Con el fin del mundial catarí regresa de golpe la realidad. La Liga, por fin. El pan nuestro de cada día, el alimento de la imaginación para la clase servil. Al contrario de lo que sucede, por ejemplo, con las vacaciones, una ruptura de la servidumbre, un tiempo de expansión, para nosotros, los espectadores, el mundial ha sido una prolongación de las cadenas: un mes de vulgaridad que ha interrumpido nuestro goce (muchas veces sádico, pero ésa es otra cuestión) madridista cotidiano. Este fin de semana, con el partido de Valladolid, nosotros regresamos a nuestro territorio, recuperamos las referencias que nos ayudan a transitar por el mundo semana a semana, las rutinas de los días de los partidos, las previas, todo eso, el ceremonial que alegra nuestras vidas, sin importar demasiado que el viernes sea 30 de diciembre y el año se vaya a terminar.
Sin embargo los futbolistas son individuos que viven fuera de nuestro tiempo común y por lo tanto ajenos a sus reglas. Para ellos, el mes pasado en el Golfo Pérsico, lejos de los entrenamientos en Valdebebas, lejos de los viajes y de las concentraciones, lejos de la tensión permanente sostenida por la prensa, sí que ha sido una prueba: toda Copa del Mundo lo es, por más que se juegue en invierno o en verano. Lo es para todos, sobre todo para quienes, como la mayoría de los figurones de las selecciones modernas, viven todo el año a mucha distancia de las opiniones públicas de sus países, protegidos por el aura del prestigio. Este mundial, no obstante, ha sido una prueba de serias consecuencias para la camada de jóvenes talentos que maceran en Madrid, predestinados a gobernarlo todo.
Hay dos golden boys madridistas que vuelven de Catar con la divisa de la tragedia marcada a fuego en la piel del corazón. Rodrygo y Tchouaméni se han enfrentado allí con la selva oscura que los aguardaba a la mitad del camino del héroe
En particular, hay dos golden boys madridistas que vuelven de Catar con la divisa de la tragedia marcada a fuego en la piel del corazón. Rodrygo y Tchouaméni se han enfrentado allí con la selva oscura que los aguardaba a la mitad del camino del héroe. Ambos son niños nacidos bajo el signo de lo formidable. Desde muy pronto han destacado por encima de los demás, desde muy pronto están en el ojo del huracán, es decir, en el Madrid. Uno acaba de llegar y antes de ponerse por primera vez la camiseta blanca ya era titular en el centro del campo de la Francia campeona del mundo. El otro vino a España con la mayoría de edad recién estrenada y sin que al parecer tuviera mayor importancia. Desde el primer día empezó a meter goles con la sencillez y la facilidad de los elegidos, mostrando una extraordinaria inclinación a los grandes momentos: esas horas de la verdad que muchos fuoriclasse con nombres y trayectorias rimbombantes se llevan buscando toda la vida, sin encontrarlos, como si la Historia los rehuyera. No así Rodrygo, que desde el principio fue uno de esos a los que Napoleón habría preferido tener siempre consigo, por la buena estrella.
Rodrygo y Tchouaméni tuvieron que tirar en Catar penaltis decisivos para sus selecciones. Los fallaron. Uno, en cuartos de final, dejó tocada de muerte a Brasil, que lleva veinte años sin tocar la Copa del Mundo. El otro, en la tanda de penaltis decisiva, en la final, que sigue siendo el partido más importante de todos en la conciencia de toda la humanidad, hizo posible la victoria argentina. Los dos llevan recibiendo golpes mediáticos desde entonces, sobre todo Tchouaméni, con quien se están cebando los “cancheros” argentinos, especialistas por tradición nacional en humillar a los aparentemente frágiles (recuerdo a Simeone con Varane en Lisboa). Los dos demostraron agallas de gigantes y los dos descubrieron que todavía no lo son. A veces los talentos enormes se estrellan y no regresan jamás de estos escollos en el camino. A veces, de ellos salen batiendo las alas.
Los dos demostraron agallas de gigantes y los dos descubrieron que todavía no lo son. A veces los talentos enormes se estrellan y no regresan jamás de estos escollos en el camino. A veces, de ellos salen batiendo las alas
Ambos están ante la primera gran prueba de sus carreras, hasta ahora meteóricas y de progresión brillante y continua. Han probado dimensiones del estrés distintas a la del Madrid. Ambos, poco más que veinteañeros, tomaron una responsabilidad que correspondía a otros con más experiencia, oficio y nombre. Rodrygo tuvo el coraje que le faltó a Neymar, desde hace cinco años un mero spot publicitario, un torero de salón. Rodrygo asumió una decisión que en una nación como la brasileña es casi una cuestión de vida o muerte y el hecho de avanzar sin miedo hacia el borde del precipicio lo dice todo de su propia naturaleza. La principal cualidad de un futbolista del Real Madrid, si se puede hacer antropología de esto, es que no se esconde jamás, tenga el color de piel que tenga, le rece al Dios que le rece o sea del país que sea.
Tchouaméni parece un futbolista alemán en lugar de un africano de la Francofonía. Su rostro es el del bronce yoruba de Ife: impenetrable, hierático, con el porte altanero de los reyes nubios, su cara de piedra no desvela ningún sentimiento, como si nos estuviera mirando a todos desde un sitio inalcanzable, mucho más allá del reino de los hombres. En su primer mundial ha sido imprescindible en todos los partidos, jugando toda la final hasta los penaltis. En el Madrid ha sido lo mismo desde que aterrizó en agosto, hasta el punto de que el club dejó ir a uno de los mejores jugadores de su historia, Casemiro, una vez se aseguró la presencia del niño gigante francés en su centro del campo. “El Dibu”, uno de esos antihéroes que emergen de las alcantarillas de todos los mundiales, consiguió confundirlo con su aspecto atrabiliario. Su penalti se convirtió en un duelo crepuscular entre negros morochos y delincuentes de la Pampa de cuento de Borges que ganó el que tenía más calle. Pero Tchouaméni tiene más futuro, de hecho es el dueño del futuro.
Tanto a Tochouaméni como a Rodrygo les va a venir bien este encontronazo. Los héroes necesitan tropezar en su camino
Tanto a él como a Rodrygo les va a venir bien este encontronazo. Los héroes necesitan tropezar en su camino. Toda la brillante camada de noveles excepcionales que ya están ocupando los puestos de mando en el Real Madrid de Carlo Ancelotti ha cuajado un mundial regular. Con Vinicius, Tite tuvo miedo. Miedo de que el mundo viera, por supuesto, que ya es más jugador de lo que Neymar será jamás. Aherrojado a semejante titiritero, Vini sólo pudo ser una comparsa. Su cambio ante Croacia dejó manca a Brasil. Los croatas pudieron respirar, estirarse y golpear. A Valverde le tocó viajar con una selección de zombis y Camavinga sigue sumergido en el marasmo del sophomore, esa maldición de los talentos generacionales que los condena a vagar un tiempo por un desierto de melancolía e indefinición tras romper el techo en su año rookie. Para todos, el mundial ha sido una pausa conveniente, un recordatorio de que son mortales y de que la juventud casi siempre va demasiado rápido. Les ha ofrecido conocimientos prolépticos interesantes: pueden ser como Luka Modric o pueden ser como Neymar. Lo único bueno que ha tenido este campeonato es que caer en mitad de la temporada apenas habrá tiempo para las dudas: todos, Camavinga, Rodrygo, Tchouaméni, Vinicius y Valverde, tienen desde el sábado la oportunidad de continuar donde lo dejaron y comprobar que, en efecto, el fútbol es una sucesión de segundas oportunidades.
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