Como se ha estrenado el Napoleón de Ridley Scott y de Joaquin Phoenix, tengo la cabeza llena de pajaritos bonapartistas, lo confieso, y sólo se me ocurren analogías con Le Petit Caporal. El otro día que estuve en la presentación de Historia íntima del Bernabéu, el libro de los hermanos Del Riego, Marta y Ángel, se mencionó, cómo iba a no mencionarse, el nombre del gran patriarca Santiago Bernabéu y, claro, la sinapsis en mi cerebro fue instantánea. Como además he empezado a leerme un ensayo sobre la infancia y juventud del teniente de artillería corso que llegó a emperador, empecé a pensar en las similitudes entre Napoleón y Bernabéu. Hasta que llegué a la conclusión de que, en realidad, Santiago Bernabéu era un Napoleón que, como no tenía legiones, se inventó el Madrid para conquistar el mundo.
Los dos son ejemplos de orgullosos individuos oriundos de familias hidalgas apegadas a la tierra que, por azares del destino, son obligados a marcharse lejos de su casa en busca de fortuna y posición. Desde muy pronto tuvieron la conciencia de ser diferentes y de ser especiales, pero también de la herencia cultural que habían recibido y del mundo al que pertenecían: tributarios de lo insondable, las fuentes de sus espíritus se remontan tan atrás en el tiempo que podrían haber estado escritas en las tablas de arcilla de los astrónomos de Nínive.
Santiago Bernabéu era un Napoleón que, como no tenía legiones, se inventó el Madrid para conquistar el mundo
Napoleón abandonó de niño la cálida isla mediterránea en la que nació obligado por su padre, que le había encontrado acomodo en un colegio de franciscanos de Brienne, al norte de Francia, que estaba becado por la Corona. Allí iban, al alimón, los hidalgos franceses de medio pelo y los herederos de las grandes familias cortesanas un poco a igualarse, a que juntos crecieran con cierta conciencia común del deber al Estado que aplanase sus diferencias de clase y de patrimonio. Con Bernabéu pasó algo parecido. Nació por casualidad en la finca que la condesa de Montealegre, de la que su padre era apoderado y administrador, tenía en La Mancha, cerca de Almansa, en una pedanía en la que su padre, un abogado valenciano, pudo asentarse como propietario. Allí, rodeado de un horizonte infinito, vivió hasta los siete años, cuando la familia se trasladó a Madrid. Su padre era un profesional liberal, un burgués pero no un aristócrata, y su madre venía de una familia bien cubana venida a menos. Es decir, como Carlo Bonaparte y Letizia Ramolino, eran gente que sentía la obligación de justificar su presencia en los grandes salones, a los que por nacimiento no pertenecían.
Santiago Bernabéu, el séptimo de sus hijos, se fue de mozo a estudiar a un colegio de adscripción real, como Napoleón, en El Escorial, el Alfonso XII que administraban los agustinos. En El Escorial, bien lo sabe Dios, nieva tanto como en Brienne, que está en medio de Las Ardenas. A Bernabéu le dio por jugar al fútbol allí para quitarse el frío terrible que salía de las piedras y que cincelaba con mano de escultor los espíritus sublimes y austeros como el suyo. Los chavales correteaban pegando pelotazos por la inmensa Lonja renacentista que da acceso al Monasterio como Bonaparte, en invierno, recreaba batallas antiguas en las explanadas que rodeaban el colegio. En ambos surgió un sentido ascético de la existencia en medio de aquellos rigores, de una vida disciplinada por monjes, ordenada por horarios inflexibles. Sobre sus cabezas pendía la misma obligación de corresponder a los esfuerzos de la familia y a las expectativas creadas en torno a un futuro que no eligieron pero al que se debían con obligación sacerdotal, para no defraudar las perspectivas sociales del futuro que imaginaban sus padres. Uno tenía que ser teniente de artillería y el otro, abogado. Los dos fueron mucho más que eso.
Sin embargo, en el colegio, los dos mandaban, los dos despuntaban ya por un carisma reconocible que los convertía en líderes naturales. Bernabéu ya era el capitán del equipo de los agustinos del Escorial, Napoleón elegía el papel de general cuando los de su clase jugaban a la guerra. Los hombres, todavía niños, se arremolinaban como ovejas en torno a ellos, que habían nacido pastores. Napoleón soñaba con ganar a los persas en Maratón y Bernabéu con volver a fundar un imperio en el que no se pusiera el sol. Como en un western de John Ford, las llanuras son infinitas y el mundo, en ellas, no tiene límites. Napoleón y Bernabéu habitaban esas llanuras. Los dos procedían de familias largas y a pesar de no ser los mayores, desde muy pronto empezaron a ejercer la jefatura de sus clanes. A su alrededor había una casta privilegiada de cuna que gobernaba las cosas y a los hombres, que había establecido desde el principio de los tiempos unas reglas que no eran las suyas. Los dos empeñaron sus vidas en fundar un orden nuevo y distinto que diera al desheredado la posibilidad de soñar con ser un rey. ¿Qué es el Madrid sino eso? Lo que cantaba David Bowie: We can beat them, just for one day. We can be heroes, just for one day.
Napoleón y Bernabéu empeñaron sus vidas en fundar un orden nuevo y distinto que diera al desheredado la posibilidad de soñar con ser un rey. ¿Qué es el Madrid sino eso? Lo que cantaba David Bowie: We can beat them, just for one day. We can be heroes, just for one day
La única ley de Napoleón y de Bernabéu era el mérito. Francia y el Madrid fueron sus imperios pero los dos los trataban como enormes familias donde cabía cualquiera pero no la deslealtad. Bernabéu no tuvo hijos y Napoleón, hasta el enfermizo Aguilucho, sólo bastardos: en la búsqueda obsesiva de un heredero cometió los grandes errores de su carrera política. Sus hijos, en verdad, eran sus obras. El Madrid y Francia, Francia y el Madrid, como si el primer peldaño en la escalera del mito madridista estuviera escrito que fuera París. Borges decía que los padres y los espejos estaban malditos pues ambos multiplicaban el número de los hombres sobre la tierra. Napoleón y Bernabéu debían ser padres de la Historia.
Ambos hombres tuvieron como escuela la guerra. Caminaron sobre las huellas que encontraron en el camino: Bonaparte aprendió realpolitik en Córcega y París antes de hacerse una leyenda a cañonazos y Bernabéu mamó grandeza de los muñidores del gran Madrid Football-Club de los años 20 y del republicano: Paragés, Sánchez Guerra, Hernández Coronado. Él proyectó la visión de aquellos hombres hacia el infinito, como Napoleón sublimó el ideal revolucionario con el imperio. Las dos cosmovisiones tenían por naturaleza alcance universal, pero una se imponía a sangre y fuego y la otra, a golazos y ensoñaciones.
Sus hijos, en verdad, eran sus obras. El Madrid y Francia, Francia y el Madrid, como si el primer peldaño en la escalera del mito madridista estuviera escrito que fuera París
Los dos cuidaron siempre de los suyos. De Napoleón huelga decirlo: gobernó el imperio francés como el capo de un clan corso y derramó como regalos entre hermanos, hermanas, madre y primos todas las coronas de Europa, grandes ducados, principados, capelos cardenalicios, lo más grande. Del mismo modo Bernabéu administró el Madrid como un paterfamilias. En Montealegre del Castillo, donde nació, aún recuerdan que se ocupó siempre de los paisanos, que incluso llevó al primer equipo a entrenar de vez en cuando. Cuando ya era un grande hombre en la capital, presidente y alma del mejor club de fútbol del mundo, una autoridad, recibía pedigüeños, concedía favores, sacaba gente de la cárcel, buscaba trabajo, gestionaba destinos militares y tenía la puerta abierta todo el tiempo para la gente de una tierra en la que conservó fincas familiares hasta que tuvo que venderlas para atender las necesidades del Madrid.
Los dos fueron hombres que estuvieron pendientes de todo lo que pasaba en sus reinos, por grandes que fueran: Napoleón se sabía hasta el nombre de los grognards que montaban guardia ante su tienda antes de las grandes batallas y Bernabéu saludaba por su nombre al señor que cerraba la Ciudad Deportiva. El Madrid era, en un sentido dilatado, su Maison, y Saporta, ese prócer que todavía, incomprensiblemente, no tiene una biografía, era su eminencia gris.
Construyeron mundos y utopías. La tropa más fiel de toda la que siguió por los campos de batalla de Europa a Napoleón durante más de veinte años estaba compuesta mayoritariamente por sans-culotte, por gente que no tenía nada, por parias a los que la Revolución había puesto un fusil en la mano y que Bonaparte hizo desfilar a pie de Cádiz a Moscú con el único alimento de su carisma ilimitado. Bernabéu edificó el mayor artefacto de grandeza que ha conocido España desde Felipe II, un palacio para que lo habitara la gran provincia española que está desprovista de símbolos y de futuro, que no sueña con un Estado propio sino con tener el universo a sus pies. Bernabéu se lo puso.
Bernabéu edificó el mayor artefacto de grandeza que ha conocido España desde Felipe II, un palacio para que lo habitara la gran provincia española que está desprovista de símbolos y de futuro, que no sueña con un Estado propio sino con tener el universo a sus pies. Bernabéu se lo puso
Los dos arrancaron el oropel de las manos viejas para dárselo a las nuevas, desenterraron una playa en la que por un tiempo limitado las cosas pueden ser de otra manera y el destino está por escribir. El Madrid es el gran instrumento de venganza de los desclasados. En clave internacional es un hogar común en el que hacer realidad las fantasías desmesuradas de los niños. En clave española es una espada justiciera que repara simbólicamente los agravios infinitos de los nacionalismos periféricos a ese español normal que sólo quiere salir a buena hora del trabajo los miércoles por la tarde y ponerse a conquistar Flandes. La obra de Napoleón ahora es un museo, la de Bernabéu está viva porque se trata de una promesa que se renueva cada año, como la primavera.
Getty Images.
Napoleón fue un genocida, en España él y sus tropas se dedicaron a matar compatriotas y saquear el país. Además de introducir logias masonicas que mucho tuvieron que ver con las pérdida de los virreinatos de América. En definitiva, el daño y las secuelas que dejó su dominio sobre nosotros a través de su hermano José I ( Pepe Botella ) fuero irreparables y todavía hoy se arrastra alguna de ellas. Nunca entendido la fascinación por este siniestro personaje ( hijo de Robespierre y su revolución, imperialista y ultra-nacionalista). En mi opinión y con todo el cariño Don Antonio está analogía con Don Santiago no ha sido de las más afortunadas.
Delirante artículo lleno de comparaciones absurdas.Sólo por la relevancia histórica de los dos personajes ya no tiene sentido la comparación,además de ser Bernabeu un gangster deportivo que dominaba a su antojo la Federación Española de fútbol y el comité nacional de árbitros.
Efectivamente, un gángster que dominaba la Federación y el Comité arbitral, gracias a Franco, Millán Astray y el Papa, ¿no te jode? ¡La cantidad de gilipol…es que hay que leer!
Grandioso articulo. Enhorabueba
De todos los artículos escritos por Antonio Valderrama, es el primero del que discrepo. No tiene sentido comparar el daño inmenso que hizo Napoleón en su país y en Europa con la alegría proporcionada por el Real Madrid de Santiago Bernabéu (y el actual, también, claro)
Son solo meras comparaciones alegóricas entre dos personajes del pasado, que hay mucho ofendidito, de Napoleón coge su lado de estratega militar y persona que no estaba destinada a llegar a donde llegó, en lo justas o injustas que fueran las guerras no entra el articulista.
El artículo me parece una maravilla. Los que quieran cogérsela con papel de fumar y/o ser más papistas que el Papá apoyándose en determinados aspectos del general Bonaparte, allá ellos. El autor realiza una alegoría basándose en la innegable grandeur del corso y de Santiago Bernabéu. En ese sentido el resultado es impecable. Ovación de gala.
Napoleon fue un hombre que se hizo a si mismo a costa de mucho sufrimiento sin embargo, Bernabeu fue un benefactor social!