Dijo el poeta que todas las muertes son la misma muerte. Lo mismo puede decirse de los parones de selecciones: son todos el mismo aunque las fechas traten de mover a equívoco. A fin de entretenernos en este nuevo y nefando parón —que es el de siempre—, emprendemos esta serie titulada “El que nunca llegó”, en la que cada autor galernauta ha escogido un gran jugador que le habría gustado ver de blanco y que, a veces a pesar de las especulaciones, nunca llegó a recalar en el Madrid.
Oscar, la mano (santa) que pudo ser blanca
Juegos Olímpicos de Moscú, verano 1980
Cuando llegamos al gigantesco Olimpiysky Stadium, Brasil está jugando su partido. De repente, un tipo fuerte, con el andar desgarbado y cierto balanceo, salta del banquillo y empieza a tirar a canasta con la facilidad mecánica de unas palancas ajustadas, articuladas en sus ángulos exactos. Mis ojos se clavan en lo nunca visto, en la perfección natural, con la fluidez que concede el logro sublime de la repetición incesante. Me quedo perplejo ante la exhibición de diez minutos, pero no tengo ocasión de volver a ver al joven sorprendente.
Cinco meses después: Torneo de Navidad 1980
Entro en el Pabellón de la Ciudad Deportiva de la Castellana con antelación a la cita de Lolo Sainz, pues como anfitrión del acontecimiento, y por mor de la cuantía taquillera y la cuota telespectadora, el club se reserva el privilegio del segundo partido de cada jornada. Es mi segundo torneo como jugador, pero aún me priva —como cuando recién era un adolescente que veía con pasión el torneo entero— acercarme a ver los encuentros anteriores y, de paso, ojear a los rivales. De repente, me doy cuenta. ¡Ahí está! De nuevo, me sorprende la facilidad con la que lanza. Ni siquiera los grandes yugoslavos —Dalipagic, Kikanovic y el que fuera nuestro Mirza—, o los excelsos tiradores rusos —el gran Sergei Belov a la cabeza—, tienen esa capacidad. Al final del torneo, 110 puntos en tres partidos. (Les ahorro la división a los lectores de letras: 36,6 periodo que decíamos en clase de matemáticas).
Ocho años después: Juegos Olímpicos de Seúl-88
Nuestra sesión de entrenamiento es la inmediatamente posterior a la de la selección brasileña. Como siempre con Antonio Díaz-Miguel, hombre precavido vale por dos, llegamos con la anticipación suficiente para leernos el Quijote. Por respeto, tenemos que aguardar en el vestuario hasta que terminen la sesión, pero la impaciencia nos obliga a pulular por los pasillos. Desde allí, entrevemos que terminan con la sesión táctica y comienzan los lanzamientos obligatorios para desentumecer la maquinaria. Un responsable brasileño, que ve nuestras cabezas apiñadas y ardorosas asomarse fugazmente tras la cortina que separa la cancha de los vomitorios, nos da la conformidad para acceder a la pista. Ahí está, tirando triples. Empiezo a contar: 77/80. Pienso que quizás ha fallado tres porque le gusta más el número siete. El siete es cabalístico, mágico, histórico. Y podría seguir con las esdrújulas. Otro día diferente, jugaríamos contra Brasil. Ganamos, a pesar de que nos colocó otro número redondo, 55 puntos. Le van los capicúas de parejas.
Al año siguiente. Final de la Recopa: Snaidero Caserta- Real Madrid
Casi un mes después de que cumpliera treinta y un años —nuestro héroe se hace mayor—, nuestros destinos vuelven a cruzarse. Es la famosa final en la que Petrovic anota más de sesenta puntos —nunca me acuerdo de la cifra con exactitud—. Por nuestro lado, la defensa está centrada en frenar su amenaza. Rogers y Cargol lo intentan como pueden, y consiguen que sólo anote, —otra vez, ¡cómo no!, el pareado— 44 puntos.
Cinco o seis años tras la final, catorce o quince del comienzo de nuestra historia. Andorra
Enrolado en el Fórum de Valladolid, ya con treinta y seis años bien machacados de los de entonces, anota lo que le da la gana para derrotarnos, al Festina Andorra. Tras el partido, muy educado, se asoma a la puerta del vestuario y me saluda: “gran partido Llorente: eres uno de los grandes con los que me hubiera gustado jugar”. Le doy las gracias por el halago, pero en mi interior me cago en sus muelas. Qué le voy a hacer si nací con mal perder.
Tras la ducha, me quedo sentado en un banco del vestuario pensando en lo que podíamos haber hecho y no hicimos para ganar el partido. De repente, un relámpago me devuelve a las palabras de Oscar, recuerdo la cantidad de veces que pareció merodear la plantilla del Real Madrid. Y me doy cuenta lo que le tendría que haber contestado unos minutos antes. “¡Y a mí! Te habría hecho meter aún más puntos. Y cómo nos lo habríamos pasado juntos”.
Oscar Daniel Bezerra Schmidt es uno de los mejores jugadores de la historia del baloncesto. Su carrera está llena de éxitos y marcas anotadoras de todo tipo. Por supuesto, es el máximo anotador olímpico, uno de los escasos baloncestistas que ha jugado cinco juegos y el máximo anotador histórico del baloncesto. Durante los años 80 su dominio fue arrasador, con una victoria a sus espaldas que retumbó en todo el orbe baloncestístico: en los Juegos Panamericanos celebrados en Indianápolis, ante un joven equipo de Estados Unidos con David Robinson a la cabeza, nuestro superhéroe brasileño anotó 46 puntos (una lástima para el cronista que no se hubiera quedado en 44), al tiempo que ofrecía una exhibición antológica en la que, por primera vez, un equipo estadounidense perdía como local y recibía más de 100 puntos. A pesar de haber recibido con anterioridad ofertas de la NBA, las rechazó, porque le impedían jugar con su amada selección de Brasil con la que tiene un palmarés impresionante. Entre otras grandes clasificaciones, tres oros en los campeonatos sudamericanos, dos en el Torneo Preolímpico americano, el citado oro en los panamericanos y multitud de cuartos y quintos puestos en Mundiales y Juegos Olímpicos. También es campeón mundial de clubs y subcampeón, pues le ganamos una final en 1981. Si quieren estar seguros de que su fichaje por el Real Madrid hubiera sido un éxito extraordinario, no dejen ver su discurso de ingreso en el Hall of Fame estadounidense, una joya emotiva y desternillante, descriptiva de un luchador, de una persona que, por encima de todo, honra su deporte, su familia, sus compañeros y su país. Oscar, Mano Santa, una leyenda que estuvo a punto de ser blanca.
Fotografías: Imago.
Índice de El que nunca llegó:
Capítulo 1: Futre, el que nunca llegó
Capítulo 2: Dominique Rocheteau, el que nunca llegó
Capítulo 3: Joaquín, el que nunca llegó
Maravilloso jugador, una auténtica máquina de encestar. Además, humilde, trabajador, discreto y nada divo. Habría encajado como un guante en el Real Madrid. Y siempre me recordó físicamente a Morrissey, cantante de los Smiths, aunque éste, al que tuve ocasión de conocer cuando la banda tocó en el Parque del Oeste de Madrid, es un tipo bastante raro y huraño. Oscar Schmidt. Auténtica leyenda.
Es evidente que es un grande del baloncesto. Y, desde luego, respeto mucho la opinión de J.L. Llorente, que es la de alguien que alcanzó la élite . Sin embargo, y personalmente, por la tv le vi jugar muchas veces - no menos de 40-. no le consideraba de mis jugadores favoritos. Recuerdo que, en cuanto a movimientos, era más bien lento. Era un tirador-metedor extraordinario. Pero, me parecía excesivamente chupón. Creo que no he visto nadie tan especializado y descarado lanzando a canasta. En defensa no era un primor, precisamente . Y , aunque se sabía hacer respetar con los codos, me parecía un tipo bastante deportivo y correcto sobre la cancha.
Aún recuerdo la portada de AS , debía ser de octubre de 1986, justo el día después en que Petrovic firmaba por el club blanco. En pequeño venía una foto del jugador brasileño y en texto algo así como: "Y ahora Oscar", especulando con que el Madrid ponía el interés en Oscar Schmidt después de hacerse con el croata. Supongo que era pura especulación y nunca se contempló su fichaje, a saber...
Probablemente el mejor tirador que he visto en mi vida. Se quedó un poco escaso de títulos para su categoría. Y pensar que después de casi una década en Caserta el equipo del sur de Italia fue a ganar la Liga italiana justo el año siguiente a su marcha con la pareja de americanos Charles Schackelford y Tellis Frank...
Jugadorazo como la copa de un pino. Quien no lo haya visto moverse y tirar no sabe lo que se perdió.
Una máquina de lanzar y anotar, desde cualquier posición y aunque no tuviera los pies colocados de manera ortodoxa, como mandan los cánones. Recuerdo que se rumoreó su fichaje por el Madrid, como dice Tom Chambers, aunque ya estuviera talludito porque seguía siendo un megacrack. En aquellos años el Fórum Filatélico de Valladolid se hizo con los servicios de Óscar Schmidt y luego con los de Sabonis, ¡hay que ver para cuánto daban "los sellos"!