Número Tres, que vivió un tiempo en Barcelona, vio allí en un bar el partido en que ganamos la penúltima Liga. Suele decir que entonces entendió en qué consiste eso del derrame interior del sexo tántrico, ya lo explicará él alguna vez si quiere. Yo, que estaba de paso en la Ciudad Condal, vi en parecidas circunstancias aquella progresión uniformemente acelerada en la que Correcaminos Bale le pintó la cara de coyote al pobre Bartra y al culerío todo. Extravertido como soy, y vacunado contra la prudencia por el hecho de volver a casa un par de días después, me vine arriba: “¡Qué golazo! ¡Qué golazo!”, ponderaba yo a voces mientras daba unos saltitos joteros, torpe emulación de aquellos de Juanito ante el Monchengladbach, y dejaba para mejor ocasión la iniciación en los misterios húmedos del Oriente profundo.
Ayer, en una conversación galernaria, alguien puso de manifiesto que Gareth no ha marcado todavía este año en Copa de Europa. “¡Como Pedja en la Séptima!”, saltó enseguida otro. Los madridistas, perros truferos de la felicidad, llevamos un par de semanas pendientes del vuelo de los pájaros y venteando aquí y allá rachas de buen agüero: el galernarismo ya está aquí, que diría Mario de la Heras como un Arrabal ático y sobrio. Jorgeneo teorizaba hace unos días sobre la felicidad programada y venía a bendecir el tropiezo de Wolfsburgo como requisito necesario para la verdadera dicha merengue, esa que se disfruta in articulo mortis, en momentos de todo o nada. El sufrimiento sería así el requisito del gozo, el dolor un peldaño en la escalera del placer y la remontada el estado natural de un madridismo abocado a vivir como jinete de rodeo en rodeo. Yo viví en el viejo Bernabéu, el de los socios de pie en la jaula, algunos de aquellos episodios fundacionales en que la afición daba miedo. Yo mismo aún me asusto y me relamo recordando cómo a nuestro lado el público del Coliseo de la Roma imperial quedaba a la altura de las groupies de Los Pecos, qué no pensarían los pobres visitantes, que además tenían que vérselas con Camacho en el campo.
Sin embargo, me atrevo a discrepar de Jorge. Incluso le he dado una vuelta de urgencia al Filebo de Platón en busca de sólidos argumentos para refutar esa vinculación inexorable del placer al dolor, pero como la sombra de Número Dos es casi tan larga como noventa minuti en el Bernabéu mejor me tapo y no me meto en camisa de once varas. Una vez le oí a Dominguín en una entrevista contar una conversación con su amigo Picasso: “Un torero tan importante como tú tendría que morir en la plaza, Luis Miguel”, le decía el artista siempre tan jaque. “¿Y a ti, Pablo, cómo te gustaría morir?”. “A mí, pintando”. “Pues a mí también”, concluía el torero. Por mi parte, yo me quedo con una aproximación más hedonista a la cuestión. O incluso más estoica, porque no se me ocurre mejor escuela de pensamiento a la que asociar la figura ataráxica de Zidane, al que la Fuerza acompaña como la flor del almendro a la primavera.
Se impone aquí una digresión que no debe demorarse más: es sabido que a mí en el fútbol me importan mucho más los jugadores que los entrenadores; que, a diferencia de la mayor parte de la afición, tiendo a ponerles pegas cuando los nombran y a echar pestes cuando los destituyen; que aun así valoro su importancia, y que creo que esta debería traducirse en menos protagonismo, más tiempo y más poder. Por todo ello, se impone una petición: Florentino, pase lo que pase a final de temporada es imperativo renovar a Zidane. Los listos que desde la prensa deslizan jesuíticamente la especie de su inexperiencia apenas sí merecen el mínimo esfuerzo de una pedorreta: ¿qué experiencia tenían Miguel Muñoz o Luis Aragonés cuando pasaron directamente del césped al banquillo para dirigir a sus equipos en sus etapas de máxima gloria? Zidane no solo fue mucho más como futbolista de lo que pudieron ser en su tiempo Muñoz o Luis; además ha demostrado saber bien, en este tiempo tan breve como intenso, que remontar no es solo sobreponerse a un resultado adverso en una eliminatoria, sino nadar contra corriente como los salmones para evitar en lo posible que eso sea necesario. Al fin y al cabo, el prólogo inevitable de una remontada malentendida es siempre una catástrofe. Zidane es el máximo ejemplo de entrenador sin receta pero con convicciones expresadas en dos máximas para el mármol –o para el Sinaí, como supo ver Número Tres–, a saber: No me voy a volver loco y Somos el Real Madrid. Cuando uno ha hecho con el balón las cosas que ha hecho Zidane, no necesita más. Maldita la falta que le hacen el libro de estrategia y la sala de vídeos, herramientas serviles que nunca deberían tiznar otras manos que las de los ayudantes. Ricardo Bochini peregrinaba por las habitaciones de sus compañeros de la selección argentina en el Mundial 86 haciendo una colecta para griparle el vídeo a Bilardo, bendita sea su memoria. A Zizou ya le alcanza con el abrigo, Falstaff dixit.
Vuelvo a aquella final de Copa en Barcelona. El partido ya había empezado cuando tomé un taxi en la Estación de Sants. El taxista iba oyendo el partido en RAC1 y ya había marcado Di María. Yo me hice el loco y le pregunté cómo iba el partido por fastidiar –muchos catalanes alimentan la extraña fantasía de que los mesetarios no les entendemos cuando hablan en vernáculo, como si de verdad fueran polacos; son como Burt, un personaje de la desternillante soap opera de los ochenta Enredo que creía volverse invisible cuando hacía un gesto espasmódico con las manos–. No hizo falta remontar, solo deshacer el empate conseguido luego por Bartra, que seguro que le habría cambiado la gloria efímera a otro con tal de que el papel del coyote fuera en el mismo paquete. Pese a ello, yo di mis saltitos de rigor en aquel bar de Roger de Lluria –fue como ver otra vez a Gento, le dijo a un amigo mío su padre– y me fui tan feliz a la cama como si hubiéramos dado la vuelta a un 3-0. ¡Qué finale in belleza si Gareth en Milán nos hiciera ver otra vez a Pedja! Ahora bien, si antes le da por hacerle tres al City en semifinales, que le vayan dando al sortilegio.
Número Uno
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Explendidamente maravilloso. Dejavu pedja...
Precioso. Y muy bien... pero hay que ir con mucho cuidado contra el City. Hay que evitar el mal recuerdo de la Juve del año pasado.