Tengamos presente el Capítulo 3 del Libro del Éxodo de la Biblia, ese que podríamos resumir como “La llamada de Moisés” y con el que arranca la travesía del pueblo judío por el desierto hasta alcanzar la Tierra Prometida. Cuarenta años de peregrinación para recorrer, según Google Maps, unos 770 kilómetros. Prometo que, aunque lo parezca, este artículo no va a ser una lección de historia de la religión católica, pero sí lo va a ser de fe. Una fe inquebrantable con un peregrinaje de treinta y dos años para recorrer una distancia de 210,4 kilómetros.
La travesía de la que les hablo comenzó el 11 de mayo de 1966 en Bruselas. Allí el Real Madrid conquistó su sexto título de Campeón de Europa, una cosa común y habitual en aquellos tiempos, una cosa a la que se le dio la importancia que tenía pero que no fue más allá. “Otra Copa de Europa”, de 11 ediciones seis para casa, otra más… pero a partir de ahí comenzaron los cambios. El más evidente a priori, el cambio del trofeo; en 1967 el Celtic de Glasgow levantaba su única Copa de Europa y la primera con la forma y figura que tiene en la actualidad, con dos asas bien destacadas que han hecho llamarla “la orejona” de una manera popular.
Y los cambios siguieron, y aparecieron equipos nuevos apoderándose del título que creíamos nuestro, al que bien podíamos haber llamado “Copa Real Madrid” o “Trofeo Santiago Bernabéu”, pero aquella facilidad para encadenar un campeonato tras otro empezó a torcerse, como cuando la relación que tienes cambia y no sabes ni el cómo ni el por qué, pero ya no es la misma. Aquel idilio del principio se tornó en un amor imposible, en algo que pasó a formar parte de la memoria de los más viejos de la tribu blanca, en una leyenda que se susurraba de padres a hijos para que no cayera en el olvido.
Transcurrieron quince años de travesía cuando de nuevo nos acercamos a la orilla y pudimos ver el mar, pero no, las aguas no se abrieron como las del Mar Rojo y no pudimos seguir más adelante. El camino seguía vetado. Mientras tanto, nos quedaba el orgullo, el consuelo de seguir siendo el equipo que más títulos continentales poseía. “En blanco y negro”, decían de manera despectiva nuestros rivales, con los ojos inyectados en sangre por el odio y, en el fondo, por la envidia.
Los alemanes del Bayern y los holandeses del Ajax habían ganado tres títulos consecutivos mientras en La Fábrica se gestaba una generación llamada a volver a traer nuestra copa a casa. La Quinta del Buitre fue protagonista de la década de los años 80 hasta los 90, eran los elegidos, eran los obligados… pero no hubo manera de romper la maldición, la cual alcanzó su mayor crueldad el 20 de abril de 1988, contra el PSV de Eindhoven, donde Gerets sacó un balón que ya estaba dentro y Van Breukelen paró cosas utilizando como mínimo magia negra, porque de otro modo no alcanza a comprenderse.
Veintidós años duraba el éxodo, apenas quedaban ya diez… Y así, en la 43ª edición de la competición y diecisiete años después, el Real Madrid volvía a llegar a una final de la Copa de Europa. Esta vez en Ámsterdam, a 210,4 kilómetros de Bruselas, 32 años después de levantar La Sexta. El rival, una Juventus que daba miedo ver. Asustaba su equipo, hasta su autobús, decorado con los colores bianconeros, algo que era excepcional en aquel momento. Mientras, el Real Madrid llegó al campo en un autobús de línea, vestidos por una marca deportiva de Elche y con un patrocinador de una empresa de cocinas y baños en la camiseta.
20 de mayo de 1998, 20:45. Las cámaras enfocan a los once titulares y recuerdo las caras de tranquilidad de Sanchís, de Redondo, de Hierro… recuerdo también que la sangre no me circulaba, que se me pasó el partido volando. Y llegó el minuto 21 de la segunda parte, con 0-0 en el marcador. Roberto Carlos golpeó el balón con su zurda, no podía ser de otro modo, el balón quedó muerto en el área tras golpear en un jugador de la Juve, lo recogió Pedja Mijatovic.
Inolvidables recuerdos. Vi el partido en una casa perteneciente a una pareja de funcionarios-sindicalistas, de los que cobraban, él merengue y ella culer - aunque o no demasiado o fue prudente-, 2 turinesas de buen ver y un culer potencialmente indepe ( de los que aunque lo anhelaran, lo de Itaka y "Madrit ens roba", solo se atrevían a decirlo en la intimidad...). No faltó cerveza y picoteo. Lo que más recuerdo, aparte de algunas cosas de la eterna celebración posterior, fue el momento del gol. Cuando me quise dar cuenta ya estaba fundido en un abrazo con el madridista izquierdoso. Uno de pie y el otro soportando el peso del otro enganchado con las piernas a la cintura del cómplice ... El amiguete culer , convencido de la victoria juventina, quiso tenderme una emboscada. Yo no me podía arrugar y acepté la invitación. ¡¡ HALA MADRID !!