A veces no hablaba de fútbol, pero eran las menos. A veces jugaba a otras cosas, pero eran las menos. A veces no fumaba, pero eran las menos. A veces no se mostraba huraño, pero eran las menos.
De aquellos veraneos largos y a tiempo completo, en aquel pueblo muy al norte del norte, en donde al mar se le trataba de usted, en donde el conductor del autobús era tuerto, en donde el médico, manco, y el párroco se cagaba en dios cuando le ahorcaban el seis doble. De aquellos veraneos largos y a tiempo completo en los que nos mezclábamos los propios con los ajenos, los lugareños con los que veníamos de la ciudad, los chavales ya curtidos con quienes éramos unos primaveras.
Las campanas de la iglesia ejercían de agencia de noticias: doblaban en caso de incendio, doblaban si había bautizo, comunión, boda o similar. Y, por supuesto, doblaban a muerto, con una gravedad y cadencia que de inmediato se instalaba un silencio espeso y paralizante. El silencio como inequívoca señal de respeto.
Y en aquella democracia que caducaba a los dos meses, en aquel país de bicicletas y balones de futbol, de playa a cualquier hora y verbenas de primeros besos y toses del primer cigarro, de vivos y muertos, en esa patria de las sensaciones tengo amarrado el recuerdo de Puskitas.
Decían que en eso del fútbol, Dios escribía en renglones rectos con las piernas torcidas de Garrincha. Puskitas era poliomielítico, tenía la polio, que se decía entonces, sus piernas estaban rígidas como dos remos. Si Garrincha regateaba como Dios lo haría, este chaval le zurraba a la pelota con la violencia de Puskas, así que el mote era inevitable y más entre chavales; Suso Telefunken, le decíamos a otro que tenía la frente como una televisión.
Puskitas le zurraba que la hacía llorar. Con un remo o con otro, cuando empalaba la pelota, si aquello iba a portería, éxito seguro. En ocasiones, las más, había que echar cuerpo a tierra y poner a salvo todo lo salvable: partes blandas y no tan blandas.
Puskitas era de carrocería ligera, de chasis frágil, de estabilidad precaria. En todo choque, caía, en todo salto, perdía, en toda carrera, no llegaba. Pero chocaba, saltaba, corría. Y cuando se le pelaba el cable, cogía la bicicleta y se largaba pedaleando de pie y a su manera y por supuesto bufando. Era tosco y hosco, como cualquiera que tuviese que manejarse desde siempre en tan puñetero vietnam. Con los años comprendes que, en ocasiones, para evitar balazos hay que disparar el primero.
Cuentan, los que cuentan cosas, que se guardaba las llaves del coche en el zapato cuando salía de picos pardos. Cuentan, los que cuentan cosas, que sabía que se iba de revoluciones y de esa manera, le costaba agacharse por la rigidez que padecía, adoptaba sus contramedidas. Cuentan, los que cuentan cosas, que aquel día se saltó sus contramedidas y los que cuentan cosas cuentan que no pudieron detenerle.
Así que Puskiñas andará a estas horas pegándole pelotazos a San Pedro, cabreándose como una mona y rifando hostias a quien no se la pase cuando esté solo. Puskiñas, te digo que mereció la pena.
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