Manifiesto del nuevo pipero

Mi padre es un pipero octogenario. Descubrirlo no es nada sencillo, no ofrece pistas; en la que fue mi casa solo hay un indicio —exceptuando ciertos rasgos de mi educación de los que puedo presumir— que relacione ese hogar con el de un aficionado madridista: es una pequeña foto en color, colgada en una esquina de la pared del fondo del salón, semioculta detrás de una viga maestra. No es fácil verla, está expuesta con humildad, sin estridencias, como el madridismo de mi padre, entre una foto mía en la que aparezco empuñando una pistola de plástico con un sombrero de vaquero y otra de mi madre, la que ganó la Décima, sonriendo en unos soportales con un grupo de amigas. Es una foto del Real Madrid Campeón de Europa (esto acabará siendo, si no lo es ya, un pleonasmo) del año 1966, la única conseguida solo con jugadores españoles.

Hubo un tiempo no muy lejano, en el que yo, empapado de los revolucionarios aires de lo digital, de ese madridismo moderno tan alejado del del transistor que curtió a mi padre, estuve a punto de explicarle lo inadecuado de su conducta. A él lo engañaban y yo iba a salvarle de la quema de la ignorancia. Afortunadamente nunca lo hice, mi inconsciencia no fue tan atrevida, ni le conté que la verdad estaba en lo que dijera Mou ni le hablé de que el Madridismo Underground era la buena nueva. Por una vez tuve un atisbo de sensatez, posiblemente dada por la educación que me había regalado el mismo al que ahora pretendía reeducar, y nunca dije, a Dios gracias, ni una palabra.

Ahora, cada vez que el Madrid empata o pierde un partido, compruebo lo acertado de mi silencio. De aquel movimiento apenas quedan rescoldos, los nuevos tiempos, esos que hasta hace poco fulguraban a mi alrededor, han desaparecido en una gigantesca pira alimentada por la impaciencia, la visceralidad y el insulto. Me siento como ese soldado que con la ropa hecha jirones y la batalla perdida se refugia en su verdadero hogar, al lado de su padre y esa foto de la Sexta Copa de Europa enmarcada entre su infancia y el recuerdo de su madre. El aficionado que antes, con su bolsa de pipas, se pasaba el partido refunfuñando desde su asiento en el Bernabéu, ahora es digital y sigue rezongando, sentado cómodamente en el sofá, desde el móvil o el ordenador.

Todos somos piperos, sí, tú también, piperos digitales. Es mejor asimilarlo cuanto antes y lucirlo con orgullo. Hemos dado un giro completo, hemos cambiado cuatro detalles: la corbata de mi padre es ahora un pantalón roto, los boleros son reguetón y el pinganillo del transistor en la oreja es inalámbrico, para volver al mismo sitio, al punto de partida.  Los silbidos son digitales, el cese del entrenador es virtual y los fichajes en lugar del Marca los buscas en el FIFA 21.

El Nuevo Bernabéu se llenará de nuevos piperos y la vida seguirá igual. Dentro de veinte o treinta años, cuando mi sobrina vea la foto de la Sexta Copa de Europa, entre Gento y Pirri, aparecerá un sonriente Zidane.