobre el esférico, al que pateó con lo más profundo del alma. El balón voló hacia afuera del marco, pero inopinadamente giró sobre sí mismo a velocidad supersónica, golpeó con violencia el poste y se alojó en la red. Barthez simplemente se giró para mirar, sin levantar los pies, porque él tampoco quiso perderse aquel golazo. Junto a la del hijo pródigo y la del buen samaritano, la que describió el balón tras chutarlo Roberto Carlos, quizá sea la parábola más famosa de la historia.
Roberto Carlos en el Bernabéu era como un concierto de los Beatles en el Shea Stadium. Se desató la robertomanía
Al finalizar la temporada 96/97, el brasileño ya era un ídolo del madridismo, le había bastado solo un año para lograrlo. La siguiente campaña no fue la mejor liga que disputaron los blancos, que tenían entre ceja y ceja la ansiada Séptima, pero Roberto tenía reservado otro gol de esos que quedan impregnados en la memoria y trascienden al propio partido donde tienen lugar, cuyo resultado termina por no recordar nadie.
Fue en Tenerife. Guti había servido un pase en profundidad que parecía marcharse por la línea de fondo, pero Roberto Carlos lo persiguió como quien intenta salvar a un ser querido de caer por un barranco. El brasileño voló con todo el cuerpo para chutar la pelota y la golpeó allá donde terminan los campos de fútbol. El resto es historia.
Nadie sabe aún, 26 años después, cómo pudo colarse ese balón por la escuadra del segundo palo de la meta rival tras dibujar una trayectoria que desafiaba todas las leyes de la Física aplicada al fútbol. Roberto apenas pudo taparse la boca en un gesto de autoasombramiento. Ni siquiera él mismo se creía lo que acababa de hacer.
Pocos meses después, el tres levantó la Séptima, y al cabo de dos años, la Octava. Para la Novena, la de la sinfonía de Zidane, tenía reservada la asistencia al francés. «Fue un pase espectacular, yo nunca en mi vida he visto un pase tan bueno al pie como en ese gol de Zizou. Mucha gente dice: “iba muy arriba”, y yo contesto: claro, yo sabía dónde poner el balón», así relataba el propio Roberto la acción que precedió a la madre de todas las voleas. El sentido del humor es otra cualidad que a menudo adorna a las personas que merecen la pena.
Con el Madrid ganó 3 Champions, 2 Intercontinentales, 1 Supercopa de Europa, 4 Ligas y 3 Supercopas de España. Además, con la canarinha se proclamó campeón del mundo, alzó 2 Copas de América y se colgó del cuello una presea de bronce en los JJOO de Atlanta de 1996.
Disputó 527 partidos, cuando se retiró, el extranjero que más veces había vestido la camiseta blanca, solo superado años después por Benzema y Marcelo. Y anotó 69 goles. Jugando de defensa.
Aunque en realidad Roberto no era solo defensa, si uno acudía al registro de la propiedad y pedía una nota simple de la finca sita en Avenida de Concha Espina, 1, el brasileño aparecía como titular de la totalidad de la banda izquierda del Santiago Bernabéu.
Si uno acudía al registro de la propiedad y pedía una nota simple de la finca sita en Avenida de Concha Espina, 1, el brasileño aparecía como titular de la totalidad de la banda izquierda del Santiago Bernabéu
No faltaron momentos menos buenos y quienes le acusaban de no defender de manera óptima, pero culpar de aquello a Roberto era tan absurdo como afear que calce unas zapatillas feas a quien acaba de salvarte la vida.
Roberto poseyó la banda izquierda blanca hasta que puso fin a su relación como jugador con el Real Madrid, y no pudo hacerlo de mejor manera, eligió para poner punto final aquella liga del clavo ardiendo del segundo advenimiento de Fabio Capello, donde fue protagonista con el gol agónico en Huelva.
Como ven, motivos no faltan para conceder a Roberto Carlos da Silva el Premio Francisco Gento de La Galerna. No puede ser más apropiado, pues don Paco, además de dar nombre a nuestra publicación y al premio, fue el más importante dueño de la banda izquierda del Real Madrid y del fútbol europeo, nadie ha superado aún las 6 Copas de Europa que recolectó. Roberto se convierte así en el sucesor óptimo del primer galardonado, don José Emilio Santamaría.
Roberto Carlos vino al Real Madrid a ganar y se fue con 3 Copas de Europa y un millón de amigos.
Getty Images.
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