Hubo un tiempo en el que los futbolistas sentían los colores de su equipo y conducían vehículos utilitarios; los árbitros iban de negro —una reminiscencia de las togas, el atuendo de los jueces—, no como ahora que se visten con elásticas fluorescentes y, por descontado, no existía el VAR, ese malhadado invento de las nuevas tecnologías que lejos de subsanar los errores de los colegiados sólo ha servido para alimentar más suspicacias todavía.
In illo tempore tampoco habían aparecido los clubes-Estado, esos mastodontes en manos de jeques árabes, magnates chinos u oligarcas rusos que se han adueñado del mercado, el corolario de la Ley Bosman, así denominada por aquel modesto futbolista del Lieja que tras casi un lustro litigando con la UEFA ha hecho archimillonarias a tantas estrellas del balompié para acabar sus días subsistiendo en comedores sociales. Lo cual no deja de ser un sarcasmo.
A partir de esa revolucionaria sentencia del Tribunal Superior de Justicia de la Unión Europea, que dio luz verde a la circulación de los jugadores comunitarios, el fútbol definitivamente dejó de ser un deporte para transformarse en un negocio...
Corría el otoño de 1970 y Pelu, nuestra entrañable niñera —y acérrima seguidora merengue—, estaba a punto de cumplir noventa años.
Por eso, mi padre, aunque no era aficionado al fútbol, le pidió a su viejo amigo Gregorio Paunero —a la sazón directivo del Real Madrid y con quien tenía en común, entre otras cosas, ser ambos inspectores de Hacienda y padres de familia numerosa—, una fotografía de la plantilla del equipo blanco para obsequiársela a nuestra nonagenaria tata por su aniversario.
En la foto —que Pelu conservó como oro en paño en un marco repujado de alpaca hasta el fin de sus días—, junto a sus rúbricas y una afectuosa dedicatoria, figuraban además de algunos jugadores blancos difuminados en las brumas de la memoria, como Manolín Bueno, Fleitas, Planelles, Espíldora o Babiloni, los legendarios Amancio, Pirri, Velázquez, Grosso, Zoco... integrantes del mítico Madrid "ye-yé" que el 11 de Mayo de 1966 se proclamó campeón de Europa, por sexta vez, en una memorable final disputada en el estadio Heysel de Bruselas frente al Partizán de Belgrado —mi bautismo de fuego como madridista, apenas una semana antes de hacer la Primera Comunión—, tras haber doblegado contra todo pronóstico en unas reñidas semifinales al gran favorito de la competición aquella temporada, el poderoso Inter de Milán del "Mago" Helenio Herrera que contaba en sus filas con Giacinto Facchetti, Sandro Mazzola y nuestro único Balón de Oro, el gallego Luis Suárez.
Procedente de su Asturias natal, Pelu llegó a Madrid poco antes de estallar la Guerra Civil a servir en casa de mis abuelos maternos que residían en el número 13 de calle Lagasca, pero al fallecer los dos, no tuvo más remedio que abandonar la vivienda.
Fue entonces cuando mis padres —de quienes durante su noviazgo ella ofició de carabina en sus paseos por el Retiro—, le propusieron cuidar de todos nosotros, convirtiéndose al cabo de los años en una más de la "tribu". Tan es así que un día en el colegio el profesor nos mandó hacer un dibujo de nuestra familia y yo la incluí, sin titubear, con su moño y su sempiterno delantal, junto a mis padres y mis diez hermanos.
Nada más venir uno al mundo, mi madre contrajo la hepatitis y para no contagiarme estuve a todas horas en sus brazos de modo que entre los dos se estableció un vínculo aún más estrecho —si cabe— que con el resto de mis hermanos. Además, mi padre vivía absorbido por la política y tenía diversos compromisos que le obligaban tanto a él como a mi madre a estar continuamente fuera de casa, así que durante mi niñez pasé mucho rato a su lado.
Fue ella quien, pacientemente, antes de pisar el colegio, me enseñó los colores, los números y el abecedario; a sumar y restar; a leer y escribir, ayudándome a apiñar los dedos en un lápiz para trazar en un cuaderno de caligrafía las primeras letras de mi vida y, como si quisiera seguir guiándome por el buen camino, me inoculó también el veneno del club de sus amores: el Real Madrid.
Decía Bertrand Russell que la felicidad es lo que siente un gato al acurrucarse junto al fuego de la chimenea. Y así me hallaba yo en el pequeño y cálido cuarto de Pelu en compañía del murmullo de su inseparable transistor "Vanguard", tendido en la moqueta, jugando a los soldaditos o pegando cromos en el álbum de la liga, mientras ella, sentada en una butaca, junto a una caja de hojalata que contenía un acerico erizado de alfileres, hilos de colores, dedales y tijeras, zurcía unas rodilleras o sacaba lustre a los zapatos de toda la casa.
En sus ratos de ocio, Pelu se leía de cabo a rabo la revista mensual "Real Madrid", cuyos ejemplares coleccionaba, con mimo y por orden, apilados en una estantería. Y también escuchaba atentamente, aguzando el oído, los programas deportivos, especialmente los análisis juiciosos de Pedro Escartín que antes de ejercer el periodismo en Radio España fue todo lo que se puede ser en el mundo del futbol: jugador, árbitro y seleccionador nacional.
Los domingos, al terminar "El Virginiano", la serie de vaqueros que nos congregaba a todos en el cuarto de estar durante la sobremesa frente a la televisión y por cuyo apuesto protagonista,"Trampas", encarnado por Doug McCloure, suspiraban mis hermanas mayores, yo me dirigía apresuradamente al cuarto de Pelu donde, con la puerta cerrada, aislados de la cacofonía y el guirigay propios de una familia numerosa: los teléfonos repicando incesantemente, el timbre estridente de la puerta de servicio, el centrifugado de la lavadora, el campanilleo de los platos en la cocina, las baladas de Adamo sonando en un tocadiscos de vinilo, las ruedas de unos patines deslizándose por el pasillo, los agudos acordes de una armónica, el zumbido de un secador de pelo, las visitas...escuchábamos con el alma en vilo "Carrusel Deportivo", el programa de radio dirigido por Vicente Marco y animado por Juan de Toro que, entre anuncios de "Sidra el Gaitero" y "Anís de la Asturiana", seguía en vivo el marcador de la jornada.
Solo respirábamos aliviados cuando, precedida por unos inconfundibles pitidos en código morse, irrumpía en las ondas la voz vibrante de Pepe Bermejo cantando desde el Bernabéu:
—¡Goool del Real Madrid!
Nos agarrábamos al Madrid como a un clavo ardiendo porque nunca nos fallaba. O casi... Cuando perdía, era como si nuestra vida no tuviera sentido.
Lo dijo Bill Shankly, el carismático entrenador del Liverpool: "El fútbol no es una cuestión de vida o muerte. Es mucho más que eso".
Durante la cena permanecíamos en silencio, sin probar bocado, y luego Pelu, tras dejar la servilleta de tela sobre la mesa de la cocina, se ponía en pie cabizbaja, me daba las buenas noches y desaparecía entre las sombras del pasillo.
Por la mañana ella aún se mostraba apesadumbrada al prepararme el bocadillo de jamón de york con mantequilla que yo llevaba al colegio envuelto en papel de estraza y del que daba cuenta en el recreo sin dejar de intercambiar cromos con mis compañeros.
Cuando los mayores jugaban en el campo de fútbol, desde el ventanal de clase se me iban los ojos tras el cuero mientras el profesor de matemáticas garrapateaba con una tiza la pizarra de ecuaciones o quebrados hasta que al volverse me sorprendía distraído.
—¡Espinosa, estás en las musarañas!
Si sacaba malas notas, que era casi siempre, mi padre no sólo me leía la cartilla a mí, también la pobre Pelu recibía otra reprimenda colateralmente por llenarme la cabeza de pajaritos con el "dichoso" fútbol.
Aunque, como quien comparte una adicción prohibida, los dos nos las ingeniábamos para escuchar los partidos clandestinamente en su transistor en cualquier rincón de la casa y luego ella, a hurtadillas, me compraba con sus ahorros, que guardaba en una hucha de barro, los cromos del álbum de la liga en el kiosco de la esquina.
¿Qué sería de los niños sin la desobediencia?, se preguntaba Jean Cocteau.
Mientras yo recitaba la alineación del Madrid de carrerilla, ella me escuchaba con orgullo, como si fuera su discípulo aventajado.
—¡Qué memoria! —exclamaba mientras me acariciaba la mejilla.
—Si la empleara para estudiar... —rezongaba mi madre.
A la hora de la merienda, los lunes, en la cocina, Pelu comentaba las incidencias de la jornada de liga con el portero, cuando subía la correspondencia, o con el chófer de mi padre, que eran del "Atleti".
- El Madrid es el equipo del Gobierno —le chinchaban mientras yo removía con una cuchara los grumos del Cola Cao balanceando las piernas en un taburete.
—¡Rabia es lo que les da! —contestaba ella a la vez que mojaba una galleta en su tazón de café con leche espumoso y humeante. Y luego, añadía respondona—: Ya lo dice D. Santiago: "Si la envidia fuera agua, los pantanos se desbordarían...".
A Bernabéu, por quien ella sentía un respeto reverencial, siempre le llamaba D. Santiago y lo escuchaba como si hablase el Oráculo.
Cuando Pelu rememoraba las cinco Copas de Europa consecutivas conquistadas por el Real Madrid en los años cincuenta y blasonaba de aquella delantera de ensueño: Di Stefano, Puskas, Kopa, Rial y Gento, le decían socarronamente:
—No le cuente batallitas al niño. Que no se vive de recuerdos...
Entonces ella se revolvía en su asiento y reivindicaba el linaje del Real Madrid:
—Nosotros hemos comido caliente. No como otros, que tienen hambre atrasada...
Una crónica del prestigioso diario inglés "The Times" afirmó por aquel entonces que el Real Madrid arrasaba el viejo continente como otrora lo hicieron los vikingos en Europa. Y ella lo repetía ufana.
Pelu y yo, los miércoles por la tarde, nos sentábamos expectantes frente a la televisión a ver la retransmisión de los partidos de Copa de Europa que arrancaban tras el solemne preludio del Te Deum del compositor barroco Marc-Antoine Charpentier —la célebre sintonía de Eurovision— y tan magistralmente narraba Matías Prats, con su verbo fluido y rimbombante, sazonado de jugosas anécdotas, haciendo alarde de su memoria de elefante y su enciclopédica erudición.
Aquel fútbol en blanco y negro —ay— tan injustamente desdeñado hoy por los nuevos ricos del balompié, como si Eusebio, Kubala, Bobby Charlton, Beckenbauer o George Best no tuvieran cabida en el Olimpo de los dioses del deporte rey.
Cuando durante el crudo invierno, el Madrid jugaba en cualquier capital del Este: Moscú, Varsovia, Praga, Sofía, Budapest...soportando gélidas temperaturas o bajo copiosas nevadas, pertrechado con guantes y medias de color negro, aunque Pelu era soltera y no tuvo hijos, con instinto maternal sufría por sus jugadores y si a alguno de ellos le daban una patada alevosa, hacía una mueca de dolor como si se la hubiesen propinado a ella en la espinilla.
Y le brillaban los ojos cuando el Madrid visitaba Austria, Francia, Bélgica, Suiza o Alemania al contemplar en las gradas una colonia de emigrantes entusiastas jaleándolo con sus pancartas, bufandas y banderas blancas.
De aquel tiempo data la primera bronca sonada de Bernabéu que alguien acuñó años después como la "santiaguina". Fue un 14 de noviembre de 1956 cuando el presidente blanco hecho un basilisco bajó al vestuario del campo del Rapid de Viena —situado a escasos metros de la gigantesca noria de El Prater en la que transcurre la antológica secuencia que inmortalizaron Orson Welles y Joseph Cotten en "El tercer hombre"—, y reprendió a sus jugadores por no echar el resto.
—¡Mujerzuelas! ¿No os da vergüenza? Los trabajadores españoles que hay en las gradas han hecho un gran sacrificio para venir a veros...
Ni que decir tiene que su rapapolvo surtió efecto.
Ciertamente, la visión de Bernabéu sobre los seres humanos difería bastante de la del malvado Harry Lime que desde lo alto de la cabina de la noria contemplaba a los viandantes como si fuesen insignificantes "puntitos negros".
Cuando en las postrimerías de los partidos, el equipo rival lanzaba un córner o una falta peligrosa, mientras yo me mordía las uñas, Pelu, hecha un flan, se aferraba al rosario musitando su jaculatoria más recurrente: Ave María Purísima.
El fútbol lo vivía como una religión laica y aunque a veces sus plegarias no eran atendidas, inasequible al desaliento, tenía siempre fe en la victoria por cuesta arriba que se pusiera el partido, como si la frase de Hemingway —"podrás ser vencido pero nunca te des por vencido"— resumiese a la perfección la idiosincrasia del Real Madrid en el que ella creía a pies juntillas.
Pero el tiempo pasaba y Pelu comenzó a mostrar síntomas de vejez: se le iba la cabeza, estaba cada vez más sorda y achacosa, le flaqueaban las piernas y necesitó usar bastón.
Un día, tras depositar contrariada la lupa sobre su mesilla de noche me pidió que le leyera el artículo de Gilera en el ABC. Y desde entonces se instituyó entre los dos esa costumbre cada tarde cuando regresaba del colegio.
Justo antes de cumplir noventa y cuatro años, Pelu cayó enferma y un sacerdote vino a casa a darle la extremaunción.
Por aquellas fechas, transcurría el frío invierno de 1974, el Real Madrid recibía la visita del Barcelona en el Bernabéu y aunque le acechaba la muerte, ella lo tenía presente.
Gregorio Paunero entonces le ofreció gentilmente a mi padre dos entradas en el palco. Pese a que el partido lo retransmitían por televisión, mi progenitor me propuso que fuese al campo con algún amigo para distraerme y yo invité a un compañero del colegio.
El Barça llegaba a la capital líder en la clasificación, con la vitola de favorito, entrenado por Rinus Michels, descubridor del llamado "fútbol total" y con un jugador que causaba sensación: Johan Cruyff; el Madrid, por el contrario, estaba haciendo una pésima campaña, alejado de los puestos de cabeza y poco antes de Navidad había cesado tras trece años en el banquillo a Miguel Muñoz, reemplazándolo por Luis Molowny.
Aunque Pelu a veces deliraba, antes de salir de casa, pasé por su habitación para despedirme. Cuando le dije que iba al Bernabéu, dio un respingo en la cama y tras mirarme fijamente a los ojos, me tendió su mano huesuda y exánime, como si me entregara el testigo de su madridismo y con un hilo de voz me deseó suerte.
El partido comenzaba a las ocho de la tarde. Descendí con mi amigo caminando por la calle Concha Espina en medio de una riada de aficionados provistos de banderas mientras a nuestro lado desfilaban los vehículos tocando festivamente la bocina.
Al llegar a la Plaza de los Sagrados Corazones, los guardias de tráfico, con sus porras y cascos blancos soplaban sin tregua sus chirriantes silbatos haciendo aspavientos para que fluyera el atasco. Los "grises" embridaban sus caballos que corcoveaban sobre el asfalto al tiempo que los reventas se desprendían subrepticiamente de sus últimas localidades a precios exorbitantes.
En el palco se palpaba la tensión mientras por la megafonía del estadio anunciaban las alineaciones. Allí estaban los dos presidentes, juntos pero sin mediar palabra: Santiago Bernabéu y Agustín Montal, a los que en medio del aroma de los puros, yo miraba de soslayo.
Entre otras personalidades y directivos —Raimundo Saporta, Luis de Carlos, Muñoz Lusarreta... — distinguí a unos asientos de mi localidad a Gregorio Paunero, alto y risueño, que al verme, me guiñó el ojo.
Cuando saltaron al césped iluminado los jugadores blancos fueron recibidos con una estruendosa ovación y los azulgranas con una sonora pitada.
Pronto se vio que el Madrid no tenía su noche. A la media hora de juego, tras una diana del astro holandés, el Barcelona ya vencía 0-2.
A mi lado vi pasar a dos miembros de la Cruz Roja transportando tendido en una camilla a un hincha al que le había dado un vahído.
Durante el descanso, en las gradas se oía un runrún de preocupación aunque nada hacía presagiar que a falta de veinte minutos para que concluyera el choque, el marcador electrónico señalaría un inapelable 0-5.
Junto al sonrojante resultado, como si de una broma cruel del destino se tratara, apareció el reclamo publicitario de un popular brandy: "Es oportuno tomarse un 501.¡Qué calorcillo!"
Ni la mística del Bernabéu pudo arreglar el desaguisado.
Muchos aficionados, en medio de un denso silencio, abandonaron el campo antes de que acabara el partido y algunos socios furiosos increparon a Bernabéu desde la tribuna o al pasar a su lado, mientras Agustín Montal envuelto en las volutas de humo de su veguero esbozaba una sonrisa taimada.
—Si lo viera Pelu... —me dije para mis adentros, experimentando una extraña sensación de orfandad, como si hubiera perdido mi talismán.
Al pitar el colegiado Orrantia el final del partido, con el público ya puesto en pie, al tiempo que sonaba el himno del Madrid, volví a cruzar mi mirada con la de Gregorio Paunero que enfundado en su abrigo, con el sombrero en la mano y cara de circunstancias, se encogió de hombros como diciendo:
—Qué le vamos a hacer...
Al salir del estadio, la gente se dispersó en silencio igual que en un funeral.
Mi amigo y yo emprendimos nuestro particular víacrucis por la empinada calle Concha Espina, meditabundos, sin articular palabra, con las manos metidas en los bolsillos de nuestras trencas y tiritando de frío.
—¿Cómo contarle tamaña debacle a Pelu y los insultos que profirieron a su idolatrado Bernabéu? —me preguntaba compungido.
Del mismo modo que en la oscarizada película de Roberto Benigni, "La vida es bella", su protagonista, Guido, se inventa una realidad paralela para evitar el sufrimiento de su hijo Giosuè; o en el célebre cuento de Julio Cortazar "Queremos tanto a Glenda", un club de cinéfilos, fans de Glenda Garson —trasunto de la actriz británica Glenda Jackson—, deciden modificar algunas escenas de su filmografía por considerar que no están a la altura de su talento, yo rumié la posibilidad de alterar el resultado del encuentro, al creer que Pelu no se merecía marcharse de este mundo llevándose semejante berrinche y contarle, por ejemplo, que el Madrid había perdido por la mínima o que el duelo había terminado en tablas, incluso, ir aún más lejos invirtiendo el resultado del clásico y decirle que fue el Madrid quien derrotó 5-0 al Barcelona -una verdad a medias, al fin y al cabo- si bien me parecía excesivo y además requería de la complicidad de toda la familia.
Pero nada de eso fue necesario porque al llegar a casa la luz de su cuarto estaba apagada...
Pelu ya nunca más recuperó la plena consciencia. Tuvo, eso sí, algún rapto de lucidez pero no preguntó jamás por aquel Real Madrid-Barcelona de infausta memoria que se borró de su mente como tantos otros recuerdos, incluido su nombre. El resto de sus días, que ya fueron pocos, vivió sumida en una nebulosa ocupándose sólo en dar de comer migas de pan a los gorriones en el alféizar de la ventana, acaso su única forma de sentirse útil a alguien.
Más de una vez, viendo un partido de fútbol junto a ella, si el Madrid, con su inmaculado uniforme blanco, batía la portería del conjunto rival, señalaba exultante la pantalla de televisión con el dedo, creyendo que yo era el autor del gol, como si aflorara su sueño secreto y dormido...
Hasta que la llama de su vida se extinguió definitivamente, dejándonos a todos un gran vacío.
A raíz de aquella abultada derrota del Real Madrid, convertida en una efeméride para los culés, el diario catalán "Tele- Express" publicó una esquela que rezaba asi:
"Requiescat in pacem el Real Madrid que en la noche del 17 de Febrero de 1974 fue Sotilmente Asensinado y Marcialmente Cruyfficado por Juan Carlos", aludiendo a los jugadores blaugranas que profanaron el templo de Chamartín aquella noche luctuosa para el equipo blanco.
Pero el Madrid resucitó... Y continuó agrandando su colosal leyenda aunque la pobre Pelu ya no lo vio.
Otra pléyade de estrellas y otros deslumbrantes equipos escribieron con letras de oro las páginas más gloriosas del club blanco que todavía hoy sigue siendo el más laureado de la historia. Aunque también creció paralelamente otra leyenda —la negra—, que persigue como una sombra alargada y siniestra a los campeones.
Lo dijo el novelista mejicano Carlos fuentes: "La envidia es el fruto amargo de la gloria".
Cuando Santiago Bernabéu murió el 2 de junio de 1978, coincidiendo con el Mundial de Argentina, su viuda, Maria Valenciano, se quedó en una situación tan precaria que la junta directiva se reunió para ofrecerle ayuda económica, proponiéndole utilizar el Seat 1500 del que disponía Bernabéu para sus desplazamientos pero doña María —ese fue el expreso deseo de su esposo— declinó el ofrecimiento.
Tal vez el secreto del éxito —sin precedentes en la historia del fútbol mundial— de ese hombre visionario, que oía crecer la hierba, honrado a carta cabal, radicó en que al no tener descendencia supo dirigir el club como una gran familia, con una perfecta aleación de afecto y autoridad, tratando a sus empleados, desde el utillero a la más rutilante de sus estrellas como si fueran sus hijos.
De su dimensión humana da fe la anécdota que un día nos contó en casa Gregorio Paunero que colaboró con el estrechamente desde los años cincuenta al entrar en el club para asesorar fiscalmente a la plantilla.
Bernabéu tenía la costumbre cuando un jugador terminaba su etapa en la Casa Blanca de darle una gratificación. Aquella temporada, tras cinco años abandonaba el club José Luis Peinado, un centrocampista versátil nacido en Tetuán que dio un excelente resultado, llegando incluso a ser internacional.
Bernabéu sabía que su padre vivía humildemente en el Pozo del Tío Raimundo.
El día que José Luis Peinado recibió el finiquito, Bernabéu le comunicó que lamentablemente no podía ofrecerle nada más pero cuando el jugador se retiraba decepcionado, le entregó la escritura de propiedad de un piso para su padre. Entonces José Luis Peinado, con los ojos arrasados en lágrimas, se fundió en un abrazo con Bernabéu que tampoco pudo contener la emoción.
Para que luego algún necio diga que el Real Madrid es un club sin valores.
A la muerte de Bernabéu —tras la renuncia de Raimundo Saporta—, Gregorio Paunero sonó insistentemente en los mentideros deportivos como su sucesor en la Casa Blanca pero cuando ya era el presidente "in pectore", algunos socios animaron a Luis de Carlos a presentarse a las elecciones. Entonces Paunero se negó a enfrentarse en unos comicios a su amigo y acabó integrándose en su junta directiva en calidad de vicepresidente económico.
Cuando Gregorio Paunero falleció en enero de 2017, a los cien años de edad, tras haber recibido la insignia de oro y brillantes del Club de manos de Florentino Pérez, en el Bernabéu se guardó un respetuoso minuto de silencio por su alma, con Zidane y el resto de los jugadores puestos en pie e inmóviles sobre el césped.
Y mientras en mitad de la noche estrellada, como si se hubiera detenido el tiempo, se escuchaban a modo de homenaje póstumo los acordes de la banda sonora original de la película de Sergio Leone "Hasta que llegó su hora", compuesta por Ennio Morricone, me retrotraje por unos instantes a mi infancia:
El álbum de cromos de la liga; los domingos por la tarde escuchando "Carrusel Deportivo" en el transistor "Vanguard"; y, cómo no, aquella fotografía dedicada por la plantilla del Real Madrid a Pelu con ocasión de su noventa cumpleaños... hasta que el Bernabéu rugió como un león devolviéndome abruptamente al presente.
Parafraseando a Ramón Gómez de la Serna, si esa fría noche de invierno hubieran anunciado por los altavoces del estadio que se había perdido un niño probablemente ese niño sería yo.
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Es de bien nacido, ser agradecido. Sí, señor.
Gracias.