"No escribes para que te quieran, ni para desnudarte, ni para conseguir un libro que te gustaría leer, ni para retrasar la muerte, ni para vivir otras vidas. Escribes para desaparecer, para no dejar huella, para extraviarte en cada línea, para no reconocerte, para no ser tú, para no ser, o para ser tú hasta la extenuación, hasta el hastío, hasta el fin." (José María Pérez Álvarez, ‘Examen final’)
Espero no estar tensando al máximo los límites de la comparación al defender la posibilidad de extrapolar al juego lo que la cita que abre este artículo dice de la escritura. Asumiendo ese riesgo, me parece que desaparecer puede ser una de las principales ganancias que proporciona cualquier juego, incluida la escritura. Si nos fijamos, no se está siendo uno mismo al jugar, sino otro, y otro muy de verdad por cierto; se está asumiendo y encarnando un rol, un papel, una posición o personaje, más allá de las más o menos pesadas obligaciones cotidianas de ser uno mismo, signifique lo que signifique esa vaga cosa extraña. Si esto es así, jugar (al fútbol) podría ser nada menos que un estado de excepción, un paréntesis y un baile de máscaras, de donde también resulta un alivio y un goce.
Demuestra gran inteligencia aquel capaz de vivir jugando, es decir, aquel que difumina las fronteras entre ser él mismo y su papel de jugador, aquel que ya ha llegado a saber que uno nunca es sí mismo a partir de no sé qué indeterminada interioridad, sino con otros, por otros y hasta en relación con todo aquello que jamás fue o será, es decir, un galimatías, un problema, un vínculo, un enigma... Un juego. Reconozco, por supuesto, no haber alcanzado semejantes cotas de inteligencia, así que, a la espera de mejores noticias, me tengo que conformar con ver lo deseable de tal alcance: la maravilla liberadora de (ojalá) ir por la vida como si no fuera (ningún) yo, jugando, desapareciendo a cada paso para que surja un tercero.
Pues bien. De todas las clasificaciones que de jugadores de fútbol pueden hacerse –todas parciales, claro- resulta pertinente traer una a colación: hay jugadores que aparecen y jugadores que desaparecen. En una primera lectura, no serían de fiar los segundos, y querríamos en nuestro equipo once jugadores de los que sí aparecen, si es que interpretamos que eso significa querer en todo momento la pelota, participar explícitamente de las jugadas más meritorias, servir buenos balones o robárselos al contrario, correr mucho, dejar huella y, ya en casos de aparición suprema, marcar goles. Bravo entonces por los jugadores que aparecen -tan necesarios-, pero permítanme un bravísimo por aquellos que no apareciendo (no siendo meros sí mismos) propician la aparición de otros, así como el surgimiento de aquellas ocasiones y posibilidades del juego que no se ven (¡porque no existían!) antes de que la magia del que desaparece las haga surgir. Estos escasos jugadores, estos protagonistas en y de la sombra, sonríen cada vez que ponen a un compañero en el centro de la acción, crecen cada vez que inventan un espacio por el que otro aparece, y triunfan cada vez que ese intangible llamado equilibrio surge por su obra y por su gracia.
Sin duda es Luka Modric uno de estos improbables magos, un hacedor, un tipo que está ahí justamente para no ser apenas percibido. Conviene notar que tal peculiar característica no se puede asemejar al mero no estar, e incluso es cosa exactamente contraria, ya que cuando Modric está llanamente ausente -sea por lesión, sanción o descanso- sí que de verdad se nota su falta. En cambio, cuando de hecho sí está el croata en el once, su juego muestra su máximo esplendor cuando parece desaparecer en él, cuando menos es el protagonista del partido, o dicho de otro modo, cuando hace que sea el equipo entero quien brille gracias a su inefable varita.
O mucho me equivoco, o son estos los jugadores impagables, si bien no los más caros. Como es lógico, el mundo del fútbol –esto es, lo que rodea al mero juego, aún bendito por conservar pese a todo su carácter de juego- no difiere de los valores sociales predominantes, y estos imponen, con objetivos comerciales muy poco disimulados, el culto al sí mismo, el afán por destacar, la búsqueda del toque de distinción y exclusividad, el aplauso, el primer plano y el foco. Emblema de todo esto podría ser Cristiano Ronaldo, uno de los que, por fortuna, sí aparecen (y aparece, y aparece, y vuelve a aparecer), un jugador excepcional, un sí mismo fuerte y sin mácula conocida, un prodigio digno de estudio en las facultades de biología y ciencias (?) empresariales, un futbolista carísimo, pero -entiendan el sentido de esta afirmación- no un jugador impagable al modo de Luka Modric, no a la manera que pretende este elogio de lo inasible, un elogio que (por lo demás) no renuncia a los necesarios y también elogiables placeres de lo contante y sonante.
No es que Modric no tuviera precio en el caso (improbable, por favor) de que sea vendido, y no es que no fuera alto ese precio, sino que sus aptitudes hacen aflorar más que las de otros la diferencia entre valor y precio, al no estar directamente asociadas con lo tangible y resistirse, por tanto, a ser fácilmente traducidas a cifra. Ya me dirán ustedes cómo medir en cantidad económica los trucos de magia, o cuánto valen “cosas” como el equilibro del juego, la creación de espacios, dejar que la pelota corra no más que lo justo y necesario, o la pausa, ¿cuánto demonios vale la bendita pausa?
En paralela búsqueda del número, los medios asociados al fútbol imponen la traslación a estadística de todos los parámetros posibles que incluye el juego, pero sabemos que este es mucho más cálido que la frialdad de los datos y que, en consecuencia, no todas sus aristas son susceptibles de ser guardadas en una hoja de Excel. Esto ocurre, por ejemplo, con las maneras más señeras de Luka Modric, aunque solo sea porque el croata introduce justamente la excepción en el juego, y así hace que el baile sea un ejemplo de virtuosismo colectivo. En definitiva, si como venimos defendiendo lo más propio del juego es la creación de posibilidades de no ser uno mismo, la creación de ocasiones propicias para que otra cosa surja por el concurso de los jugadores y el desafío de la mera cifra y el dato, Modric solo puede ser un mago, un experto Houdini que está más presente cuanto más consigue desaparecer. Nada por aquí, todo por allá.
Fantástico texto. Mis sinceras felicitaciones.
Se lo agradezco mucho.
Dicen que los grandes mediocentros son los que no se ven en el partido. En este caso, y como usted bien explica, Modric es un poeta.
Totalmente de acuerdo. Muchas gracias.
Gran artículo. Siempre que Modric hace algo bien me acuerdo de Brotons.
Pues se acordará usted a diario, y tal vez no sea muy saludable. Bromas aparte, muchas gracias por su comentario.