Reivindicación del ancelottismo

Dentro de un deporte colectivo como es el fútbol, el culto a la individualidad es un mal muy extendido, especialmente a nivel periodístico. Un equipo no es otra cosa que un complejo engranaje en el que cada pieza tiene una función específica para alcanzar el rendimiento deseado. Aun así, hemos escuchado en infinidad de ocasiones, por ejemplo, que Leo Messi ganaba títulos y partidos él solo. Además de una hipérbole tan grande que adquiere categoría de falacia, esto es una flagrante falta de respeto a los estupendos compañeros que han contribuido muy decisivamente a que el argentino haya acumulado una considerable cantidad de gloria (parte de ella cuestionada ahora por asuntos que están en el juzgado).

La desesperada necesidad de héroes, de apóstoles ante los que arrodillarse y a los que venerar, ha elevado a los altares a ciertos personajes. En concreto, en torno a la figura de los entrenadores han surgido escuelas, cultos plagados de discípulos, sobre todo entre aficionados y periodistas. El guardiolismo, el menottismo, el cholismo o el cruyffismo son de las más conocidas. En muchas ocasiones, las filosofías futbolísticas de cada uno de ellos ni siquiera las definen sus creadores; son esos fanáticos seguidores los que escriben sus preceptos y dibujan la línea imaginaria entre lo que está dentro y fuera de los parámetros de lo que ellos consideran el dogma definitivo. Solo así se puede entender que se considere cruyffista el estilo de juego de los últimos inquilinos del banquillo del Barça, con visiones notablemente diferentes entre sí.

Existe un patrón evidente a la hora de decidir quién ingresa en el grupo de estos tótems de la pizarra desde el momento en que nunca ha existido ningún movimiento llamado zidanismo o ancelottismo, aunque el primero ganara tres copas de Europa en sus tres primeras campañas como entrenador en la elite y el segundo sea el técnico más exitoso de la historia en la máxima competición continental. Si en algo han coincidido ambos, ha sido en triunfar a lo grande con el Real Madrid, que es un caso único en el mundo; nunca un conjunto tan criticado en lo global y en lo individual ha ganado tanto. En realidad, nunca otro equipo ha ganado tanto.

Si no existe aún el ancelottismo o el carlettismo, quizás sea tiempo de inventarlo o, simplemente, de reivindicarlo

El técnico italiano ha mostrado además una extraordinaria longevidad en la elite, y una flexibilidad táctica tan notable como poco reconocida. Hace solo un año asistimos a una nueva exhibición de adaptabilidad, cuando la salida de Benzema y la llegada de Jude Bellingham desembocó en una profunda evolución del ataque del Real Madrid, con un esquema creado para potenciar las virtudes del inglés. Una vez más, este ajuste acabó con entorchado continental. Ancelotti no pontifica frente al micro, explica el fútbol con naturalidad y admite que escucha a su equipo y a sus jugadores a la hora de tomar decisiones. Cualidades que, junto a su aplastante historial, deberían convertirle en una ineludible referencia, pero que han generado un discurso que le denomina peyorativamente como un gran gestor de grupos o un simple alineador. Lo mismo que ocurría con Zidane, por cierto. Si no existe aún el ancelottismo o el carlettismo, quizás sea tiempo de inventarlo o, simplemente, de reivindicarlo.

La injusticia es evidente, pero no sorprende. Los aficionados del Madrid estamos encantados con nuestro equipo, con los jugadores, con el cuerpo técnico, con la gestión del presidente, mientras que al otro lado de la trinchera siempre hay apostados bomberos con grandes mangueras en busca de aguar el vino. Dominan el relato, pero la realidad es terca y acaba por imponerse.

Además, a diferencia de lo que ocurre en otros lares, en el Madrid no se necesita idolatrar a una sola persona, cuando se puede adorar a todas en conjunto. Uno de los aspectos que está más arraigado en el espíritu del club es poner el bien colectivo siempre por encima del individual. El lema lo resumió fantásticamente Di Stéfano cuando dijo que “ningún jugador es tan bueno como todos juntos”. La legendaria frase está impresa en el túnel del vestuario del Bernabéu, ejerciendo de sempiterno recordatorio de las obligaciones que se contraen cuando se defiende el escudo del quince veces campeón de Europa. En el Madrid, el único ismo que importa es el de madridismo.

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