Vistas las cosas con ojo imparcial, no puede negarse que en estos momentos hay sólo un equipo en España cuyo juego despierta interés. El Barcelona se acerca al tramo caliente de la temporada con un motor que da tirones y hace ruidos rarísimos, aunque los ocupantes llevan la música ratonera tan alta y los espasmos con que la bailan son tan aparatosos que ni se enteran, y como allí dentro van fumando de todo, tampoco les llega el tufo a goma recalentada. El Atleti boquea como de costumbre, congestionado y sudoroso, sin nada que ofrecer a los que no vemos el fútbol apoltronados en un colchón de rayas. El Madrid no se sabe si va a llegar a tiempo de ganar la Liga, pero ahora mismo no hay aficionado que no se pregunte si el “revulsivo”, el “catalizador”, la “adrenalina”, el “efecto”, según la prensa científica —o el “gurú”, la “magia”, el “carisma”, el “grial”, según la prensa esotérica—, tendrá consecuencias duraderas o se extinguirá pasados unos cuantos partidos. Ya sea con ilusión, con pánico o con simple expectación, el caso es que lo único a lo que mira todo el mundo ahora mismo es al juego del Real Madrid. Cierto que en esta nueva etapa aún no se ha probado contra un rival de campanillas (aunque este domingo el Granada jugó más y mejor de lo que dice su clasificación), y cierto que todavía no termina de carburar como visitante (aunque contra el Betis mereció ganar de largo). No importa, lo que ha enseñado el equipo de Zidane en tan poco tiempo no está hoy al alcance de ninguno de sus rivales. Adaptando la frase de Lichtenberg, a quien tenga dos pares de pantalones habría que decirle que venda uno y se compre una entrada para el Bernabéu.
Como no me gusta citar de memoria, me levanto para coger de la estantería mi ejemplar de aquel maestro del aforismo. No doy con la dichosa cita de los pantalones, pero a cambio me tropiezo con otra: “es curioso que sólo los hombres extraordinarios hagan descubrimientos que después parecen tan simples y fáciles. Esto hace suponer que se requieren conocimientos muy profundos para distinguir las relaciones más simples —pero auténticas— entre las cosas”. Como siempre pasa con Lichtenberg, me engancho y sigo hojeando: “las muchas lecturas son dañinas al pensamiento. De todos los intelectuales que he conocido, los más notables pensadores eran quienes menos habían leído”. Vale, con esto tengo ya para otro párrafo. Si de Mourinho admiré el talento para dejar por tontos a los periodistas en las ruedas de prensa (y poca cosa más), de Zidane admiro todo lo que ha hecho en su carrera deportiva, incluida su reverencia a Materazzi, pero sobre todo me llena de esperanza la posibilidad de que deje por tontos a quienes un mal día empezaron a llamar “técnicos” a los que siempre fueron “entrenadores”, envolviendo su trabajo en una pesadilla de números cabalísticos y geometrías no-euclídeas, de vídeos y pizarras, de jugadas “de estrategia” que no pasan de ser tácticas (y de “tácticas” que en realidad son estrategias), todo ello adobado con una jerigonza que aparentaba ser eso: pura técnica. Lichtenberg planeó una novela de la que sólo llegó a escribir unas cuartillas: La isla de Zezu o el príncipe duplicado. Aunque era físico y astrónomo, bien podría haberse ganado la vida como pitonisa. En la isla de Zizou los descubrimientos parecen simples y fáciles porque el príncipe no se ha atragantado de lecturas y cursos técnicos y sabe distinguir a simple vista las relaciones auténticas entre las cosas.
Sigo mariposeando por el libro y una cuarta cita me pone en dificultades: “los hombres más sanos, más hermosos y mejor proporcionados son quienes están de acuerdo con todo. En cuanto se padece un defecto se tiene una opinión propia”. Estoy tentado de atribuir este pensamiento a la exagerada vanidad de Lichtenberg, que era notablemente feo además de jorobado. Pero no puedo negar que lo encuentro muy cierto, tan cierto como la apostura de Zidane. Reflexiono un poco y reparo en que todo sigue encajando: ¿acaso no es el prurito de tener una opinión propia en materia de fútbol lo que lleva a los “técnicos” a atribuirse fórmulas, implantar modelos, cocinar recetas y posar de genios, y a los enterados a remedarles en las tertulias? O viceversa, no estoy seguro. ¿Acaso no me gusta Zidane precisamente porque me reconozco en la desarmante falta de afectación con la que dirige los partidos desde la banda y expone sus razones desde la sala de prensa, yo que (dios me libre) carezco del menor asomo de opinión propia sobre la ciencia del fútbol? Gracias, Lichtenberg, ahora hasta me siento más guapo estando de acuerdo con todo… lo que hace y dice Zizou, y entiendo por qué siempre me han dado tan mala espina los entrenadores que se sientan en el banquillo con una libreta cosida al muslo, como si fueran a taquigrafiar el partido.
Debería volver a la mesa y reanudar mi artículo para La Galerna, a cuyos lectores imagino pendientes de lo que pueda seguir viendo mi ojo imparcial, pero a estas alturas ya me ha poseído el espíritu del “Esopo jorobado”. Cito ahora del prólogo a mi edición de sus Aforismos: “hacia el final de su vida concibió una sátira autobiográfica, Le procrastinateur”, donde pensaba burlarse de sus proyectos eternamente pospuestos. Fue demasiado fiel a su tema: no la escribió”. Ya tiene mérito pasar a la historia de la literatura alemana dejando como legado una relación de las obras que no has escrito y unos cuantos cuadernos con opiniones sobre Newton, la inexistencia del alma y el queso suizo. Quizá los de la libreta al muslo no estén perdiendo el tiempo después de todo. Quien parece dispuesto a seguir perdiéndolo soy yo, hasta que Lichtenberg me saca de mi procrastinación con una cita más: “no cesaba de buscar citas: todo lo que leía pasaba de un libro a otro sin detenerse en su cabeza”. Cierro a regañadientes los Aforismos mientras me froto con los nudillos para borrar de mi coronilla el escozor del capón, y vuelvo dócilmente a la mesa.
Pues sí, ahora todo el mundo anda pendiente del juego del Madrid. Qué gusto. (¿Pero dónde rayos decía aquello de los pantalones?)
Número Dos
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