Alguien pensó que era necesaria una sección para glosar los encantos de aquellos jugadores del Madrid que nunca recibieron cartas de amor, para rescatar a aquellos futbolistas que perecieron en la esquina de la página del periódico a la que nadie llega, para ofrecerles la mano a aquellos que se ahogaron en la orilla.
Llegó al club en el Madrid de entreguerras, es decir, entre la Séptima y la Octava. Un inexplicablemente exitoso equipo que coleccionaba Copas de Europa y séptimos puestos en Liga por igual; donde se tomaban decisiones que no por fracasadas dejan de ser románticas. Una de esas decisiones nostálgicamente atractivas fue traer a Perica Ognjenovic, como digo, en 1999. Como ocurre con todos los futbolistas que juntan tres consonantes en su nombre, rápidamente dio paso a un sinfín de pronunciaciones que alimentaron el poderoso acervo fonético de nuestro idioma castellano. Pero más allá de conseguir que los aficionados colocaran el velo del paladar en superficies nunca antes conocidas, lo más exótico de su llegada era su apodo: «El Átomo». Pequeño y explosivo como un ídem, dijo un loco. Aquello caló en la hinchada más que cualquier campaña de marketing.
Le colocaron un sueldo de ciento veinticinco millones de las antiguas y pagaron otros quinientos millones al Estrella Roja por traerlo. Traducido al lenguaje millennial: se dejaron un pastizal en este joven jugador que masticaba chicle como Mijatovic y se peinaba como el guapo de los Back Street Boys. Los cordones los enrollaba en el tobillo antes de atarlos en el empeine, señal de que jugó en algún lugar amenazado por la guerra. En su mandíbula, perruna clase tres, se leía una vieja ansia posiblemente satisfecha ya. Le entregaron un dorsal de esos que empiezan por el prefijo veinti-, en una época donde dicho gesto presagiaba hambre y miseria. Nunca logró cambiar ese prefijo, pese a todo.
La cosa no empezó bien desde el principio. El Mallorca pidió la cesión de uno de los dos jugadores jóvenes de la plantilla: El Átomo y Samuel Eto'o. El club decidió enviar a las islas Gimnesias al malo, y quedarse con el ínclito yugoslavo. A los dos meses, ya echaba de menos su Palanka natal. En un partido invernal contra el Espanyol, corrió la banda en el minuto treinta, momento en el que cuatro idealistas creyeron en él. No se consumó esa fe, y el Átomo volvió a hundirse en el garaje de los Ferrari que coleccionaba la quinta homónima. En aquella época, los aficionados tenían que buscar el bar con Vía Digital o con Canal Satélite, en función de la plataforma dónde se retransmitiese el partido, y la Champions constaba de dos grupos y tropecientas eliminatorias. Perica jugó dos de ellas, ambas icónicas, Manchester y Bayern. Se marchó a cualquier parte poco más tarde, no queda constancia de que le pusieran su nombre al pabellón de Palanka. En una entrevista, mucho tiempo después, alegó lo que alegan todos los interrogados cuando se les acusa de jugar mal: una lesión de espalda. A esas alturas, ya nadie se acordaba de quién era aquel átomo que se quedó en electrón.
Madridistas malditos:
1- Fabio Coentrao, el Viriato que fumaba Bisonte
2- Walter Samuel, el muro gauchesco
Fotografías Getty Images.
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