Todos tenemos mando en plaza sobre algo, control sobre nuestro pequeño tablero. Plenipotenciarios en un lugar donde todo encaja, en el que las cosas suceden según lo planeado, siempre como aspiramos y cuando esperamos. Un espacio sin némesis ni purgas. Un edificio de arquitectura efímera que, en mi caso, dura tan solo cuarenta y ocho horas por semana. Mi casa es el escenario donde todo eso sucede. Entre fogones y comida, la radio de fondo, un narrador dramático, minuto y resultado, me pone al tanto, azaroso, de esa parte de mi propio cielo abierto que es el Real Madrid. Los aromas del fogón se desordenan con las evoluciones de un Vinicius laborioso y el milagro de Thibaut de cada día. Mientras, cocino y disfruto una cerveza con pausa. A mi lado, como una sombra, mi perro dormita a la espera de otro bocado furtivo al tiempo que un grifo gotea, cadencioso, como un metrónomo de agua. De fondo, en el sofá, su dueña devora un libro con avidez. Manda el silencio.
Gol de Rodrygo. Todo se rompe, mis hijos asaltan la cocina confirmando lo que grita la radio. Han crecido a contracorriente, frente a un metaverso ideal, en un lapso en el que ser madridista era un desacato, un gesto de rebeldía (¿acaso no sigue siéndolo?). Una época de seres de luz y tertulias hagiográficas, donde el rival era oficialmente acendrado. Donde cada gol suyo era una revelación y su ejecutoria un axioma, una verdad revelada que no admitía réplica.
Nunca heredarán de mi gran cosa, tan solo una cuota de orgullo y felicidad a plazo fijo, que es haber conseguido que sean madridistas. Lo mejor está por venir, creedme, estáis en el lugar adecuado. Y resistieron, orgullosos, frente a lo asequible. Solo puedo sonreír, pleno, al recordarlo.
Último aviso, la cena está lista. Mi pareja me interroga con una mueca. ¿Cómo ha quedado el Madrid? ¿Hemos ganado, verdad? Lo noto en tu cara.
Alrededor de la mesa, comentamos el partido, bromeando distendidos entre vino y pasta. En ese preciso instante, el tiempo parece no pasar, conscientes de que somos un todo. Dura poco pero es mágico. Luego, rompemos filas, de vuelta al lugar del que cada uno había venido.
La noche cae, serena y callada. Apuro el día y saboreo el momento, otra vez en silencio, falsamente seguro y confiado. Volverán las dudas y los miedos, pero no ahora. Ojalá toda la vida fuera sábado por la tarde.
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