Yo no nací madridista, ni de ningún otro equipo. Yo nací medio muerto, que es una forma educada y elegante de nacer, asumiendo con naturalidad desde el instante primero cuán próximas se hallan las dos únicas certezas de la existencia. Nacemos para morir, aunque ustedes prefieran mirar para otro lado. Así que, modestia aparte, creo poder afirmar que di muestra de un notable buen gusto haciéndome acompañar de la vida y de la muerte en el mismo momento de mi nacimiento, como quien se presenta en sociedad de la mano de ilustres padrinos. Y habida cuenta de que señorío es morir en el campo, qué mejor que empezar a practicarlo en el mismo terreno de juego del paritorio. Queda claro, pues, que no nací madridista, pero sí lo hice educadamente y con señorío. Lo segundo, como se verá, no tardaría en llevarme a lo primero.
El caso es que, habiendo nacido medio muerto pero no muerto entero, decidí darle una oportunidad a la vida y emplacé a la muerte para mejor ocasión con un berrido que, ya puestos, me mantuvo ocupado durante doce horas ininterrumpidas. Como ven, además de con buenos modales y señorío, nací con la rara virtud de la constancia en el esfuerzo. Otro regalo de la naturaleza que acabaría por empujarme al madridismo con la lógica inapelable de las leyes de la termodinámica (término que, sospecho, inventaron los de ciencias para hacernos parecer estúpidos a los de letras; esfuerzo superfluo, por otra parte, ya que la puesta en evidencia de nuestra estulticia no precisaba de tan artera maniobra). Me aferré, pues, con fuerza a la vida y me convertí en un bebé llorón, egoísta, caprichoso e inaguantable... bueno, dejémoslo en un bebé y así les ahorro epítetos innecesarios.
Andando el tiempo, mis padres, movidos sin duda por un elevado y encomiable afán de venganza, decidieron inscribirme en un colegio a la edad de cuatro años, seguramente con el remoto propósito de que los jesuitas intentaran desasnarme, pero sobre todo -estoy convencido- con la justa esperanza de que me propinaran de vez en cuando las muy merecidas collejas que ellos nunca me habían dado, todavía no sé por qué. De manera que de repente me vi inmerso en esa verdadera jungla de asfalto que son las aulas de educación preescolar, entonces llamadas con cruel sarcasmo parvulitos, y me vi obligado a aprender el arte de la supervivencia con más rapidez que el soldado paralítico enviado a Pandora en Avatar.
De entre todas las pruebas de supervivencia a que fui sometido durante mis primeros años en la selva escolar, ninguna tan peligrosa como la que se escondía detrás de una pregunta aparentemente inocua; una pregunta de la que yo había conseguido escapar muchas veces, pero que sabía acabaría por alcanzarme; una pregunta de cuya respuesta dependería en gran medida mi grado de infelicidad futura, mis enemistades y hasta mi salud; una pregunta que me aterraba y que llegó, por fin, de forma inopinada un día en el recreo mientras daba buena cuenta del Tigretón que le acababa de birlar al gafotas de la clase: "¿me das un poco?" No, perdón, quiero decir: "¿y tú, de qué equipo eres?"
Careciendo de pariente próximo alguno con el menor apego al fútbol y, en consecuencia, resultándome imposible invocar la manida tradición familiar y las inexistentes fotos en sepia de mi abuelo estrechando la mano de Don Santiago o posando en el viejo Estadio Metropolitano (fotos que indefectiblemente adornan el salón de todo vikingo y de todo indio de rancio abolengo), me vi obligado a elegir equipo como quien escoge unos pantalones en la planta de caballeros de El Corte Inglés: en atención a los gustos y afinidades personales.
Así que, puesto en tan comprometida tesitura y pese a mi tierna edad, decidí apoyarme en la afiladísima capacidad analítica con la que, aun siendo de letras, tan generosamente me había dotado la naturaleza. Y me pregunté: ¿qué equipo, de entre todos los que disputan la Liga, se parece más a mí? ¿A cuál adornan virtudes semejantes a las que a mí me caracterizan (entre las que, ha quedado demostrado, ya figuraban un innato señorío, una constancia a prueba de bombas y una irresistible afición por los tigretones)? Recuerdo pasar la vista por la clasificación de Primera División y cómo, no por casualidad, mi mirada se clavó en el equipo que lideraba la tabla en ese momento, que vestía un uniforme tan blanco como las hojas de respuesta de mis exámenes, y que respondía a un nombre en el que resonaban ecos de grandeza: Real Madrid.
Puede que a ustedes les parezca poco romántica y demasiado prosaica esta forma de abrazar la religión madridista, pero la vida le enseña a uno que los verdaderos amores, como la felicidad, encuentran cobijo en los pliegues del cerebro y no en los espasmos del corazón -bueno, la felicidad también en el vino, pero esa es otra historia cuyos misterios sólo penetré (un poco) más tarde. El caso es que a partir de entonces aprendí a amar el fútbol a través de los escalofríos de emoción que me provocaban los regates de Juanito, de la admiración limpia y agradecida que me producía el pundonor sordo y la determinación callada de Santillana, incluso de los bostezos interminables que seguían a esa siesta patilarga y bigotuda que acabaría deviniendo en marqués... Sí, la elección había sido la correcta, y del roce no nació el cariño sino la devoción, el saber que había encontrado el amor de mi vida, el que me haría mejor y más fuerte, la Claire que adoptaría mi apellido Underwood para engrandecerlo.
Sí, señores, confieso que yo me hice madridista como pude haberme hecho del Atleti si los del Manzanares no vistieran un uniforme tan ridículo que les hiciera merecedores del grotesco y estrafalario nombre de equipo colchonero (uno debe optar en la vida entre la afición por un equipo que se hace llamar colchonero y la dignidad, pero atesorar ambas cosas a la vez es física y metafísicamente imposible, como es imposible engullir una magdalena mientras se atacan los sobreagudos del Casta diva, y créanme que sé de lo que hablo). Así que lo cierto es que me hice madridista, y cuarenta años más tarde no puedo estar más orgulloso de la decisión que tomé. Quién querría ser lo menos pudiendo ser lo más.
Como soy un hombre previsor, y para evitar posibles veleidades en mi entonces futura descendencia (nadie, en principio, está libre de engendrar un ser que desarrolle una irrefrenable querencia por los colchones de lana de la postguerra), hace años decidí no dejar nada al azar. Así que en una de mis visitas a la casa de un viejo amigo y en un momento en que este me daba la espalda para sacar del mueble bar la botella de whisky que siempre le gorroneo, distraje la foto que ocupaba un lugar destacado en la biblioteca de su salón y en la que se veía a su abuelo estrechando la mano de Bernabéu. Ahora dicha foto preside el aparador de mi salón, y mi hijo está convencido de que el venerable anciano que saluda entre tímido y feliz a don Santiago es su bisabuelo, a quien nunca conoció.
Así que cuando me pregunta: "Papá, ¿por qué somos del Madrid?", yo le contesto: "Por tradición familiar, hijo mío. Y por buen gusto. Sobre todo, por buen gusto."
Genial, as usual, maestro Lagavulin.
En mi caso, muy parecido al tuyo, salvo en la tradición familiar ya que, mi progenitor, es sevillano y sevillista, el destino me llevó, a la tierna edad de nueve años, a un colegio -el Calasancio de la calle, entonces llamada de los hermanos Becquer, hoy cambiada, no sé por qué sinrazón, a general Díaz Porlier- de honda raigambre madridista, donde uno de los profesores de gimnasia ejercía de ojeador para el Real Madrid, club al que dirigía a los que destacábamos en fútbol.
No tuve que esperar a la pregunta que recibiste. Del Real Madrid se era por ósmosis. Concepto claramente entendible para los de ciencias y asumible, instantáneamente, en todo su significado.
Y, como en tu caso, los últimos estertores de Di Stéfano y Puskas y el advenimiento de la generación llamada ye-yé, acrecentaron ese sentimiento madridista que, desde entonces no ha hecho más que crecer, hasta hoy.
¡Error! La calle era de los hermanos Miralles.
Kherido Lagavulin, ¡cómo he disfrutado su artículo! Tal vez porque desde el inicio logré identificarme, ya que yo tampoco nací madridista y porque también nací medio muerta. Sólo que mi lucha duró casi un mes, hasta que ya me dieron de alta. ¿El color blanco que predomina en las UVIs infantiles puede tomarse como presagio de mi futuro madridista, o ya es más una racionalización para meter con calzador un destino merengue sí o sí? Parece más lo segundo, lo confieso. Sea como sea, soy madridista por elección. Y tardía, además, ya de adulta. Supongo que aquí los haters que me lean aunque digan que no lo hacen se vendrán arriba para terminar de quitarme el carnet de madridista que tanto les encanta repartir, solo que no saben que ese carnet me lo he dado yo misma y nada ni nadie tiene el poder de quitármelo. Digamos que se llama 'autogestión', por no decir 'porque me da la gana ser madridista y punto'.
Lo de hacerme con la foto ya sí que es más difícil. Pero siempre habrá ocasión de que esa tradición familiar se instaure con mis descendientes (directos, si los hubiere) o indirectos (mi sobrina, que pinta merengue cuando estoy yo; y se hace azulgrana cuando está mi hermano; tengo trabajo pendiente por hacer ahí...).
En todo caso, Lagavulin, gracias por compartir en La Galerna sus razones. Estos detalles nos permiten irnos conociendo más y mejor, y desde luego yo ya lo miraré distinto en adelante. Y si un día nos encontráramos por estos mundo de Dios, me cuidaré de guardar las fotos, jé. 😉
Ja, ja, ja, genial el artículo. Además creo que somos de la misma quinta.
YO también soy de parvulitos y de las regletas de colores para aprender a sumar y restar. Mis recuerdos de esa época son agridulces, monjas, castigao mirando a la pared, grandes amigos. En fin.
En mi casa no era nadie del RM, al menos de forma oficial, aunque creo que mi padre sí lo era ya que le encantaba Di Stéfano (también Boby Charlton). Yo me hice del RM por el baloncesto y por Aiken, el primer negro que jugaba en España y que me fascinó. Esto coincidió con varias Copas de Europa de los Emiliano, Brabender, Luik, los Cabrera, Paniagua, Rullán, etc. Total, que me hice del RM.
Mi gusto por el fútbol me vino ya en la Universidad. Siempre me había parecido un coñazo hasta que un amigo me explicó que no sólo había que mirar el balón, que me fijara en todo lo demás. Ahí cambió la cosa y hasta hoy. Ahora casi prefiero el fútbol porque con el baloncesto me pongo nerviosísimo, incluso cuando veo los partidos en diferido. En serio. LOL.
Por una minúscula camiseta de Amancio. Lo demás vino rodado.
Pues en mi caso, desde la ya muy lejana adolescencia, me dí cuenta de que en España, pocas cosas decentes había a las que adherirse y el Madrid era la primera y mejor. En la España actual creo que es la única.
Gracias por tan maravilloso artículo que describe lo que nos ha pasado a muchos de nosotros que nos hemos hecho del Madrid sin tener que presumir de una tradición familiar. Siempre me pregunto: ¿nosotros descubrimos al Madrid y lo hicimos nuestro, o fue el Madrid quien nos descubrió a nosotros y nos hizo suyos para siempre? Sólo una grandeza semejante puede llegar tan lejos.
Jajajaja, enorme artículo. En mi caso, mi conversión al Madridismo fue ya con 40 añazos. Habiendo nacido en el País Vasco, donde como es de esperar, aprendí a odiar con toda mi alma al equipo blanco, mi familia y amigos tardaron casi 2 años en darse cuenta de que no era una broma repetitiva... El tiempo y sobre todo, la distancia (reconozco que si aún viviese en San Sebastián no habría abrazado La Fe Blanca en mi vida, pero llevo ya 20 años trotando por el mundo) me han hecho verlo todo con otra perspectiva, pero por encima de todo, ha sido una pura ley física: acción-reacción. Más básica que la termodinámica de nuestro amigo Falstaff, pero igual de real. Acción-Reacción: Viendo y escuchando el trato que daba la prensa al Real Madrid empecé a sentir empatía por el débil (ironías de la vida, en este caso, el Real Madrid), por el vapuleo al que se veía sometido día sí y día también, a la par que un grado de detestación hacia la prensa española nivel XXL. En su momento, hace 6 años (sí, elegí un gran momento para mi nueva pasión), me parecía que ser madridista era lo más antisistema que se podía ser, era ser un revolucionario a la altura del Che, era rebelarse contra aquellos que creen que somos subnormales (como poco), ERA PURO ROMANTICISMO!! Y así, hasta hoy. Hala Madrid!