Dicen que nunca hay que encender tres cigarrillos con la misma cerilla. Es una superstición que yo, a pesar de que dejé de fumar hace veinte años, siempre cumplo. Parece ser que durante la Primera Guerra Mundial, en las trincheras, el enemigo veía el destello al dar fuego al primer cigarrillo, con el segundo apuntaba, y con el tercero disparaba. Por eso cuando el editor Sugrañes me acercó el mechero, a pesar de que ya había dado fuego a otros dos antes que a mí, a pesar de que sabía que yo era tan supersticioso como para llevar unos nuevos calcetines a cada una de sus reuniones, y a pesar de que toda la redacción conocía que no fumaba porque se lo recordaba día sí y día también cada vez que me pedían tabaco, lo interpreté como un mal fario y decidí soplar la llama y pedir siete deseos.
Estábamos en plena vorágine por la salida de Casillas y Sugrañes, acuciado por la falta de resultados económicos para sostener aquella locura digital, nos convocó a una reunión urgente en su diminuto despacho. Aunque había entrado varias veces en aquel cuchitril siempre me llamaba la atención lo maloliente del lugar; una mezcla de olor a tabaco, sudor y humedad que acababa por anestesiarte en pocos minutos. La decoración consistía en un ventilador al que se le había caído un aspa, un diploma de periodismo a distancia de CCC, media docena de ajados y amarillentos pósters del Marca de los '80, y cuatro o cinco trofeos de campeonatos de mus.
Sugrañes estaba muy serio, no paraba de secarse el sudor, atusarse la barba y aunque tragaba saliva continuamente, su voz sonaba ronca y cazallosa, como si hubiese estado de juerga y el anís todavía le taponase el gaznate. Habló de Casillas, de Ramos, de Raúl y de varios temas más a los que no presté mucha atención, por no decir ninguna, ya que estaba muy entretenido hurgándome la nariz. Yo esperaba cumplir mi cometido pero la reunión avanzaba y, posiblemente porque la tensión se podía cortar, nadie pidió nada. Ya casi había repartido todo el trabajo del nuevo número cuando me miro de arriba a abajo, como si me estuviera examinando, y dijo:
-Búscala, búscala hasta debajo de las piedras, todo el mundo habla de ella y necesitamos un buen reportaje. Búscala, no repares en gastos- me dijo, mientras metía la mano en el bolsillo y me tendía un billete de cinco euros.- Quiero ser la primera revista que saque su foto en portada.
-Buscar ¿qué? -dije sin entender nada y pensando que hablaba de alguna nueva bebida.
-¿Qué va a ser? ¡Si llevamos toda la reunión hablando de lo mismo! ¿Hay alguien en casa? -dijo mientras golpeaba con sus nudillos mi cabeza-. ¿Hay alguien en casa?-repitió. Entonces dio un largo suspiro, miró a todos los presentes como pidiendo compasión, arrugó el papel que tenía en la mano y, después de lanzarlo a la papelera, empezó a explicármelo lentamente.
-¡Un momento! ¡Un momento! -dije mientras sacaba mi móvil del bolsillo y pulsaba el botón de grabar-.Ahora.
Sugrañes dio otro suspiro, cabeceó varias veces y, a pesar de que tuvo que darme algún que otro tortazo cariñoso para que me centrase, continuó la explicación hasta que se le acabaron los suspiros y los insultos.
No me esperaba aquel trabajo y me emocioné soltando unas cuantas lagrimillas. De eso se solía encargar el departamento de investigación y no el encargado de mantenimiento. Yo, a pesar de que de vez en cuando entregaba algún artículo sobre mis calzoncillos (no me daba para más) y asistía a alguna reunión, me dedicaba casi a tiempo completo a mantenimiento, es decir, a mantenerme con vida dentro de aquella jauría y a llevarles los cafés correspondientes sin equivocarme. Por una vez alguien confiaba en mí para algo importante. Me sequé los mocos con el dorso de la mano, sequé la mano y los mocos que se habían quedado pegados a ella con el pantalón, y después de levantarme teatralmente rodeé la mesa, me acerqué hasta su silla y a la vez que le daba un abrazo de oso, le dije al oído:
-La tendrás, tendrás tu foto, no te fallaré, confía en mí.
Llegué a casa emocionado, y lo primero que hice fue vestirme como requería la ocasión. Vivir rodeado de periodistas me había enseñado a camuflarme mejor que Mortadelo, así que me puse mis sandalias, unos calcetines con franjas decoradas con la bandera de Japón, un vaquero lleno de flecos cortado por encima de las rodillas, mi camisa de flores y como complemento final anudé mi jersey de rombos naranjas al cuello.
Ya estaba, ya podía pasar por un turista cualquiera. Aquello me facilitaría la labor. Sería tan transparente en el verano de Madrid como la lista Forbes para Relaño.
Salí de casa y decidí, ya completamente metido en el papel y más Stanislavski que Marlon Brando, comprarme un palo para selfis en el chino e ir a un bar de la Puerta del Sol para tomarme una sangría y estrenarlo.
Sangría va, sangría viene, terminé por gastarme los cinco euros que me había asignado Sugrañes para la misión, y otros cincuenta y cinco que tuve que pagar con la tarjeta que distraídamente le había robado en aquel fraternal abrazo.
Llegué al Bernabéu al amanecer, tambaleante, y empecé a caminar a su alrededor muy despacio, fijándome en todos los detalles en los que podía fijarme. Tenía que encontrarla costase lo que costase. No podía fracasar. Sabía que estaba allí, lo que no sabía es cómo era. Me había hecho una idea pero todo eran conjeturas.
Una pareja muy joven se besaba apoyada en una pared del Estadio. Al pasar a su lado pararon de besarse, me miraron, sonrieron y continuaron a lo suyo. Tuve la impresión (aquella sonrisa les delataba) de que el sitio que habían elegido no era casual; pensé que estarían lejos, en otra esquina de la ciudad, en El Retiro, o en La Latina, o en algún pequeño parque, cuando decidieron que el mejor sitio para besarse de todo Madrid era el Bernabéu y hacia él se encaminaron, como quien va hacia una máquina de Pepsi-Cola en una isla desierta.
El encargo me gustaba. Era difícil pero me gustaba, así que seguí caminando como Terence Hill por el desierto, dando dos pasos hacia delante, uno hacía atrás y dos laterales. Vi varias que podían encajar con lo que perseguía pero por una u otra razón tuve que descartarlas. Tardé más de media hora en dar la vuelta completa y cuando me di cuenta me encontraba en el punto inicial, unos metros más atrás de donde estaba aquella pareja de jóvenes que seguía, totalmente ajena a mi presencia, besándose con tal fruición que me dio la impresión de que se metían la lengua por la boca y la sacaban por los oídos.
No quería molestarles, y mucho menos romper aquel encanto que les envolvía, pero algo, posiblemente aquella sonrisa cómplice que me habían dedicado, me indujo a hacerlo.
Me acerqué lentamente a su lado y carraspeé como uno carraspea cuando detesta molestar pero tiene que hacerlo. Como no me oyeron, posiblemente porque tenían taponados los oídos por la lengua, tuve que volver a carraspear pero esta vez como una moto sin tubo de escape. Al oírme dejaron de besarse, se separaron y me miraron con una mezcla de curiosidad y enojo.
-Perdón por la intromisión -dije, pensando que sí, que era un asqueroso entrometido y que aquella palabra era en aquel momento la palabra más entrometida del mundo-. Lamento molestar pero creo que vosotros podríais ayudarme. Estoy buscando la puerta trasera y no hay forma de dar con ella. He dado la vuelta completa al estadio y no la encuentro.
-¿La puerta trasera? ¿Qué puerta trasera? -dijo ella alzando la ceja de una forma que me resultó familiar.
-La del Bernabéu, la puerta trasera del Bernabéu, la puerta por la que ha salido Casillas. Tiene que estar por aquí, todo el mundo habla de ella, o sea que no creo que esté muy lejos. Tengo que fotografiarla, es un encargo- dije engolando un poco la palabra y con cierto orgullo en mi voz.
En aquel momento, justo cuando había dicho la palabra "encargo", dejándola caer como quien deja caer una diplomatura, me di cuenta de que había errado el tiro. Noté en sus caras, y en la carcajada que soltaron al unísono mientras se contraían como un acordeón, que no tenían ni idea de lo que les hablaba.
-Lo siento - dijo ella conteniendo la risa-, me temo que esa puerta no existe. Alguien te ha tomado el pelo.
Iba a contestar que estaban equivocados, que mi editor (además de unos náuticos de lujo) tenía fuentes de toda confianza, y que no me iba a mandar hasta el Bernabéu para buscar algo inexistente. Pero al ver cómo seguían mirándome y, lo que es peor, al ver cómo, aunque lo intentaban, no podían parar de reír, me despedí de ellos dándoles la mano y deseándoles una buena vida y una feliz prole.
Seguí a lo mío, a caminar. Cuando consideré que ya había avanzado un trecho suficiente, miré de reojo a la pareja, saqué del bolsillo los dos relojes que les había mangado y después de comprobar que por ninguno de los dos me darían ni la hora, los tiré a una papelera maldiciendo mi mala suerte y a toda su descendencia.
Ya se me habían pasado los efluvios de la sangría y empecé mi segunda vuelta al Estadio. Después de caminar unos cincuenta metros sin resultados, me paré. Algo se me estaba escapando, algún detalle tonto convertía la puerta en invisible. Intenté recapacitar. A veces cinco minutos de cabeza valen por media hora de piernas. Intenté recordar las sabias palabras de Sugrañes, pero como normalmente era incapaz de recordar cuando me había tomado la última sangría, saqué mi móvil y me dispuse a escuchar toda la conversación que uno, siendo consciente de su propia estupidez, había grabado.
“A ver tontolaba, escucha bien y piensa. Piensa que siempre que algún jugador de élite (y cuando digo de élite me refiero a aquellos que juegan en un gran equipo y tienen dos docenas de Rolls para rociar de Clive Christian y quemar sin contemplaciones) abandona su Club por la puerta trasera, tiene que hacerlo por una puerta desvencijada, con las bisagras oxidadas, el color raído y tan pequeña que obliga a todos los que salen por ella a agachar un poco la cabeza para darse cuenta de su propia pequeñez. No lo olvides, busca una puerta pe-que-ña, tan pequeña como tu cerebro.”
Paré la grabación y reflexioné. Había visto puertas y más puertas pero ninguna tan pequeña como para que un jugador se tuviese que agachar para pasar por ella, así que volví a pulsar el play.
“Ahora bien, esto solo vale si hablamos de un equipo normal. Si hablamos del Madrid la puerta tiene que ser mucho peor. Teniendo en cuenta que el Real Madrid es el club más grande, su puerta trasera tiene que ser la más pequeña. La puerta trasera del Madrid tiene que ser como un agujero, un zulo a ras de suelo que haga que el jugador para salir del Club tenga que arrastrarse, mancharse su impoluto traje y reptar como una lombriz. Esto es lo que tienes que buscar o sea que pon mucha aten… ¡Imbécil! Deja de sacarte los mocos y escucha. ¡Dios mío qué cruz! ¿A ti que gilipollas te ha contratado?
-Usted, fue usted.”
Se oyó un carraspeo y, después de un par de improperios, un sonoro tortazo.
"-¡Pero cómo cojones voy a contratar yo a un gi…”
Apagué la grabación del móvil. El resto ya no me interesaba. Aunque intenté recapacitar sobre todo lo que acababa de oír, no saqué ninguna conclusión y me puse a divagar.
Lo que no acababa de comprender era por qué, siendo la puerta trasera tan importante, no la incluían en el Tour del Bernabeú. A mi me facilitaría el trabajo y completaría la visita de los aficionados. ¿Hay algo más emocionante que ver la puerta por la que han salido Casillas, Hierro, Özil, Di María, Raúl, Guti, Del Bosque y tantos y tantos otros genios injustamente tratados?
Si por mí fuese llevaría a todas los aficionados a visitarla, a comprobar in situ el horror, a ver cómo se balancea sobre sus goznes como el péndulo de Poe. Eso no es una puerta, eso es el pasadizo al infierno, a la ruina, a morirse de hambre y a sufrir como un perro una vida de estrecheces y miserias. Sales por la puerta con el dinero por castigo y acabas convertido en Oliver Twist fregando urinarios.
Lo increíble es que siempre la culpa es del mismo, de Florentino, que digo yo que algo de culpa tendrá, que una cosa es ser un Ser Superior y otra actuar como tal, sin equivocaciones, sin injusticias y sin rencor. Ahora bien, igual en algún caso la culpa se podría repartir, que parece que siempre es el mismo el que abre la puerta trasera y empuja al jugador con una patada en el culo.
Me planteo esto ya que en casi todos los casos, por no decir en todos, en cuanto el que se ha ido se da cuenta de que fuera del Madrid reina la NADA, quiere volver. Y es curioso que quiera volver si, además de cobrar más dinero y tener su dignidad a resguardo en otro equipo, le acaban de patear el trasero.
El Reino de la Nada es duro. Muy duro. Igual los mismos que te defendían y decían que eras el mejor del mundo se olvidan de ti en cuanto encuentran uno mejor que tú. Y encontrar uno mejor que tú no es difícil, basta con que el nuevo, independientemente de que meta o pare más goles, venda más portadas que sirvan para atizar al Real Madrid.
Entonces, disfrutando de este pequeño momento de lucidez que mi discontinua mente me había regalado, y sin saber cuándo volvería a tener otro parecido, la vi. La tenía a mi derecha, a unos diez metros de la fachada, completamente abierta como si siempre me hubiese estado esperando. Era tal y como la imaginaba: pequeña, redonda, un poco oxidada y con una pesada puerta que alguien había levantado. Si no había reparado en ella era porque estaba señalizada, unas vallas la medio rodeaban y ese detalle era el que me había engañado. Imaginé, aunque imagino tantas cosas que nunca doy pie con bola, que Florentino había llamado al Presidente del Gobierno para que llamase al Alcalde para que colocase las vallas con el fin de evitar que los curiosos se acercasen cuando había salido Casillas. Luego el Ayuntamiento, al no tener más llamadas, había olvidado retirarlas.
Saqué la cámara y me puse a hacerle fotos. Saqué unas cien y después de repasarlas pensé que con un poco de suerte, y a la vista de que el trabajo era excelente, el editor tendría muy difícil negarse a soltarme otros cinco euros de recompensa.
Ya tenía las fotos así que me asomé a la puerta, vi una pequeña escalera que bajaba desde ella para perderse en la oscuridad y, como buen periodista de mantenimiento, empecé a descender aquellos escalones. Estaba seguro de que desde allí llegaría hasta el despacho de Florentino. La sola idea de encontrarme delante del Ser Superior, unida a que el dedo gordo se me escurría de la chancleta por el sudor, hizo que un par de veces tropezase con el escalón y estuviese a punto de precipitarme dentro de aquella interminable puerta.
Pasaron un par de peligrosos minutos cuando puse el pie en el suelo. Miré hacía arriba y comprobé asombrado que tampoco había descendido tanto, unos cuatro metros como mucho. Comencé a caminar por un estrecho túnel cuando oí ruidos y entonces, conteniendo la respiración, lo comprendí todo: la puerta estaba abierta porque alguien iba a salir por ella. Al momento pensé en Ramos.
Sabía, pues la prensa informaba puntualmente de ello, que tarde o temprano iba a salir por allí. Y entonces la cabeza me empezó a dar vueltas. ¿Y si…y si…y si el destino me deparaba el reportaje de los reportajes? ¿Y si Ramos, con ese carácter volcánico que tenía, había discutido con el “Presi” por el espinoso tema de la dignidad y este le había puesto ipso facto de patitas en la puerta trasera, puerta que como todo el mundo sabe es la puerta por la que salen todos los que se enfrentan a Florentino?
Y en esas estaba, sudoroso, expectante, entornando mucho los ojos para acostumbrarme a la penumbra cuando lo vi, o lo intuí llegar por una especie de largo túnel.
Lo primero que me extrañó fue que saliese con algo parecido a un chándal de colores fosforitos. Y lo segundo (y aquí empecé a darme cuenta de que algo no cuadraba) fue que, aunque todavía se encontraba a varios metros y no lo distinguía muy bien, lucía cierto sobrepeso, es más, lucía una tremenda tripa indigna de un deportista de élite.
-¿Ramos? ¿Sergio Ramos? -pregunté angustiado.
-¿Quien es usted? -bramó una voz con cierto deje gallego que inmediatamente descarté que perteneciese al camero.
-Yo…Yo…
-¿Y qué cojones hace aquí? -continuó bramando.
La voz se hizo cuerpo y me encontré para mi sorpresa y desilusión con un hombre pequeño, regordete, con una llave inglesa en la mano, cara de utilizarla y un barrigón, que, además de estar a punto de hacer saltar las costuras de aquel ¿buzo?, indicaba claramente que si alguna vez había visto un balón había terminado por comérselo.
- Perdóneme, creo que le había confundido con otra persona. ¿No es esta la puerta trasera del Bernabéu?
- ¡Qué puerta ni qué hostias! ¡Esto es una alcantarilla, imbécil! Y yo hago labores de limpieza. Largo de aquí payaso.
-¿Entonces por aquí no se va al despacho de Florentino Pérez?
Cuando vi que blandía la llave, y hacía ademán de usarla con mi cabeza, empecé a correr hacia la salida. En el camino perdí una chancleta y el jersey de rombos pero eso no me impidió, a pesar de que oí silbar y golpear la llave inglesa contra la escalera unos peldaños más abajo, llegar a la superficie sano y salvo. Por si acaso, y como temía que aquel cabreado operario subiese detrás de mí, seguí corriendo hasta llegar al metro.
Esa misma noche, desde el sofá de mi casa, con el orgullo dolorido, llamé a Sugrañes por teléfono y le expliqué atropelladamente mis andanzas. Le dije que no se preocupase, que al día siguiente la encontraría, que iba a conseguir aquella foto sí o sí. Le dije que había olvidado algo importantísimo, lo más importante para abordar un trabajo tan importante como este. Se lo expliqué detalladamente pero creo que no acabó de creerme ya que me dio un par de opiniones, una dedicada a mi padre y otra a mi madre, que me hicieron pensar en desistir y volver a mi antiguo periodismo de mantenimiento.
A la mañana siguiente me levanté feliz. Me puse otra vez mi disfraz de turista, cambié la chancleta por una zapatilla de franela, el jersey de rombos naranjas por uno con la cara de Naranjito, y para volver a meterme en el papel salí por la puerta de casa tarareando con acento de guiri el “Que viva España” de Escobar.
Esta vez sabía que iba a encontrar la puerta trasera del Bernabéu, lo sabía. Esta vez no había olvidado lo más importante. Nada podía fallar: llevaba mis calzoncillos de la suerte puestos.
¡Absolutamente genial!
Jajajaja. ¡Maravilloso!
Muy bueno
A medida que avanzaba el relato, ya no pude dejar de ver al personaje con otra cara que no fuera la de Antón Meana.
De otros posibles candidatos más de uno y de dos no entraría por la alcantarilla. Vaya, me ha salido un chiste de gordos, dichoso mourinhismo. Pero si, me puedo imaginar a Kermit perfectamente en el papel.
Buenos días, nunca pensé que además de artículos de opinión y comentarios de los buenos, iba a pasar unos ratos tan deliciosos en La Galerna, ya estoy esperando el artículo de mañana con ilusión, gracias Fred.
Saludos blancos y comuneros
Super genial espero con ansias el próximo relato o la continuación de este
Excelente. Buena elección la de Mortadelo para caricaturizar el patético nivel del periodismo deportivo de nuestro país.
Maravilloso.
Muchísimas gracias a todos por vuestros amables comentarios.
Esto es saber escribir y no lo que hizo el señor Hualde. Así, sí.