El 8 de septiembre de 1963 se presentó en el Bernabéu la plantilla del Real Madrid para la temporada 63/64. La presentación consistió en dos partidos, uno contra el Celta y otro contra el Espanyol (por entonces Español). Ambos se dirimieron con idéntico marcador final, favorable al equipo blanco: 5-0.
Meter diez goles, repartidos a partes iguales entre dos equipos diferentes, se antoja una estupenda forma de inaugurar buenos augurios de cara a una temporada que principia. Se trataría, sin embargo, de un año traumático. El equipo blanco se adjudicaría la Liga y llegaría a la final de la Copa de Europa, pero la derrota en dicha final contra el Inter de Milán precipitaría la salida del club de Alfredo Di Stéfano.
Estamos, por tanto, en los prolegómenos de la que sería la última temporada de la Saeta Rubia en el club de Concha Espina. No sé si es necesario especificar el alcance del terremoto que iba a suponer su adiós. El Madrid había conquistado el mundo a lomos del argentino, quien a su vez se había convertido en el mejor jugador de la historia luciendo esa camiseta. Disolver el binomio Madrid-Di Stéfano se antojaba (se antoja aún) la ejecución de un sindiós, por mucho que el paso del tiempo no perdone a los mejores y D. Alfredo fuese ya presa de la edad. La ruptura era tan inevitable como el propio transcurso de los años, pero ello no la hacía un ápice más sencilla. Un mundo sin Di Stéfano jugando en el Madrid era otro mundo, uno radicalmente nuevo, lastrado por anticipos de derrota. Un mundo inhóspito y, a priori, completamente aciago.
Un mundo sin Di Stéfano jugando en el Madrid era otro mundo, uno radicalmente nuevo, lastrado por anticipos de derrota
Las circunstancias que rodean ese adiós traumático aún están siendo estudiadas por los historiadores. No sabemos si fue Bernabéu en persona quien descerrajó a su estrella la célebre frase (“Puedes quedarte de lo que quieras menos de jugador”), aunque sí sabemos que D. Alfredo escribiría a su presidente y otrora amigo la carta más amarga del mundo: “Usted como padre me ha fallado”. ¿Fue un Di Stéfano legítimamente herido por las malas formas (pero ¿qué forma era buena, qué forma era posible?)? ¿O un divo con trazas de egolatría que es incapaz de aceptar su propio declive? ¿Es posible, por lo demás, no ser un ególatra cuando has sido el mejor futbolista de toda la historia y lo sabes? ¿No conformó la egolatría —puesta al servicio del equipo, eso sí— parte de la receta del éxito?
Son interrogantes que permanecerán por siempre abiertos por mucho que nos aproximemos a eventuales respuestas, por mucho que especulemos. Tampoco sabemos si ese 8 de septiembre de 1963, en el momento en que alguien tomó la siguiente foto, Di Stéfano contemplaba la posibilidad de que los meses transcurridos desembocarían en el adiós, desabrido y estruendoso. Pero ese doble enfrentamiento contra Celta y Español nos dejó esta instantánea extraordinaria.
En el ceño fruncido de D. Alfredo parecen intuirse nubarrones del porvenir. ¿O es sólo nuestra imaginación haciéndose la lista desde el conocimiento del triste final de la aventura? La foto, más allá de esto, ha pasado a la historia como aquella en la que el crack sudamericano se fuma un cigarrillo sentado al lado del banquillo. No deja de resultar curioso que se esculpa en piedra lo que es dudoso (de hecho, como se verá, es falso) sin que haya pistas en torno a lo que de verdad nos concierne. La foto nos oculta lo importante y nos miente respecto a lo accesorio, porque una foto del mismo instante tomada desde un ángulo diferente nos permite desestimar la primera impresión. D. Alfredo no está fumando un cigarrillo. D. Alfredo (qué cosa tan prosaica y decepcionante) se está comiendo una naranja.
Qué aguafiestas se empeña a veces en ser la ciencia, restando con su peso plúmbeo hasta el alivio de lo mítico. Con lo bien que le sentaría un ducados a esta captura enigmática de un punto crucial en la historia blanca. Le sentaría tan bien, de hecho, que mi admirado José María Faerna sugería en el chat de La Galerna que nos aferremos a lo cinematográfico a despecho de lo real. “Print the legend”, ordenaba aquel pionero de la prensa libre al final de The Man Who Shot Liberty Valance. Print the legend, indeed. Seamos fordianos, pues no otro espíritu debe guiar la contemplación de este héroe crepuscular, ofuscado entre la necesidad de aceptar su propio ocaso o confiar en que el desafío al destino se prolongue hasta el infinito. Al final y al cabo, eso de que todos nos hacemos viejos solo tiene un valor estadístico, y para qué están los mitos sino para cagarse en los números. Andate a cagar, tiempo. Hace falta un cigarrillo para mascullar esas palabras.
Para la posteridad, en ese instante, Alfredo Di Stéfano estará siempre fumando un cigarrillo mientras rumia la crueldad de lo que se aproxima
El jurado ignorará la segunda fotografía. Háganse cargo de que nunca fue mostrada ante sus ojos. No tendrán en cuenta la existencia de la naranja, ni recurrirán a Alberto Cosín para obtener teléfono y correo electrónico de ninguno de los reclutas de la Armada que miran al ídolo, sabedores de que no volverán a tenerlo tan cerca pero ignorantes de cuán lejos llegará a estar, y cuán cerca se avecina ese oleaje impío. Para la posteridad, en ese instante, Alfredo Di Stéfano estará siempre fumando un cigarrillo mientras rumia la crueldad de lo que se aproxima.
Getty Images.
La Galerna trabaja por la higiene del foro de comentarios, pero no se hace responsable de los mismos
Hay artículos tan brillantes, van más allá del fútbol, que dificultan los comentarios de los lectores al respecto. Una de las razones es obvia, no gusta salir malparado en la comparativa.
Emocionante. Jamás olvidaré cuándo vi jugar a Don Alfredo.