En la vida, las decisiones más importantes se eligen de manera irremediable, sin poder analizar el escenario que mañana nos llevará al fracaso, sin tiempo para sentir el miedo a una hostia mal dada. Pocas veces se acierta en presente, con las cartas en la mano, y es la resaca la que juzga si hemos acertado o no. Así pasan papá o mamá, playa o montaña, Bellas Artes o nómina, whisky o bebida blanca, Góngora o Quevedo. Yo no era consciente de esto cuando me topé con la primera gran encrucijada de mi vida, por eso salí indemne del envite.
Mi familia, carabanchelera de facto, se había criado pegando pelotazos junto al Calderón, lo que provocó que la mayoría de sus integrantes se enfundaran la casaca rojiblanca para siempre. Mi padre y alguno más, quizás por ese afán setentero de llevar la contraria, se habían hartado del colchonerismo reinante y habían pisado la otra orilla ondeando la bandera merengue. Así que, al llegar yo a este artículo, las aguas del Manzanares ya bajaban caldeadas y, por supuesto, yo no iba a poder escapar tan fácilmente. Se trataba, por tanto, de Madrid o de Atlético.
Desde mi nacimiento sufrí la guerra familiar en mis propias carnes. Las bufandas rojiblancas y blanquimoradas aparecían sucesivamente detrás de los regalos de mis primeros cumpleaños y el niño que todavía no sabía qué hacer con ellas observaba absorto cómo sus parientes forcejeaban desde uno y otro lado, intentando llevarse el gato al agua. En las reuniones más solemnes aparecía siempre un transistor por el que llegaba a nosotros la jornada semanal, cuando el fútbol, más que verse, se imaginaba. Así comenzaban las disputas, todos los domingos a las 17:00, sin que el chaval que aguardaba en la trinchera se atreviera a pronunciarse.
Mis primeros recuerdos futbolísticos, todavía muy difusos, tienen que ver con el doblete rojiblanco del año 1996. Sin embargo, no sé si por naturaleza o por edad, no sentí efervescencia alguna con aquello. Mi padre, que ya barruntaba la decisión final, esperó agazapado para poder asestar el golpe de gracia. Ocurrió en la temporada 1996-1997, ya con Capello en el banquillo. El Madrid necesitaba ganar al Atleti en casa si quería alzarse con el título de Liga. Mi padre, muy inteligentemente, había elegido ese partido para decantar la guerra a su favor: apareció por casa con dos entradas y el atrevimiento de quien se sabe ganador.
Llega un momento en el que el fútbol pasa de los hechos a la memoria. Ese momento, en mi caso, llegó durante aquel derbi. Hasta entonces, todo eran nombres desdibujados, partidos borrosos. A partir de aquel día, algo en mí asocia el fútbol a la emoción. Por eso todavía hoy puedo ver a un niño de nueve años ascendiendo por las escaleras del estadio, descubriendo con cada peldaño un metro más de aquel escenario imborrable. Por eso todavía hoy puedo ver a Raúl pinchando un balón que bajaba con nieve para destrozar la red de Molina con un golpeo seco. Por eso todavía hoy recuerdo cómo la estampida en los fondos derrumbaba el ánimo del rival y, de paso, cualquier duda que albergase mi joven forofismo. Por eso todavía hoy recuerdo a mi padre gritando por encima de la marabunta: "hoy no vamos a Cibeles, ya habrá tiempo".
Al llegar a casa ardía en deseos de regodearme al ver a mis primos y amigos colchoneros. Nunca había sentido ese afán victorioso, por lo que aquella noche me acosté acompañado de una euforia que aún hoy siento en ocasiones. También por primera vez escuché una tertulia radiofónica nocturna, escondido entre las sábanas por miedo a que todo fuera un sueño. Al día siguiente comprendí que aquel niño que no sabía qué hacer con las bufandas había crecido. Arrojé a la basura las de color rojiblanco y me coloqué en la frente la blanquimorada. Ese día fui el rey del parque. Había descubierto, hablando claro, la esencia del fútbol.
Por eso, el del domingo no será un partido cualquiera. Porque es en estos partidos y no en otros cuando cientos de niños de nueve años comprenden, de pronto, lo que significa este hermoso juego llamado fútbol. En cuanto al equipo que elegí, dejen, por una vez, que sean otros los que se equivoquen.
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